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Cultura

8 de Junio de 2016

Columna de Benjamín Galemiri: Santiago, la capital del dolor o la escena del reconocimiento

Se nos están cayendo las máscaras, una por una. Y en lugar de volver al Paraíso, pagamos la condena por nuestras profecías autocumplidas. Así interpreta el dramaturgo Benjamín Galemiri el actual estado de cosas en la sociedad chilena, asediada por los escándalos políticos, y particularmente en Santiago, capital del dolor y del Ravotril, del encierro y del wi-fi.

Benjamín Galemiri
Benjamín Galemiri
Por

SANTIAGo

Estamos todos viviendo envueltos en una verdadera tragedia griega. Tenemos un coro maldito, que es la fascista soft televisión chilena –cruel, hija del estúpido Goebbels, que mantuvo a su país controlado por un cine malévolamente hipnótico– que vendría a ser una especie de “coro falso” y nos trata como niños de cinco años; y por otro lado las peripecias dramáticas o cinematográficas tipo Scorsese que han transformado a Santiago en la Capital del Dolor, hecho al que no podemos escapar porque lo que deseamos, como en una tragedia ática, es mitigar ese dolor.

El Ravotril 2 milígramos entra en escena, casi como un personaje que nos alivia el drama a la manera de un oasis durante una hora.

Luego entra en escena la política chilena. Otro Ravotril 2 milígramos. Y así como los políticos intentan escapar a “su dolor”, los ciudadanos también buscamos un constructo mitigador de alto octanaje. Algo que nos permita sublimar el impacto de la Escena del Reconocimiento, la caída de las máscaras, donde salen a relucir nuestras fechorías, nuestras condenas, nuestras profecías autocumplidas en las que estamos insertos como en una cárcel de alta seguridad chilena con jacuzzi y wi-fi. Los falsos profetas de ese encierro, nuestros políticos, intentan que no veamos lo que ellos tampoco quisieran ver, pero ya es tarde. En Edipo Rey, la gran tragedia de Sófocles, Edipo ante la evidencia de su crimen (haberse casado con su madre y haber matado a su padre) se saca los ojos para no ver su maldad, que le fue anticipada por el coro. Muy bello ejemplo dramático. ¿No sería bello que Novoa, Orpis, Dávalos, ME-O o Velasco se “sacaran los ojos”, metafóricamente hablando, para así pagar a fondo sus profecías autocumplidas? Porque sabiendo que lo que hacían era deleznable, lo hicieron. Y como dijo el pluscuamperfecto John Lennon a propósito del juicio por plagio contra Harrison por su muy bella canción “My Sweet Lord”, quizá Harrison pensó que sus fans o el Majarishi lo iban a absolver. No fue así. Tuvo que tolerar el juicio y pagar al grupo al que plagió “inconscientemente” la monumental canción. Por cierto, es mejor que exista “My Sweet Lord”, pieza musical que aquieta nuestros a veces abominables sentimientos y pesadas cargas emocionales. Y George no lo hacía por dinero, que como a todos los Beatles, le sobraba. En cambio a estos personajillos del mundo político o empresarial los une apenas la codicia. Son muy malos personajes de tragedia y comedia griegas, desdibujados, poco profundos, no alcanzan a tener la hiper-fuerza de un Edipo o de una Medea. Por eso todas las mañanas aparece alguno que antes se burlaba de sus pares, ahora confesando.

Ahora los políticos chilenos están enfrentados a su Escena del Reconocimiento, que es el momento en que el protagonista ya no puede escapar a su destino y un profundo escalofrío le recorre la espalda. Muy pronto viene la caída de máscaras: el protagonista o los coprotagonistas comienzan a botar sus máscaras una tras otra, en una especie de revuelta ideológica hasta llegar la máscara original a la que se refería el inmenso Orson Welles: “Todos nacemos con una máscara, lo importante es saber cuál es la original”.

