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Mundo

24 de Mayo de 2016

El cuento donde la caperucita se “come al lobo”

Le desaté la levantadora, le bajé la cremallera de los jeans. Lo toqué. Sentí en mis dedos el cosquilleo de un fluido que le subía por la verga. Eso me enloqueció, se le había puesto durísima. Él metió la mano por el impermeable. Me acarició las tetas y me pellizcó un pezón. Eso me enloqueció más. Me monté entre sus piernas, él buscó por debajo de mi falda y me corrió el calzón. Le apreté la verga, me la inserté. Solté un gemido y nos empezamos a mover. El polvo fue desesperado. Fue ávido. Fue duro. Fue delicioso, nos vinimos juntos en una explosión como de juegos pirotécnicos. Y fue liberador: había cumplido una perversión.

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En la historia de la “Caperucita roja”, la de tradición oral, la que inmortalizaron los hermanos Grimm en el siglo XIX, la pequeña niña de capucha roja es engañada por el lobo, quien se hace pasar por su abuela para comérsela, para devorarla. En el relato moderno, quizá todo sucede al revés; es decir, es caperucita quien se come al lobo.

Pues bien, algo así es lo que cuenta Pilar Quintana en su artículo “LA NUEVA AVENTURA DE CAPERUCITA ROJA, DONDE ELLA SE COME AL LOBO”, publicado en Vice.

Todo parte, al igual que en el cuento infantil, cuando a una mujer, ya adulta, le encargan llevar unos pasteles a su abuela.

“La tarde estaba encapotada así que me puse mi impermeable rojo de caperuza. Mi mamá me miró burlona. Cuidado con el lobo, Caperucita, me dijo cuando salía”, cuenta la protagonista, que identifica al lobo en el vecino de enfrente.

“Se ponía medias blancas y zapatos bicolores como los de jugar bolos. Se forraba el torso con camisetas de tela brillante y complicados motivos fluorescentes. Tenía un gimnasio en el garaje de la casa, que dejaba abierto cuando se ejercitaba para que todo El Bosque —nuestro barrio— pudiera admirarle la frondosa musculatura”, relata.

Tras describir al lobo, caperucita (nuestra caperucita moderna) se lo topa en una fiesta, pero le hace el quite, pues advierte en él una mirada cínica y morbosa.

“Se dedicó a mirarme nada más, apostado contra las paredes, desde la pista de baile, en las esquinas, mientras botaba el humo de sus kool frozen nights, mientras sorbía whisky del vaso, mientras conversaba con alguien o frotaba a otra en un bolero lento”.

Una vez terminada la fiesta, caperucita emprende el camino a casa de la abuela, a cumplir el cometido, a entregar los pasteles.

Aquí es cuando la historia se transforma, cuando se invierten los roles, cuando el lobo parece no ser tan malo como lo han pintado los siglos.

“Empujé la puerta, el apartamento estaba en penumbra. Percibí la silueta de la abuela sentada en la silla de mimbre que tenía forma de pavo real. Llevaba su levantadora chinesca y una peluca engargolada, fumaba con su larga pitillera en alto. No me extrañó encontrarla así”, cuenta caperucita.

Luego advierte que “lo que sí me pareció inaudito fue que el cigarrillo despidiera un suave aroma mentolado, la abuela era adicta al pielroja sin filtro desde los dieciséis años. Le dije que mi mamá le había mandado unos pasteles, me hizo señas de que los pusiera sobre la mesa del comedor. Lo hice y me encaminé hacia la silla pavo real para escrutarla bien. Entonces noté las fluorescencias de la camiseta que llevaba debajo de la levantadora y los zapatos de jugar bolos. Se me pusieron los pelos de punta”.

Abuelita, le dije muy lentamente, quitándole la pitillera, qué ojos tan grandes tienes. Se quedó mirándome fijo: son para verte mejor. Cuando me incliné para apagar el cigarrillo, me acerqué a su oreja y le recorrí los pliegues. Abuelita, susurré, qué orejas tan grandes tienes. La piel se le erizó: son para oírte mejor. Me estiré como un gato, le ofrecí el cuello. Abuelita, qué nariz tan grande tienes. Se metió en él y aspiró: es para olerte mejor. Y fui cerrando la distancia entre mis labios y sus labios, pero no le dije abuelita, qué boca tan grande tienes, porque la que se lo iba a comer era yo.

Lo besé.

Le metí la lengua como una serpiente.

La saqué.

Le desaté la levantadora, le bajé la cremallera de los jeans. Lo toqué. Sentí en mis dedos el cosquilleo de un fluido que le subía por la verga. Eso me enloqueció, se le había puesto durísima. Él metió la mano por el impermeable. Me acarició las tetas y me pellizcó un pezón. Eso me enloqueció más. Me monté entre sus piernas, él buscó por debajo de mi falda y me corrió el calzón. Le apreté la verga, me la inserté. Solté un gemido y nos empezamos a mover. El polvo fue desesperado. Fue ávido. Fue duro. Fue delicioso, nos vinimos juntos en una explosión como de juegos pirotécnicos. Y fue liberador: había cumplido una perversión.

Cuando acabamos, no necesité mirarme al espejo para saber que tenía una sonrisa maliciosa de satisfacción puesta en la cara. En cambio, el lobo me estaba mirando enternecido”.

Ver la historia original acá.

 

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