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Opinión

6 de Julio de 2016

Kathya Araujo, socióloga: “El miedo a los subordinados nos impide renunciar a ser autoritarios”

No es que a los chilenos nos parezca bien el autoritarismo: es que no sabemos ejercer la autoridad de otra manera. Y no es un problema de las élites: todos creemos más en el garrote cuando necesitamos que otro nos haga caso. Son algunas de las conclusiones a las que llegó la socióloga Kathya Araujo –peruana, radicada en Chile hace 20 años y hoy académica de la USACH– en su libro “El miedo a los subordinados” (LOM), luego de una investigación que incluyó un extenso trabajo de campo para entender qué está pasando con la autoridad no sólo en la política, sino en ámbitos cotidianos como la familia y el trabajo. Diagnostica que hemos llegado a un callejón sin salida: la desconfianza mutua nos enseñó a tratarnos de una forma que ya no aceptamos, pero sigue siendo la única que nos resulta.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
Por

Kathya-Araujo-foto-alejandro-olivares

La autoridad es un asunto difícil de reivindicar en ambientes progresistas, tiene muy mala prensa. Dices que eso ha generado un vacío intelectual en torno al tema.
–Sí. La autoridad es realmente un tema central, porque explica cómo conseguimos hacer cosas conjuntamente. En una sociedad, hasta las tareas más simples requieren que alguien influya sobre las conductas o el pensamiento de otros. Eso ocurre todo el tiempo: desde que te vas de picnic y alguien organiza, hasta gobernar un país. La autoridad está ahí. Pero no ha habido mucho trabajo sobre el tema porque,efectivamente, quedó asociado a posiciones más conservadoras. Y porque el pensamiento llamado progresista, sobre la emancipación, se dedicó más al problema del poder como forma de dominación, y se dejó de pensar en la autoridad como una herramienta necesaria en favor de las sociedades.

La autoridad quedó teñida de “dominación ilegítima”.
–Exactamente. Y era más ondero, y si se quiere más rentable, para la idea de que uno estaba trabajando por la emancipación, tratar temas más ligados al poder de esos dominadores.

Temas más Foucault.
–Claro. Foucault, Althusser, también Bourdieu, rozan el problema de la autoridad, pero muy tomados por la cuestión de la dominación. Y lo cierto es que las sociedades necesitan gestionar las jerarquías, resolverlas de alguna manera. La autoridad permite pensar en eso.

Algunos podrían ver la actual crisis de autoridad como un triunfo de la izquierda, porque ciertos principios de igualdad se han impuesto a las viejas jerarquías. Pero también podría ser un triunfo de la derecha si responde más bien a una cultura individualista. ¿Qué piensas tú?
–Que esas equivalencias son falsas. Porque a mayores ambiciones de igualitarismo, más complejo y más fino es el problema de cómo manejar las jerarquías. Por eso hay un error en el abandono de esta temática, y en poner a la autoridad como anti igualitarista. No existen sociedades sin jerarquías, es imposible. Hasta Rancière, a quien no podemos sospechar de autoritario, insiste en que ese igualitarismo al ras es un horror, porque implica el totalitarismo. Entonces, la tarea de una sociedad igualitaria es manejar las jerarquías según las relaciones democráticas o los conceptos de justicia que desea para a sí misma.

El problema es que en las democracias modernas, sobre todo últimamente, jerarquía parece sinónimo de oligarquía. Validar lo primero parece llevar fatalmente a lo segundo.
–Por lo mismo hay que enfrentar el tema, porque la jerarquía va a seguir existiendo. Si yo tengo un niño pequeño, no puedo dejar que se coma un pedazo de plástico, tengo que ejercer mi autoridad; no de cualquier manera, pero tengo que ejercerla. Entonces, limitar la autoridad a una dimensión política, a un corte del mundo donde sólo hay dominadores y dominados, es insostenible. Desde que existe la modernidad,todos ocupamos las jerarquías en algún momento. Yo puedo ser subordinada tuya en algún trabajo y tener subordinados en otro ámbito. Con “subordinados” me refiero a personas en cuyas conductas debo tener algún tipo de influencia. El guía de un grupo de alpinistas, por ejemplo.

Pero esa idea de las jerarquías flexibles se ha vuelto sospechosa, sobre todo al destaparse los contubernios entre política y empresariado. La sensación ambiente es que la modernización camufló lo que seguía siendo una dominación de clase muy compacta.
–Pero insisto en este punto, porque es muy importante: la vida social es mucho más que el dominio de lo político. Si no entendemos eso, el ejercicio de la autoridad, que en Chile es autoritario, termina siendo un problema de los poderosos, cuando en realidad nos atraviesa a todos. No estoy negando que un problema principal del país han sido sus relaciones sociales verticalistas, sostenidas además en la ficción de que tu derecho a estar en la cima era natural. Pero el autoritarismo tiene que ver cómo funcionamos todos.

