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Opinión

7 de Junio de 2016

Las audaces Constituciones de la anarquía chilena

Chile tuvo tres Constituciones durante los años de la llamada Anarquía (1823-1830), período que los historiadores denominan hoy Organización de la República. La primera era tan puritana que vigilaba hasta la sumisión filial, la segunda dio a las regiones aún más poder del que reclaman por estos días y la tercera es probablemente la mejor escrita que hayamos tenido. Sepa de qué se trataba cada una y por qué ninguna logró sobrevivir a nuestra inocencia republicana.

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
Por
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LA CONSTITUCIÓN MORALISTA

Santiago, Congreso Constituyente, octubre de 1823. El jurista Juan Egaña lee el proyecto de una nueva Constitución Política que pretende organizar la República tras la caída de Bernardo O’Higgins. A medida que avanza en la lectura aumenta el estupor de los diputados. La Carta del doctor Egaña parece un reglamento escolar de buena conducta pública. Impacta, sobre todo, una frondosa legislación que bajo el título de “Moralidad Nacional” regula un código “que detalle los deberes del ciudadano en todas las épocas de su edad y en todos los estados de la vida social, formándoles hábitos, ejercicios, deberes, instrucciones públicas, ritualidades y placeres… ”. Esta institucionalidad, además de farragosa y complicada, instaura el soplonaje, la delación y la intriga política doméstica mediante la organización de un ejército de 20 mil inspectores, prefectos, regidores de educación y policía que informarán al Senado del comportamiento de los chilenos en cuanto a su celo en el trabajo, respeto a las leyes, heroísmo en combate, defensa de los oprimidos, prodigalidad, beneficencia y hasta sumisión filial. El argumento de Egaña para justificar esta especie de República Talibán es que los chilenos aún no poseen hábitos cívicos, tras siglos de monarquía española. En consecuencia, la Constitución los educará como ciudadanos virtuosos. Se trata de la Carta más ambiciosa en cuanto a depositar en un documento escrito la confianza de reformar a todo un pueblo. Es el delirio encarnado del tecnócrata ilustrado.

La promulgación de la llamada “Constitución Moralista” fue, en todo caso, la más entusiasta y festejada de las existentes a la fecha. El 29 de diciembre de 1823 se hace la lectura y juramento solemne de los diputados y del Director Supremo Ramón Freire. Apenas disipado el humo de las salvas de artillería que saludaron la ceremonia, Freire monta a caballo y marcha al sur para combatir a los montoneros realistas que asolaban la provincia de Concepción en la llamada “Guerra a Muerte”. En ausencia del mandatario, el doctor Egaña se lanza con un festejo de alto vuelo. Misa solemne en la catedral, tres noches de luminarias y la perpetración de una obra dramática de su cosecha titulada “La Constitución”. Y para dejar fijado el magno evento en la memoria colectiva, se acuñan monedas, se escriben memorias de las fiestas y se cambian los nombres a la Alameda por el de “Paseo de la Constitución” y de la calle Estado por “Constitución”; en la esquina de ambas arterias se proyecta levantar un arco triunfal de mármol, con la imagen de la Libertad sosteniendo la Carta que reglamentaba la moralidad nacional.

Afortunadamente, estos atentados urbanísticos no llegan a concretarse. En Concepción y Coquimbo la Constitución es recibida con desagrado. La orden de que sea jurada en los pueblos y que levanten monumentos no es obedecida. Freire vuelve a Santiago el 14 de junio y reasume el mando. Seis meses de vigencia de la Constitución Moralista han provocado un horroroso desorden administrativo. El articulado de la Carta es restrictivo, engorroso o francamente incomprensible. La ciudadanía acusa que es un atentado a las libertades públicas y el gobierno la considera inaplicable. Solo el doctor Egaña parece seguir creyendo en su obra.

