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Opinión

8 de Julio de 2016

Un absurdo tour por los cerros de Viña

Nietzsche decía que la gente prefiere creer en la nada a no creer. En Chile, cierta gente “quiere creer”. Si alguien dice que el otro es un pedófilo, un maltratador o un acosador, quieren creerlo de inmediato. Son expertos en las funas y en los escupitajos en las redes sociales. Les encanta el énfasis facial. Los discursos repetidos. Las pullas altisonantes. En fin, los deseos plebeyos de convertirse en justicieros o en acusadores. Son maleteros por esencia. Cazadores de brujas. Castigadores que se han sentido castigados desde la niñez.

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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Existe una película titulada Nightcrawler (2014) en la que Jake Gyllenhaal interpreta a un insensible y obsesivo cazanoticias. Se trata de un verdadero pillo, un ladronzuelo de cuarta que se redime buscando –especialmente de madrugada– sucesos noticiosos escabrosos, al límite de lo soportable. Asesinatos, accidentes y suicidios desfilan por su implacable medio de reproducción voyerista. Obviamente su redención no tiene nada de religiosa: no tiene que ver con el sentido de culpa. Tiene que ver con un asunto pecuniario. Su infecto producto lo vende al mejor postor, al mercado de las comunicaciones.

Todo esto a propósito de algo que me ocurrió el antepasado viernes en Viña del Mar. Luego de una conferencia en una universidad de la región, fui invitado, junto a mi pareja, a un evento en el casino de la ciudad jardín. Mi lujoso hotel se encontraba a dos cuadras del lugar. En el evento había desde espumosos vinos blancos, entremeses, hasta un nutrido surtido de vodkas. Como se acostumbra en estos casos, la concurrencia tuvo que ser despejada del lugar a regañadientes.

Con mi pareja decidimos caminar hasta el hotel. En el trayecto se acercaron unos punkitos revoltosos, todos arriba de la pelota. Tenían la cara contrahecha y escupían garabatos coprolálicos en dirección nuestra. Naturalmente, mi pareja y yo apuramos el paso. En la siguiente esquina ella se torció un pie, cayendo de bruces al suelo. Lo más refrescante fue que los punkitos revoltosos desaparecieron. Traté de levantarla, pero ella se retorcía y gritaba de dolor. A una cuadra de distancia nos observaba un jovenzuelo, recién salido de la adolescencia. El púber andaba con una cámara de celular prendida. Atraído por los quejidos de mi acompañante, el susodicho nonato comenzó a gritarme cosas como estas: “¡Te vi, la golpeaste, eres un maltratador! ¡Voy a llamar a los pacos!”.

Nietzsche decía que la gente prefiere creer en la nada a no creer. En Chile, cierta gente “quiere creer”. Si alguien dice que el otro es un pedófilo, un maltratador o un acosador, quieren creerlo de inmediato. Son expertos en las funas y en los escupitajos en las redes sociales. Les encanta el énfasis facial. Los discursos repetidos. Las pullas altisonantes. En fin, los deseos plebeyos de convertirse en justicieros o en acusadores. Son maleteros por esencia. Cazadores de brujas. Castigadores que se han sentido castigados desde la niñez.

El asunto es que el nonato justiciero hizo efectiva su denuncia a Carabineros. De nada sirvió que mi novia, desde el suelo, intentara explicarle que ella se había caído, que yo no era un desalmado agresor de mujeres. Lejos de amansar a la sensible fiera, esto consiguió enardecerla aún más: “¡Cobarde, no te atreves a enfrentarlo! ¡Eres una estúpida!”, la reprendió, sin dejar de grabarnos con su teléfono inteligente ni de amenazarme con subir el video a las redes cuando yo, apretando los puños para contener mis propias ansias de justicia, me atrevía a responder sus agravios. Los representantes del orden –dos carabineros y una carabinera de entre 25 a 30 años– me hicieron subir al sector trasero de su patrulla nocturna para ir a constatar lesiones al Instituto Médico Legal. En el tour mi pareja les pedía que la ubicaran en el asiento trasero junto a mí. Unas treinta cuadras después, en el Instituto Médico Legal, entra una médico y al observar el estado de mi acompañante, supuestamente maltratada, se devuelve con el rostro defraudado ante tamaña pérdida de tiempo. No lo podía creer. Mi pareja no se despegó de mí en medio de un mar de lágrimas. ¿Cómo? ¡Pero si había una denuncia de agresión!

Pero la historia no termina ahí. Los representantes del orden público nos invitaron gentilmente a terminar la fiesta en la comisaría. Fueron veinte cuadras de un placentero viaje. Decidieron justificar el lapsus acusándonos de estar ebrios en la vía pública; nos cursaron una multa. Lo más gratificante es que nos fueron a dejar a nuestro excelente hotel, a dos cuadras del casino, con vista al mar.

La mayoría de los ciudadanos se queja de la escasa dotación de fuerza pública ante la creciente ola delictual en el país. Si de pasear a los borrachos que se encuentran en las inmediaciones de la playa se tratase, habría que repletar miles de cucas los días viernes y sábados por la noche. Pero hay más cazanoticias que representantes de la fuerza pública. Los soplones se incrementan en la medida que crecen los medios visuales de control. Los soplones y los pacos se juntan. Ambos se parecen en lo siguiente: son jóvenes y más dispuestos a creer en la nada que a no creer.

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