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Opinión

17 de Junio de 2016

Columna de Constanza Michelson: El asalto al Cristo. Al final, la vida sigue igual

Entre los ataques al Cristo institucional y las defensas del Cristo filosófico, yo sospecho que lo que se nos apareció fue el Cristo psicoanalítico. Siendo precisa, se nos repitió el problema del padre muerto en el inconsciente.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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Cuando algo despierta tantos análisis es porque ha conmovido un lugar incómodo. El Cristo roto en la última marcha estudiantil prendió el motor del análisis colectivo. Curioso, porque a simple vista se podría concluir rápidamente que fue una turba haciendo cosas de turba: sin inteligencia ni motricidad fina en la revuelta, la furia pierde la puntería y algún inocente paga el pato. Por lo demás el Cristo, lejos de ser un yeso –ese es el más torpe de los análisis que circularon, porque se desentiende de que la cultura está hecha de significados– es la imagen corporativa de una de las instituciones enemigas del progresismo; lógico es entonces su asalto.

Pero apareció una sensibilidad llamativa, en que aun los ateos saltaron a defender a Jesús bajo el argumento de la tolerancia a los credos ajenos; argumento que, en un mundo cada vez más intolerante, no termina de explicar tan generosa reacción. Entre los ataques al Cristo institucional y las defensas del Cristo filosófico, yo sospecho que lo que se nos apareció fue el Cristo psicoanalítico. Siendo precisa, se nos repitió el problema del padre muerto en el inconsciente.

Me explico.

¿Por qué obedecemos? Es una pregunta difícil, pues si bien nuestra tentación es culpar siempre a un opresor, el opresor funciona porque primero opera en nosotros un represor interno. Freud propuso ante este problema la hipótesis mítica de “Tótem y Tabú”: los primeros hombres se habrían organizado en una horda primordial en que un padre tiránico poseía el poder y a todas las mujeres; el odio que se genera en los hijos oprimidos, los lleva a rebelarse en una alianza fraterna que da muerte al padre. ¿Accedieron luego libremente a las mujeres? Pues no. Apareció la culpa –porque también amaban a su padre opresor– y el temor a que alguno de los hermanos tomara el trono tiránico. ¿Les suena conocido? De estos actos fallidos está lleno en las primaveras de la historia y en las biografías individuales.

Lo que los hermanos no calculaban era que el padre muerto tenía más fuerza que vivo. Como planteaba Nietzsche, después de muerto Buda viene una pelea aún más larga con la proyección de su sombra. La autoridad viva se puede derrocar, mientras el padre muerto se eleva al lugar del ideal y fundamenta el origen de la ley. Ese es el corazón de las religiones monoteístas. El asesinato primordial en que el profeta se transforma en ley simbólica, esa ley que se internaliza y opera como el propio represor. Así funcionamos durante siglos.

Cuando la turba destrozó el Cristo de la Alameda, quizás el nerviosismo de los no creyentes –que a estas alturas deben ser casi todos– tuvo que ver con la repetición del ritual parricida, pero que esta vez, lejos del modo sublimado de la conmemoración culposa que pone de vuelta al padre (simbólico) al centro, lo hizo desde la ilusión de la libertad basada en la anarquía. Y cuando se nos cae ese centro que por mucho tiempo tuvo el nombre del Padre, tambalea el pacto social, y eso por supuesto genera inquietud. ¿Cómo nos organizamos ahora, si no es a partir de la culpa y el respeto a la autoridad?

Las contraofensivas conservadoras proponen reinstaurar la autoridad a la fuerza, otros intentan poner a la ideología en ese lugar vacío, pero los tiempos no están para padres de ningún color. Mientras tanto, si hay algo que sabe funcionar de manera acéfala, es el neoliberalismo: opera sin padre, sin represión, sin más ley que empujarnos al goce. Triunfo absoluto sobre nuestra anarquía existencial, porque al goce sí que no nos resistimos. Como afirma Lacan, la izquierda es ingenua porque desconoce la fuerza del goce en la condición humana y choca incansablemente contra ella. Mientras la derecha es canalla porque usa al Padre –en quien, por supuesto, no cree– sólo para obligar a otros en función de su propio goce.

Con el Cristo roto o entero, sigue imperando la misma ley. Ley del goce administrada sólo por los que la reconocen como tal. Tenemos razones de sobra para estar nerviosos.

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