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Opinión

22 de Julio de 2016

Crónicas del New Age chileno: Lola Hoffmann, terapeuta planetaria

En 1983, Lola Hoffmann encabezó el primer intento de organización política del campo New Age chileno: la Iniciativa Planetaria para el Mundo que Elegimos. Avecindada en Chile desde 1937, se había vuelto el nodo central de esa red de terapias y reflexiones que en los años 60 comenzó a penetrar la sociedad chilena y que en los 80 encontraría –aquí y en el mundo– su definitivo apogeo. La historia que la llevó hasta ahí, sin embargo, partió en un lugar insospechado, la fisiología, y como es habitual en estos casos, tuvo que ver con una crisis personal de la que saldría completamente transformada.

Matías Wolff
Matías Wolff
Por

lolahoffmann
La joven fisióloga lituana Helena Jacoby había llegado a Santiago a fines de la década del 30 siguiendo a Franz Hoffmann, futuro creador del Instituto de Fisiología de la Universidad de Chile, de quien se había enamorado en Alemania mientras comenzaba una ascendente carrera en la Facultad de Medicina de Friburgo. En esa ciudad, Lola, como la conocerían sus amigos, había vivido una importante expansión intelectual y espiritual, pero tras la irrupción del nazismo en 1933 todo cambió vertiginosamente, más aún para quienes compartían su origen judío. La propuesta de Hoffmann de seguirlo al fin del mundo para continuar con su formación como científica significaba la esperanza de un mejor futuro.

En Chile las cosas partieron bien para los recién casados. Se instalaron en una bella casa de Providencia y Lola –como cuenta su nieta y biógrafa Leonora Calderón– comenzó a frecuentar el mundo intelectual y artístico de la capital, mientras trabajaba en el Instituto bajo las órdenes de su marido. Al poco andar, sin embargo, un malestar empezó a gestarse en su interior. Luego del nacimiento de sus dos hijos, Lola vio que su vida en Chile se topaba con las típicas limitaciones de una sociedad conservadora y tradicional y fue hundiéndose paulatinamente en una severa depresión. La crisis creció, se extendió a la pareja y a comienzos de los 50 ya se ha vuelto urgente. Franz idea entonces una salida: un viaje a Europa, adonde no habían regresado desde su partida, en 1937.

La transformación que Lola experimentó en ese viaje sería definitiva. Esperando en Buenos Aires por el barco que los llevaría a Italia, Lola encuentra en una librería el pequeño libro de una terapeuta de origen suizo, Yolanda Jacoby, sobre la obra de Carl Jung. Se trata de una doble coincidencia: no sólo comparte el apellido de la autora, sino que le recuerda la misteriosa conferencia de un joven Jung a la que había asistido sin entender gran cosa en los años 20. La atenta lectura del libro, durante el largo periplo por el Atlántico, la sume en un extraño y ansioso sentimiento de felicidad. Decide entonces visitar a Jacoby para someterse a un análisis de sueños. Al salir de su consulta ya está decidida.

De regreso en Chile, abandona la fisiología y, a pesar de sus 40 y tantos años, decide iniciar una formación en psiquiatría con un fuerte componente humanista, muy escéptico del psicoanálisis. En el plano personal establece un acuerdo con Franz: no se separarían por el bien de sus hijos pequeños, pero cada uno comenzará a hacer su vida –sexual incluso– por separado. Entregada a ese proceso de individuación, como lo llamara su maestro Jung, Lola se vuelca al estudio de los sueños y de los orígenes del patriarcado en medio de una sociedad que acelera sus procesos de cambio. El Golpe la encuentra en ese proceso y, merced a sus innovaciones terapéuticas, su casa en Pedro de Valdivia Norte se convierte en un refugio para decenas de hombres y mujeres dañados por la violencia y el fin de las utopías, por las crisis de pareja y por las convulsiones de la identidad femenina y masculina que se viven en medio del autoritarismo. Sus terapias y reflexiones, en ese contexto de privatización y ocultamiento obligado, se vuelven cada vez más influyentes en un segmento de profesionales santiaguinos. Su mirada holística sobre los problemas de la humanidad no tarda así en vincularse con otras luchas, con otras fórmulas de acción, a medio camino entre el desarrollo personal privatizado y la transformación social prohibida.