LA CONSTITUCIÓN FEDERAL

Tras la liquidación de la Constitución Moralista se suceden los motines y las conspiraciones. Una vez más Freire abandona las intrigas políticas por la espada. En noviembre de 1825 se embarca en la expedición para liberar Chiloé de manos realistas. Regresa en marzo a Santiago cubierto de gloria y, aprovechando su prestigio, convoca a un nuevo Congreso para redactar otra Constitución. Esta corporación, elegida por voto popular y sin intervención del gobierno, se instala en Santiago el 4 de julio de 1826.

El nuevo Congreso es de ideas liberales. Su figura más prominente es José Miguel Infante, el paladín del federalismo en Chile. El ejemplo de los Estados Unidos será la guía de esta Constitución: autonomía para las provincias y progreso material. Así, el 11 de julio de 1826 el Congreso aprueba una ley que constituye a la República de Chile por el sistema federal. El país será dividido en 8 provincias autónomas con sus propias Constituciones regionales. Se crearán asambleas provinciales que elegirán a sus intendentes, gobernadores, alcaldes y curas párrocos, prescribiendo su duración en el cargo y su régimen interior.

Pero esta amplia autonomía despertará los celos de la patria chica. En la provincia de Colchagua, la ciudad de Talca no reconoce la supremacía de Curicó y crea una provincia propia. Quillota y Melipilla piden ser separadas de las provincias de Aconcagua y Santiago, respectivamente, para unirse a Valparaíso y formar una nueva provincia. Santiago, siempre oligárquico, se resiste a elegir un intendente por votación popular. La Serena lo mismo. Chillán no acepta que Concepción sea la capital provincial y pide su incorporación a la provincia del Maule. Y es en el Maule donde estalla la disputa más peligrosa y disparatada. Los poblados de Quirihue y San Carlos se alzan en rebelión ante Ninhue, cabeza de departamento, y las antipatías llegan al extremo de casi provocar una guerra civil.

En medio de estas reyertas se perpetra un motín militar. Freire vuelve a tomar la espada, lo sofoca, regresa a Santiago, da cuenta de su conducta y renuncia al poder. El Congreso, para retenerlo en el mando, lo elige formalmente como presidente de la República y a Francisco Antonio Pinto como su vicepresidente. Pero apenas este último llega a la capital, Freire renuncia sin apelación y el mando supremo queda en manos de Pinto. Será él quien liquide el régimen federal. En agosto de ese año deroga las facultades de las provincias para elegir intendentes, gobernadores y curas párrocos. Es el fin del federalismo chileno.

LA CONSTITUCIÓN LIBERAL

En enero de 1828, el vicepresidente Pinto llama a elecciones para un nuevo Congreso Constituyente. Todo de nuevo. En esta ocasión liberales y federales van unidos. Los conservadores, en franca minoría, se creen perdidos y trabajan poco por sus candidatos. La elección no trae sorpresas: triunfo rotundo para los liberales, que celebran por lo alto y se regodean provocando a los derrotados conservadores. Estos últimos, viendo que la vía institucional les cierra opciones políticas, ya coquetean con el golpe militar. Sin embargo, en las ciudades el liberalismo es mayoría, cuenta con jefes del ejército y con toda la juventud. En los campos encaran a los latifundistas y éstos, acostumbrados a mandar por generaciones de vasallaje campesino, no toleran estos cambios. Además, la llegada de “hombres nuevos” al poder, sin apellidos, fortuna ni antecedentes, los irrita sobremanera.

El vicepresidente Pinto encarga la redacción de un proyecto de Constitución a su amigo el literato español José Joaquín de Mora, recientemente llegado a Chile. Escritor, educador y consejero de gobierno, dejará una huella profunda en el país, solo equiparable a la de otro extranjero ilustre, Andrés Bello. Mora redacta el texto en unas cuantas semanas y lo presenta para su revisión por el Congreso.

La Constitución de 1828, conocida como “Constitución Liberal”, es una transacción entre el gobierno unitario y el federal bajo el amparo de las más amplias libertades públicas. Habrá un Presidente elegido por electores designados por votación popular. El mandatario nombrará a tres ministros y las resoluciones de gobierno deberán llevar las firmas de estas cuatro autoridades, las cuales –gran novedad para la regulación del poder– serán responsables de esos actos y podrán ser sometidos a juicio por ellos. Se mantendrán las asambleas provinciales, que además de organizar el régimen interno de las provincias elegirán a los senadores para el Parlamento, mientras los diputados serán elegidos por votación popular. El Congreso tendrá atribuciones para crear leyes, nombrar ministros de la Corte Suprema, altos mandos de las fuerzas armadas, empleos públicos y fijar el presupuesto nacional.

