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Opinión

1 de Junio de 2016

Columna de Ernesto Rodríguez Serra: El sostenido trekking de Germán Carrasco

"La voz es áspera, casi áfona, para traer una palabra que le es frecuente; parece que está a punto de desafinar, pero su sintaxis impecable se va afirmando en las palabras, apoyándose en ellas así como Thelonius Monk cuando cada nota queda clara y suspendida.

Ernesto Rodríguez Serra
Ernesto Rodríguez Serra
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Sobre-Imagen-y-Semejanza

Hace un tiempo, leí dos libros de poesía de Germán Carrasco: Calas y luego Ruda. Ahora leo Imagen y Semejanza (Lumen), antología recién publicada que recoge veinte años de la escritura poética de Carrasco, y refuerzo la convicción que me formé entonces: estamos frente a la obra consolidada de un poeta que ha mantenido, más que una voz, un discurso, en el mejor sentido de la palabra. En ese amplio discurso que va y viene por las calles, por los amores, por el conocimiento disimulado –pero evidente– de la tradición de la poesía, uno debe seguirlo con mucho cuidado, como quien atraviesa un curso de agua apoyándose en las piedras que sobresalen, es decir, en las mismas palabras que lo constituyen. Este discurso se retiene a sí mismo y luego se expande, impredecible y, al mismo tiempo, escanciado. Así como un jinete que maneja su caballo sale en una dirección y de pronto se devuelve o se detiene en seco.

Así uno sigue a G.C. a lo largo de las calles con viejas fachadas continuas de un Santiago envejecido. La calle Maruri, el Barrio Independencia, por ejemplo. Entra a una de esas casas y puede dormir en un patio trasero en el que están secándose prendas íntimas de una mujer que ya conoce. El amor es siempre un deseo sexual, una respiración a dos voces; no una obsesión psicológica, sino un fondo continuo que revela la permanente dificultad de ser.

Habla, entonces, desde sí mismo. Sabe detenerse, introducir otro asunto, como otro tema musical que aparece y desaparece y puede volver: una frase corta, un punto aparte, luego una abrupta expansión. La voz es áspera, casi áfona, para traer una palabra que le es frecuente; parece que está a punto de desafinar, pero su sintaxis impecable se va afirmando en las palabras, apoyándose en ellas así como Thelonius Monk cuando cada nota queda clara y suspendida. No le interesa la eufonía, no se le da para nada, no se deja llevar por el sentimentalismo ni el buen gusto. Poesía afirmativa, explícita, al borde del enojo y ahí, contenida. Vemos en varios poemas a un hombre que viene caminando. Un metro ochenta y seis, dice, y el ejército con esa altura lo habría enrolado si no fuera porque su mirada tiene dos miradas. Una va directamente a lo que está viendo y la otra se agita o aparta. Esta segunda mirada, inquieta como un caballo espantadizo, se enoja o ríe y también se arranca, porque quiere protegerse y proteger a un ser querido al que persigue un dios implacable.

Pero este animal airado, casi frenético, también se dispara incontenible cuando a su tacto olfativo aparece una mujer. No son sus ojos sino su olor alucinante lo que embriaga al hombre como lo embriagan la forma y el olor de algunas flores, que son anticipo y recuerdo sostenido de la mujer encontrada, así el aroma del vino en la copa vacía. Uno se detiene, por ejemplo, ante las calas. Las calas tienen la forma y la piel suave y dura como las mujeres desnudas.

La poesía de G.C. está en el borde de lo que puede ser una epifanía o un desastre. No se abandona ni a la desesperación ni al entusiasmo, ni a las tinieblas ni a la luz. La poesía resiste frente al atropello y la desmesura del mundo. La forma de esa resistencia es el poema y lo que permite resistir es la única fuerza que puede enfrentarse con el mundo: el amor. G.C. podría escribir un homenaje al amor, o al menos así parece indicarlo el título del poema “El amor hace al mundo”, pero en ese momento se da cuenta de que podría cometer un error inadmisible, porque ya no se puede entonar el antiguo canto al amor. Un himno al amor sería una escapada fácil, por eso lo subtitula “una balada trucha”. Entonces, recuerda algunos amores. Una cantante de jazz. Una cabra de cerro para subir la montaña (una mujer es una montaña). Una argentina, que le dejó la lista más larga y se ocupaba de la música contemporánea. Una niña a la que le dijo: bebería el mezcal con tu saliva. Otra que amaba el sol piadoso, otra el cine de ciertos directores y otra que amaba al té rasposo como su voz. Después de todos esos vuelos el poeta, “albatros ahora pesado, piojoso y desnudo”, la misma ave derrotada de Coleridge y Baudelaire, sabe una cosa: el amor ensancha al mundo y, antes de que sea demasiado tarde, “el amor hace al mundo más estrecho”.

Imagen y Semejanza. ¿De qué? El poeta no hace al poema a imagen y semejanza suya, como tampoco Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza. Esa correspondencia está perdida y el poema, entonces, brota como una contradicción inevitable y necesaria, entre la destrucción y la construcción. En ese borde resiste:

“…Y en un territorio de sismos y fascismos
Reconstruir y parchar eternamente.”
“…O sea: en el espacio del poema
La casa se derrumba y luego
La lluvia termina lentamente
Con lo que quede de ella.”

Esta fractura de la poesía es la fractura de la vida humana frente a un mundo que promete y nos engaña. El hombre parece, así, semejante a un dios del cual quiere arrancar, pero tanto él como el dios tienen:

“…una mancha de humor vítreo en un ojo
y estrabismo de tanto mirar todo a la vez.”
“Un ojo lee prosa y el otro poesía”

Al borde del lirismo, comienza: “Yo quería escribir solo palabras bellas…” (¿el aire de Neruda?). En ese borde, G.C. no se engaña:

“la palabra esqueje por ejemplo,
un esqueje de ruda pequeño
que alegre lucha por convertirse
en un matorral tipo trinchera.”

La palabra que aparece es “esqueje”, que no tiene nada de triste, sino que nos introduce en otra especie vegetal, la ruda. Cuando la riega, ella suelta “su tenebrosa boira de defensa, su vapor erótico, su envolvente bendición”. Así se deshace el encanto.

Carrasco sabe que un poema se juega en su cierre, como clausura o interrupción. Ahí se corta el camino. ¿El poema, entonces, es un esfuerzo inútil? ¿Un sostenerse entre las piedras bajo las cuales corre el agua implacable? ¿Hay un respiro posible en este trekking? ¿Bajo qué condiciones?

En el poema “Lo que dijo el montañista”, Carrasco propone:

“Solo en el anonimato de las grandes catedrales
Llenas de oficinistas y secretarias
Moribundos suicidas y deudores
Se puede dar un respiro en este trekking
Y, claro, en las alturas.
Gloria a dios en las alturas.”

Coda:
G.C. arranca como Neruda y en plena aceleración pone marcha atrás y quiebra la caja de cambios. De eso se trata.

Imagen y Semejanza (Antología)
Germán Carrasco
Lumen, 2016, 283 páginas

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