Por supuesto que el lado sádico del chileno espera que a la Presidenta también se le caigan las máscaras. Pero ella, muy dignamente, permitió que se le cayeran, y contenían mucho dolor. Los insufribles miembros de la Alianza se obstinan en evitar que sea perdonada, pese a que ella perdonó a todos los que la han injuriado. Nuestra Michelle Bachelet sí que es un personaje de una inmensa tragedia chilena, pero con visos mundiales. Porque esta estrepitosa caída –o “chute”, como dicen los franceses– es el momento en que Dios en el Paraíso o Jardín del Edén le pregunta molesto a un desnudo Adán: “Adán, ¿por qué te tapas tus partes pudendas, si no sabes nada?”. Y entonces, con la pusilanimidad tan común al hombre chileno, él acusa inmediatamente a Eva: “Ella me hizo comer de la higuera (no fue una manzana, fue un higo, que es mucho más contundente como mito) mientras parloteaba con la serpiente”. Entonces Dios dice: “¡Ah! ¿O sea que ustedes quieren saber? Muy bien, los expulso del Paraíso, vivirán en el conocimiento, por lo tanto sus vidas estarán controladas por el libre albedrío, serán responsables de todo lo que hagan, y morirán”. Entonces, para mí, la lucha del ser humano es volver al Paraíso. Porque en el Paraíso no hay insoportable Fondart, ridículo Fondo Audiovisual, demodé Premio del Consejo del Libro, no hay deudas, solo Adán y Eva desnudos, plenos de ignorancia.

Volviendo a nuestra Presidenta, ahora la gente se está dando cuenta de que esta tragedia cómica ella no se la merecía. Sin embargó la vivió porque, aunque nunca cometió ni cometerá ilícito ninguno, le tocó lo que en el teatro y en el cine se llama el “final iluminante”, que es el momento en que todas las piezas desorganizadas se reorganizan y se comprende el relato: “Ah, de eso se trataba nuestra crisis chilena”. Esa especie de limpieza interna nos aleja de la apostasía (que es lo típico de los políticos) y nos acerca a nuestra esencia. Entonces ella es una excelente protagonista de esta obra de teatro llamada Chile, y demuestra que la contrición dramática libera de las culpas.

Sin embargo, como autor teatral no veo ningún elemento impactante para escribir una obra sobre esta crisis. Todo me parece tan obvio, tan poco elusivo. Pero algunos autores han corrido a levantar obras con este tema atravesado en su cerebro. El teatro no tiene esa misión de replicar la realidad. Lo que debemos hacer es colisionar nuestras obras con lo que está pasando y luego ingresar a los generosos intersticios dramáticos. Ahí tenemos a Shakespeare con su monumental “Hamlet”, que pareciera hablar de las disputas de poder intestinales del horroroso Chile. Pero en esas disputas está subsumida la pregunta de la condición humana, y es ahí que aparecen el odio, el falso amor, la madre, el padre, el monólogo de Hamlet donde está todo pero huele a mierda: “Algo huele mal en Chile”. Eso nos hace reflexionar más sobre la contingencia que enfrentarla directamente.

Recuerdo en uno de mis viajes a Londres, que ocurría un bombazo y al día siguiente salía una obra sobre ese tema de In Yer Face, movimiento teatral inglés en apariencia muy “radical” políticamente y muy expreso sexualmente. Hoy nadie se acuerda de esos autores. Un acontecimiento que es reemplazado por otro, casi como en una especie de torneo romano, no deja nada al interior del ser humano.

Esto es un gran problema político, no teatral, a menos que lo trates a lo Shakespeare, que frente a esos hechos respondía con poesía, o con amor.

Pensemos un poco en el premio Nobel de Literatura Samuel Beckett y su obra “Esperando a Godot” (que para muchos es a Cristo lo que esperan los dos vagabundos de la obra, cosa que nunca aclaró Beckett). Finalmente, Godot no llega. Al terminar la obra, Vladimir le dice a Estragón: “¿Vamos?”, a lo que Estragón responde: “Vamos”. La acotación final dice: “No se mueven”.

Eso es exactamente lo que sucede en Santiago la Ciudad del Dolor o la Escena del Reconocimiento. Al final del día, nadie se mueve. Posiblemente seguimos esperando a algún profeta que nos salvará, porque estamos condenados a ser libres.

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