Explicas que la tradición política latinoamericana creó una manera de ejercer la autoridad muy distinta a la de Europa o Norteamérica: en esos países opera por legitimidad, y acá sólo por eficiencia.
–Así es. Y cada solución produjo distintos problemas, no quiero decir que “ellos sí saben y nosotros no”. Pero en esos países, la autoridad está centrada en su legitimidad; es decir, que el que obedezca esté de acuerdo en obedecer. Entonces, ahí el trabajo principal ha sido pensar en cómo obtener la obediencia de un “otro consciente”. En nuestro caso, ya desde Portales y quizás más atrás, la importancia de que el otro consienta en obedecer, de que entienda lo que tú quieres hacer para que esté de acuerdo contigo, ha sido mínima. La pregunta era cómo conseguir que el otro obedezca, punto. Es lo que se ha llamado la “concepción residual del pueblo”, y que puedes reconocer incluso en los gobiernos de la Concertación, cuyos modelos de participación fueron un saludo a la bandera, con mucho cuidado de que la población no tuviera un rol protagónico. El problema es que, con ese modelo de la eficiencia y no de la legitimidad, yo nunca tengo tranquilidad. ¿Por qué? Porque no tengo ninguna garantía de la estabilidad de tu obediencia. Entonces nuestra relación es siempre tensa.

Soy como un tigre de circo: en cualquier momento despierta el salvaje.
–Exactamente. Y esa escena, ese miedo al subordinado, es lo que ha perpetuado el autoritarismo, porque hace que yo siempre tenga miedo. El que obedece tiene miedo a que lo castiguen, a que lo echen, y el que manda tiene miedo porque al no saber si tú me estás obedeciendo porque quieres, tampoco sé en qué momento te vas a robar la mercadería en venganza, o vas a hacer las cosas mucho más lento sólo por molestarme, o me vas a mentir y en vez de ir a estudiar con tu amigo te fuiste a la fiesta… Entonces, ¿cuál es mi única solución? La autoritaria. Y estamos en un callejón sin salida, porque hoy las personas piensan que el autoritarismo es muy negativo.

Eso te iba a preguntar. ¿Cómo conjugar las actuales demandas por un trato horizontal con ese miedo recíproco que lleva al autoritarismo?
–Sí, es un tema muy importante. Yo creo que, si hay un gran cambio en Chile, es la expectativa de ser tratado horizontalmente. Todas estas ofertas de igualdad que hicieron la Concertación, las demandas sociales, los organismos internacionales, crearon un gran discurso de igualdad en los últimos 25 o 30 años que ha calado muy hondo. Y las personas terminaron por traducir esa oferta al campo que les es más concreto: el de las interacciones cotidianas, cara a cara. Las desigualdades económicas son muy importantes, pero las del trato diario –y esto lo veo desde hace por lo menos 10 o 12 años que estoy haciendo estudios– son la verdadera brújula de las personas para orientarse en lo social, y la verdadera vara para medir la justicia de la sociedad para con ellas. Entonces, en ese plano, hoy las personas reclaman ser tratadas de manera igual, no ser abusadas, y además entienden que eso es un valor para la sociedad. La gran paradoja es que, cuando están en la posición de ejercer autoridad, saben que su única manera de hacerlo con eficiencia es siendo autoritarias.Entonces estamos sometidos a un conflicto constante: tenemos valores antiautoritarios y estamos hipersensibles a toda forma de abuso, pero el miedo a los subordinados nos impide renunciar a ser autoritarios.

¿Los valores antiautoritarios no sirven para superar el miedo al subordinado?
–Al contrario, lo aumentan, hoy es más fuerte que antes. Porque sabes que el otro espera ser tratado de otra manera, y que se sabe con derecho a exigirlo.