“Uno mientras está vivo tiene que estar buscando, encontrando”, les decía a sus pacientes; los conminaba a adentrarse en la exploración de su mundo interior, a abrazar sin miedo aquello que no correspondía con sus roles tradicionales, a no dejarse limitar por una sociedad conservadora y autoritaria. Como gran parte de los maestros espirituales de la época, los empujaba a dejar atrás el ego que habían construido y a entenderse como parte de algo mucho mayor, más integral y universal, que los atravesaba a todos y los unía a una causa común. Y esa causa encontró su referente en la amenaza ecológica.

Es así que le llega a sus manos la invitación para hacerse parte de una acción cuyo nombre ilustra de forma casi canónica los horizontes de la Nueva Era: la Iniciativa Planetaria para el Mundo que Elegimos. El proyecto, convocado en 1981 por un grupo de funcionarios de Naciones Unidas, pretendía reunir a una serie de personalidades del mundo espiritual y político con un objetivo tan concreto como complicado: concientizar a la humanidad de los riesgos del conflicto nuclear y de la debacle ambiental en ciernes, e impulsar la paz como una forma de vida. Al encuentro llegan delegaciones de todo el mundo, entre ellas la de Chile, representada por un par de jóvenes vinculados a Lola desde los años 70. Entre el 17 y el 21 de junio de 1983 se dan cita en Toronto, Canadá, para el primer Congreso, y al volver deciden inaugurar el capítulo chileno convocando a un encuentro en julio del 83 mediante un inserto en la revista Pluma y Pincel: “La Secretaría Coordinadora Local de la ‘INICIATIVA PLANETARIA PARA EL MUNDO QUE ELEGIMOS’ recibe con mucho agrado su decisión de participar con ella en la búsqueda de un mundo mejor”. Sería una de las primeras manifestaciones del ecologismo en Chile.

Una Lola Hoffmann ya casi octogenaria se transforma en la cara visible de la acción, que junta a grandes figuras de la escena alternativa chilena en el local de los Talleres de Investigación en Desarrollo Humano, del psiquiatra Luis Weinstein. Ahí se lleva a cabo una reflexión inédita sobre la crisis del modo de vida occidental, y lo que hasta entonces había sido una cuestión de desarrollo individual, toma por primera vez un cariz de movimiento. Entre los diagnósticos sobre la “megacrisis” de Gastón Soublette o las oportunidades de la organización en red visualizadas por Francisco Varela, Lola, con su acento alemán, reta a sus discípulos y los interpela: “es necesario actuar, es necesaria acción”. Impulsa la idea –resistida por la misma ciencia tradicional en que se había formado– del número crítico: si alcanzamos un cierto número de personas dispuestas al cambio de conciencia, el nuevo paradigma será inevitable:

“¡Quiero tener fe y la tengo! La mejor noticia que se puede dar sobre el estado actual de la gran crisis del mundo, es que ya se ha producido la ‘cifra crítica’ de la conciencia masiva de la humanidad. Vale decir, la porción de seres humanos, cuya cantidad, respecto del todo, es suficientemente grande y concentrada como para desencadenar la toma de conciencia de la gran masa de la población mundial, fenómeno que se observa día a día.”

El futuro terminaría por desmentir la inminencia de ese cambio y las demandas ecologistas tardarían aún varios años en masificarse. Como sea, esa particular síntesis entre humanismo, terapia y ecología operada por Hoffmann marcó la existencia del campo New Age en Chile y terminó por consagrarla, pocos años antes de su muerte, como su figura más prominente.

*Antropólogo.

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