Esta Constitución es para muchos la más clara, concisa y bien escrita de nuestra historia republicana. Pero además de estas valiosas prendas, fijaba una convención para el año 1836 con el objeto de examinarla y efectuarle las reformas que se estimasen necesarias. Era una Constitución sin amarras ni enclaves. La labor política de Freire y Pinto, que ha permitido el libre juego de las tendencias políticas en medio de tantos obstáculos y peligros, ha sido exitosa.

Pero mientras se realiza la discusión de la Carta, estalla un levantamiento militar en San Fernando. El gobierno envía una fuerza militar desde Santiago para controlarlo y sorpresivamente es derrotada por los insurrectos, quienes penetran en la capital. El pueblo santiaguino, presa de la alarma y la indignación, sale a las calles a enfrentar a los sublevados. Estos, sin apoyo popular, son encarados por el vicepresidente Pinto y finalmente se rinden. Este motín, de oscuras motivaciones, es considerado un ensayo de golpe de Estado al estilo del “Tanquetazo” que precedió al golpe de septiembre de 1973.

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Ramón Freire

La jura de la Constitución Liberal se efectúa el 18 de septiembre de 1828. Los festejos, encabezados por Pinto, son similares a los realizados anteriormente, pero con una diferencia no menor. En esta ocasión no hay misas para solemnizarla. En Santiago se instala un altar de lo más irreligioso en medio de la Plaza de Armas donde se jura fidelidad a la nueva Carta. Al día siguiente es instalada en la Alameda y es jurada por el ejército y las milicias.

Pero con la Constitución ya aprobada ocurre un suceso de índole financiero y administrativo que tendrá profundas repercusiones. En diciembre de 1828 el Estado liquida el contrato con la Compañía Portales y Cea por el denominado “Estanco”. El acuerdo consistía en que, a cambio del monopolio en la comercialización del tabaco, licores, naipes y té, la compañía debería cancelar las cuotas de la deuda externa chilena. Pero la empresa fracasó. El contrabando le impidió asegurar las ganancias y no pudo cumplir sus compromisos, cayendo en la quiebra y el desprestigio público. Diego Portales, uno de los socios propietarios de la compañía, culpó al desorden gubernativo de este fracaso y decidió entrar en la arena política porque, en sus palabras, “si alguna vez tomé un palo para poner orden en este país, fue para que las putas y los huevones de Santiago me dejaran trabajar en paz”. En ese momento se formó el partido político denominado “Los Estanqueros”, constituyendo la vanguardia de la revolución conservadora.

En 1829 estallaría la guerra civil. El bando conservador estanquero se haría del poder por la fuerza, Ramón Freire sería enviado al exilio y la Constitución Liberal sería anulada. José Joaquín de Mora, alejado del gobierno y de las labores educativas, publicaría unos versos satíricos en contra del nuevo poder conservador titulado “El Uno y El Otro”. Ahí desenmascara a Diego Portales como el poder en las sombras del nuevo presidente conservador José Tomás Ovalle. En el poema, “El Uno” era Portales, hábil y flaco; “El Otro” era Ovalle, torpe y gorda marioneta del anterior: “El Uno subió al poder, con la intriga y la maldad, El Otro sin saber cómo, lo sentaron donde está”, y así seguía sin misericordia. Estos versos fueron muy festejados y recitados majaderamente por las calles de Santiago, significando una protesta festiva y popular en contra del nuevo orden conservador. Según Vicuña Mackenna, el obeso y enfermizo Ovalle habría sufrido tal mortificación por esta humillación pública, que le habría provocado un ataque al hígado que lo llevó a la muerte. Mora sería expulsado del país, pero antes había vengado por la letra la derrota liberal perpetrada por la espada.

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