Ahora el tigre piensa, y además anda hipersensible.
–Piensa, demanda y es mucho más fuerte que antes. Yo creo que hablar de “empoderamiento político” es un error, porque no es que tú tengas mayores cuotas de poder entregadas por el sistema político, aunque algo de eso haya. Las personas se han empoderado sobre todo porque en estas décadas, con el nuevo modelo económico y societal, aprendieron algo crucial: que son capaces de gerenciar sus vidas sin necesidad de ser tutelados. Como el Estado te dijo “anda y enfréntate al mercado como puedas, ve cómo arreglas tu vida”, hubo un gran aprendizaje de los individuos. Así, todo este modelo tutelar de “yo sé lo que es bueno para ti” no funciona más. Es paradójico que sea un efecto del neoliberalismo, pero bueno… Será una cuota de esperanza que incluso este modelo, que hace muy difícil la vida, haya generado individuos mucho más conscientes de su capacidad de acción en el mundo, intolerantes a que les digan qué tienen que hacer sin considerar su opinión.

¿Crees que ese cambio cultural fue un efecto del modelo económico, más que de los discursos de igualdad que comentabas recién?
–No, creo que es una mezcla de las dos cosas. Es tan absurdo explicar todo el país por la igualdad y el empoderamiento como pensar que todo esto es pura individuación. Son las dos cosas, y por eso tenemos consecuencias tan paradójicas.

LA FAMILIA Y LA PEGA

¿Cómo se manifiesta, cuando nos toca ejercer autoridad, esta contradicción entre el rechazo al autoritarismo y la necesidad de ejercerlo? Tú lo estudiaste desde la familia y el trabajo.
–Sí. En la familia, para los padres, es muy dramático. Buena parte de los entrevistados y las entrevistadas estaban muy tocados por este discurso que imagina una relación con los hijos dialógica, democrática. Ese ideal entró muy fuerte en las familias. Pero les resulta muy difícil de implementar. Todos terminan diciendo que están agotados de tener que abrir ese diálogo.

¿Por qué?
–Porque no funciona. Así de simple: no funciona. Conversan con los hijos y después los hijos hacen lo que quieren. Para los sectores populares es mucho más grave, porque la desobediencia es la calle y la calle es la droga y la delincuencia. Yo trabajé con una técnica que se llama “conversación/dramatización”, donde hombres adultos tenían que actuar, a partir de sus propias experiencias, una escena en la que se ejercía la autoridad, uno en el rol de padre y los otros de niños. Entonces el padre entra y dice: “Niños, yo creo que ya deben irse a la cama, porque es tarde y tienen que descansar”. Y el niño dice “ay, no, yo estoy contento acá”. “No, pero ya es hora de descansar”. Y el niño empezaba a pedir cosas a cambio, y cada vez más cosas a medida que el padre iba cediendo; la escena se volvía una burla, un ideal de diálogo convertido en un chantaje. En cambio, si escenificaban la fórmula autoritaria –“¡te paras y te vas, mierda, se acabó!”–imponían la autoridad mucho más fácil.

Y eso también aparece en el trabajo.
–Y es muy interesante, porque a diferencia de los padres, los empleadores han ganado muchas armas para manejar la situación a su favor. Pero cuando hago la investigación, todos los empleadores y los mandos medios tienen un terror espantoso a que te van a dejar en evidencia que no tienes autoridad. Los peores son los mandos medios, porque el de arriba les pide que produzcan un montón, pero el de abajo, si no lo manejas bien, te lo va a impedir. Y los discursos del management –las buenas relaciones, la cooperación, la creatividad– tampoco funcionan, muy pocas empresas los ejecutan realmente. Siempre aparece el fantasma de que el otro se va a burlar de ti, o te va a pelar a la hora de almuerzo… el miedo a los subordinados. No eres autoritario porque seas malo, es porque estás convencido de que si no lo eres, el otro va a aprovecharse. ¿Y ese miedo es pura fantasía del que ejerce la autoridad? No pues, porque efectivamente quien está del otro lado, que tiene una experiencia histórica de ser abusado, ninguneado, responde a su manera. Los entrevistados nunca son los malos, pero sí te dicen que todos los otros, cuando están en el lugar del subordinado, responden… Por eso el problema de la autoridad es de todos. ¡Y es central! Si tú quieres que un país crezca más, con procesos innovadores, olvídate: la innovación implica darle un rol protagónico al otro, para que cree, para que avance. Todos los proyectos de productividad chocan con esta escena que nos tiene tomados.

