Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

9 de Junio de 2016

Muhammad Alí en Tres Álamos

Creo poder interpretar lo que sentimos esa noche todos quienes pudimos presenciar el combate, gracias a las gestiones que hizo ante la Comandancia de Tres Álamos el Consejo de Ancianos, como lo llamábamos entre nosotros. Aunque fuera por breves instantes, logramos sobreponernos al entorno represivo que nos rodeaba y sentirnos parte de esa victoria, ya que Alí, dentro y fuera del ring, nos recordaba lo que podíamos alcanzar juntos, unido esto al importantísimo papel que jugó, junto a muchos y muchas, en la lucha por la igualdad de derechos.

Aníbal Sepúlveda Toro
Aníbal Sepúlveda Toro
Por

Muhammad-Alí-en-Zaire-antes-de-la-pelea-del-siglo
Cuando en las Olimpíadas de Roma 1960, Cassius Clay ganó la medalla de oro en la categoría semipesado, yo tenía cuatro años. Aparte del futbol y gracias a mi querido viejo, que me llevó a algunas veladas de los viernes en el Caupolicán, me empezó a gustar el box. En varias ocasiones me calcé los guantes que tenía un amigo y participé en peleas de barrio, con malos resultados para mí, los que no disminuyeron mi interés por este deporte.

Fue por esto que crecí –entre otras emociones y circunstancias de nuestra vida en los revueltos y creativos años 60 e inicios de los 70– conociendo y admirando las hazañas que Cassius Clay realizaba no sólo en el ring; también lograba otras mayores, al desafiar al sistema político y judicial de su país una vez que abrazó la fe musulmana y se rebautizó como Muhammad Alí (rechazando su anterior nombre por ser de esclavos), negándose a combatir en la Guerra de Vietnam y asumiendo un rol protagónico en la lucha por los derechos de los negros en Estados Unidos. Posteriormente me enteré que fue Malcolm X quien lo convenció de unirse a la nación del Islam. Luego de ver documentales y la película “El más grande”, protagonizada por el mismo Alí, pude ver cómo desde muy niño padeció el racismo en carne propia, y cómo el hecho de haber ganado una medalla de oro representando a su país no le sirvió de nada a la hora de querer entrar a un restaurant con su pareja –en la misma ciudad donde nació y creció– y ser rechazados “por ser negros”.

Recuerdo el entusiasmo que sentí cuando, tres años después de que le robaron el título de Campeón Mundial, tras haber sido apresado por su negativa a ser enlistado para Vietnam y luego de una larga lucha en los tribunales (que finalmente tuvieron que aceptar su objeción de conciencia por razones religiosas), se le permitió volver a boxear.

Empezaban las transmisiones vía satélite por la TV y pude ver algunas de sus nuevas peleas, hasta que le llegó el momento de volver a disputar el título mundial que ostentaba Joe Frazier. Lamenté esa, su primera derrota, como si el derrotado fuera yo, tal como hicieron millones en el mundo, porque para entonces Alí ya no representaba solamente al extraordinario boxeador, sino a toda una causa, que nos incluía. Cómo no recordar a los atletas negros de EE.UU. que en las Olimpiadas de México 1968 recibían sus medallas levantando el puño cerrado, mismo año en el que asesinaron a Martin Luther King y a Robert Kennedy mientras la represión en ese país se ensañaba con los movimientos sociales.

Pero el combate que más recuerdo es el que lo enfrentó a George Foreman en Kinsasa, Zaire, el 30 de octubre de 1974. Todo indicaba que Foreman ganaría por paliza y para muchos, la pregunta era cuántos rounds aguantaría Alí. En ese momento, entre los presos políticos que estábamos en el Pabellón Nº 2 del Campo de Prisioneros Tres Álamos, había sentimientos encontrados: aunque todos queríamos que ganara Alí, algunos eran pesimistas y otros, como yo, no perdíamos la fe en un milagro.

Al transcurrir los rounds nos fuimos preparando para lo peor, ya que Alí, en vez de bailotear como siempre lo hacía para evitar los golpes y cansar a su rival, optó por apoyarse en las cuerdas y aguantar o esquivar los demoledores mazazos de Foreman. Pero en realidad, la emoción del momento nos impedía advertir que con su táctica, nuestro boxeador buscaba cansar a Foreman, esperando el momento justo para derribarlo. Los rounds se sucedían y, para peor, Alí ya se notaba agotado.

Llegó así el octavo round y de pronto el estupor: tras una inesperada seguidilla de golpes –que celebrábamos como si los diéramos nosotros– Foreman cayó estrepitosamente. Al unísono nos levantamos de un salto, esperando a la vez que Foreman no lo pudiera hacer y gritándole al árbitro para que apurara el conteo de los 10 segundos fatales, que al cumplirse nos encontraron abrazados, aplaudiendo, mirando aún incrédulos la pantalla, y a otros aún sentados, reponiéndose de la emoción, aliviados y felices.

Creo poder interpretar lo que sentimos esa noche todos quienes pudimos presenciar el combate, gracias a las gestiones que hizo ante la Comandancia de Tres Álamos el Consejo de Ancianos, como lo llamábamos entre nosotros. Aunque fuera por breves instantes, logramos sobreponernos al entorno represivo que nos rodeaba y sentirnos parte de esa victoria, ya que Alí, dentro y fuera del ring, nos recordaba lo que podíamos alcanzar juntos, unido esto al importantísimo papel que jugó, junto a muchos y muchas, en la lucha por la igualdad de derechos.

Esa noche dormí mejor. Me sentí libre y con más ganas de seguir resistiendo la opresión, con una alegría y emoción insobornables. Vivimos allí también otros momentos parecidos, que constituían una inyección de ánimo para seguir fortaleciendo nuestra voluntad de lucha.

Con su vida, Alí demostró que el deporte y la política son compatibles: un deportista tiene el derecho de comprometerse a fondo con lo que ocurre en su país, aun cuando eso le signifique vivir la represión, como fue su caso, y más gravemente, el de Sergio Tormen, campeón chileno de ciclismo, militante del MIR y detenido desaparecido desde el 20 de julio de 1974.

Por todo lo que dio por los suyos y por todos, gracias Muhammad Alí y un fraternal Hasta Siempre.

Notas relacionadas