En la familia, el afecto del hijo también se convierte en una fuente de miedo al subordinado.
–Sí, ha aparecido un temor a la pérdida del amor de los hijos. Sobre todo con la crisis que hay de la pareja. El hijo se convirtió en la fuente más importante de satisfacciones afectivas y emocionales, y hasta de placer. Y eso genera un problema enorme para la autoridad, porque tú no puedes ejercerla con miedo a perder el amor del otro. “Ay, si le digo que no sale a la fiesta no me va a querer más, y mañana no me habla”. Y los hijos, obviamente, se dan cuenta del poder que tienen. Los estudios sobre niñez muestran que una de las cosas más importantes que están pasando con los niños es que tienen una imagen de la fragilidad de los padres, y actitudes de adultos respecto a sus padres porque los ven frágiles. Por eso llega el Día del Padre y muchos de los comerciales son niños que les dicen a sus padres qué es lo que tienen que hacer, o “qué tonto es mi papá que le pasa esto”. A esa fragilidad súmale la extensión de las jornadas laborales. El ejercicio de la autoridad sin presencia es muy complicado.

En el trabajo, al revés, la lógica de la presencia sigue exagerada: que el subordinado “esté ahí”.
–Es ridículo, pero eso sigue funcionando: tienes que ver al otro. Y no por esa idea positiva de la co-presencia, sino porque la suposición de entrada es que si no te ven, “este me debe estar sacando la vuelta”. Es una queja frecuente en mis entrevistas: podrías haberte ido a las 5 pero tienes que quedarte hasta las 7 jugando solitario.

CORRER EL RIESGO

Como los jóvenes no reconocen autoridad, se culpa a la educación –del hogar y la escuela– de una mala formación cívica. Pero poco podrían hacer los padres o profesores si sus hijos y alumnos tampoco les reconocen autoridad para educar.
–Pero ahí hay que tener cuidado, porque eso no quiere decir que la autoridad se haya perdido. Lo que entró en crisis es su ejercicio autoritario. No es que los estudiantes no quieran autoridad. Un estudiante mío investigó, en escuelas vulnerables, la violencia contra la propia escuela, que realmente hay mucha. Pero él no fue a mirar “ah, sí, hay crisis de autoridad”, sino a mirar cuáles son los profesores que sí consiguen ejercerla, cómo lo consiguen. Yo creo que esa es la pregunta. La gente está muy dispuesta a tener figuras de autoridad como referentes, que son probablemente líderes e instituciones más alternativos. Pero las fórmulas autoritarias llegaron a su tope, y al mismo tiempo no las podemos abandonar. Es un drama.

Dices que la salida no pasa por recuperar la legitimidad política e institucional. ¿Por qué no?
–Porque creo que el problema de la política no es distinto al de la sociedad: cómo transformar las formas de ejercer la autoridad, más allá de las normativas. Si tu pareja te dice “tú nunca me escuchas”, tú puedes definir que la vas a escuchar los viernes de 7 a 8, pero te va a servir de poco. La interacción entre personas pasa por convencimientos internos. Entonces lo que se requiere es una conversación, abrir el tema para hacernos cargo de cómo todos estamos involucrados en la reproducción de esta escena que no nos lleva a ningún lugar. Y eso no es hablar de fórmulas institucionales…

Sino de cómo es el trato.
–Claro, las maneras en que efectivamente abordas a los ciudadanos. El debate sobre la Constitución mostró un temor enorme a la posibilidad de abrir espacios. Se hicieron estos encuentros, importantes porque abren espacios de conversación, pero quedó en evidencia cómo toda la clase política hace imposible la apertura de un espacio mayor, y sostenido en el tiempo.

Ya estos encuentros provocaron unas inseguridades tremendas por lo que fuera a decir la gente sobre la Constitución, “van a pedir quizás qué cosas”. Ahí está el miedo al subordinado, ¿no?
–Totalmente. Y esa idea de que en realidad no tiene nada que decir, de que “yo soy el Estado y yo voy a cuidar que todo funcione”. Ese modelo ya es insostenible. La derecha no puede seguir teniendo miedo cada vez que se menciona la idea de participación, tampoco la Nueva Mayoría.

Por otra parte, se critica mucho a los partidos porque tienen miedo de abrirse, pero gana DJ Méndez en Valparaíso y ahora les dicen “oye, ustedes tienen que imponer seriedad, están farandulizando la política”.
–Sí, bueno, pero la libertad siempre implica riesgos, y hay riesgos que hay que correr. Lo cual tampoco se contrapone con la responsabilidad de los partidos de ver quién es su candidato.

O quizás se contrapone. Lo está sufriendo el Partido Republicano por dejar que la gente decida si quiere o no a Trump.
–Bueno, pero es así. Porque la otra opción, ¿cuál es?

Las cuatro paredes.
–Claro, y ni siquiera es una mala opción, sino que ya es imposible, porque el mundo cambió. Cambiaron las tecnologías, pero también las personas, que están mucho más seguras de sí mismas, y entraron otros valores sobre lo que debe ser una sociedad. Yo encuentro que es positivo. Y bueno, si es DJ Méndez, es DJ Méndez.

No queda otra que arriesgarse.
–Es que la única posibilidad de que el mundo vuelva a las cuatro paredes es que llegue un régimen totalitario como el que nunca vimos en la historia… Prefiero ver la farandulización de la política. Y en cinco años aprenderemos que es un error y haremos otra cosa. Hay que tener confianza en que la reflexividad no es un bien de las élites, es un bien común. Si tú vas aumentando la educación, como ha ocurrido en las últimas décadas, estás apostando por un aumento de reflexividad. Y si creas reflexividad sin libertad, estás creando una bomba de tiempo.

Pero países que apostaron hace mucho por la educación y la democracia, no parecen mejor blindados para evitar un Trump o un Brexit.
–Sí, pero en esos fenómenos hay más que un factor de error. También son un factor las consecuencias del neoliberalismo en las últimas décadas. Yo tengo sentimientos encontrados. Encuentro que Trump es terrible, pero veo que detrás hay una reacción al neoliberalismo y fuerzas que uno tendría que poder canalizar de otra manera, en vez de decir “mira, esta gente ignorante, prejuiciosa, cero reflexiva”.

¿Crees que la izquierda se desconectó de ese mundo, más interesada en su credo que en sus fieles?
–Es difícil saber quién es la izquierda, pero sí creo que los partidos que han sido gobierno se creyeron demasiado ciertas ofertas del modelo y miraron poco a lo que estaba pasando en la sociedad. Y creo que tampoco las posiciones más radicales miran lo que está pasando, porque el país no es de radicalismos, realmente no está en su espíritu. Creo que este es un país que puede amar las utopías, pero no el radicalismo. Y por otro lado, la vida ordinaria de las personas es lo que es. Yo tengo muchos años haciendo trabajo empírico con sectores populares y medios/altos, tengo cierto contacto largo con eso, y veo que hay un sentimiento muy nítido de que se ganaron muchas cosas, aunque se hayan perdido otras. Y hasta que no reconozcamos realmente lo que se ganó y lo que se perdió, no vamos a poder conectarnos. Eso creo.

La manera en que se manifestaron los estudiantes, con el Cristo roto o en el INBA, creó una sensación de “estos jóvenes no creen en nada”. ¿Qué lectura le das a esos hechos?
–Creo que hay mucha rabia. Son grupos, no puedes juzgar a la juventud por ellos, pero sí puedes tomar desde ahí que hay una cosa de rabia, que ni siquiera es malestar. “Malestar” decía el PNUD el año 98 y creo que fue un diagnóstico temprano acertado, pero han pasado 18 años y ya hay una verdadera rabia confrontativa, no sólo en los jóvenes. Ahora estoy haciendo una investigación sobre la calle, y lo más importante, por lejos, es que la gente cree que en los espacios de encuentro con los otros necesariamente va a haber roces, porque ni tú ni yo podemos manejar esta irritación que traemos de otros lados. Es una irritación que trasciende el problema de la autoridad, tiene que ver con promesas incumplidas, expectativas que crean frustraciones. Las personas han ganado cosas, pero el costo es muy alto. Hay mucha rabia, mucha rabia… Antes, en las entrevistas, la gente no me hablaba con tanto garabato como ahora. Es increíble cómo pueden tener fórmulas muy cálidas, muy bonitas para hablar de sus vidas personales, familiares, de sus sueños, etc. Pero llegas al tema de la sociedad y es un garabato tras otro. “Esto es una mierda, porque estos son unos conchesumadres, hay puros ladrones…”. Eso no es malestar, es rabia.

Cuando hablas de abrir una discusión para salir del miedo autoritario, uno supone que eso no puede venir de abajo, que los subordinados vayan a decir “oiga, jefe, conversemos”. Aunque sea un problema de todos, depende de los de arriba intentar ese cambio.
–Sí, tiene que haber una conversación como sociedad, pero es obvio que sin los empleadores y las élites políticas es imposible. Ahora, ¿cómo se produce la confianza para esa escena mutua? Yo en realidad no tengo idea, pero la conversación tiene que empezar, porque nadie está sabiendo cómo se ejerce la autoridad y esto, insisto, no se resuelve institucionalmente. Hay que empezar a hablarlo para que se asuma primero como problema, y luego como autorreflexión –de las élites, de los empresarios, de las personas comunes– sobre qué está en juego cuando tu primera actitud es tratar al otro autoritariamente.

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