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Opinión

24 de Julio de 2016

Columna de Benjamín Galemiri: Revolución y terror en París

Ya ha comenzado la función y una espectacular mujer entra a escena. ¡Es ella, Constance Faradhi! Nadie me había advertido de eso. Me hablaban de otra gran actriz, Marisa Hands, para ese rol. Y sin embargo Constance está actuando como una reina, con ese susurro sexy de la actriz francesa. Ella es Constance Revolutionary, esta protomujer, neo-moderna, hiper-sexual, Diosa de las Diosas, malvada y a veces tierna, que viene a decirnos a los anarquistas de salón que serán las mujeres las que harán la revolución en el mundo y Constance será la líder.

Benjamín Galemiri
Benjamín Galemiri
Por

Revolución-y-terror
Fue en uno de mis viajes a Francia, invitado por un prestigioso teatro parisino al estreno de mi última obra. Después de un cómico vuelo de 14 horas non-stop, medio borracho y apestado de ravotriles, aterrizo en el fastuoso aeropuerto Charles de Gaulle y compruebo que se ha cumplido una de mis condiciones sine qua non para viajar: que me estén esperando –ojalá una bella chica– con un cartelito que diga “Monsieur Galemiri”. En efecto, una linda parisina (no más de 25 años) me conduce dulcemente al lujoso taxi que me llevará a mi hotel cinco estrellas. En el camino coqueteamos de lo lindo. Intercambiamos teléfonos, le extiendo una invitación a comer que subsume un impulso muy erótico y naturalmente un ticket para mi estreno, al que espero vaya solita la muy belle.

Al llegar al hotel en el impactante barrio de l´Odeon soy atendido mejor que Bono de U2. “Monsieur Galemiri, voici votre carte”, me dice el administrador. Tomo el ascensor junto al portamaletas que, como buen parisino, sin importar su clase social está enteradísimo de quién soy, y me hace preguntas sobre la obra. De manera educada pero ligera le cuento un poco la trama erótica que parece excitarle bastante. Estos diálogos, a los que estoy acostumbrado, me sirven para poner a prueba la eficacia de mi propuesta dramatúrgica en París. Al entrar a la habitación, en orden de importancia compruebo que es una cama doble king size, que el televisor tiene cable y, con mi celular IPhone 6s, que hay WiFi. Echo una mirada al lujoso baño, le doy una contundente propina al portamaletas y él se retira obsecuente no sin antes decirme “Bonne premiere” (muy francés, “Buen estreno”). Me queda claro que debo invitarlo.

Luego, en una escena patética, salgo a la calle vestido de negro, con mi sombrero Borsalino, la revista Les Inrockuptibles en mi bolso negro y me creo un auténtico parisino. Por las calles hablo mucho con la gente porque me pierdo, y hago resonar mi francés aprendido en la colérica Alianza Francesa. En París se me acaba la angustia. Soy un niño. No hay terremotos. Luego de recorrer completamente la calle más hermosa del mundo, Champs-Élysées, voy directo al antro del consumo cultural: la edénica FNAC. Como en París se me acaba la culpa, compro y compro películas, libros, artículos electrónicos. La propia cajera mulata me pone en mi lugar: “¿Está seguro de que puede pagar todo esto?”. Siempre he buscado que las mujeres me digan la verdad y me pongan en mi lugar. No es que me guste, es algo incontrolable y que debe venir del autoritarismo de mi padre. “Comience a sacar mercadería y deje lo indispensable”. No sé qué dejar, todo me sirve, todo lo quiero. Casi en llantos termino dejando la mitad de esa mercadería preciosa. Los clientes que estaban en la fila, en lugar de alegar como sería en Chile, se reían compasivamente. No dejaba de darme vergüenza mi semipobre pequeño-burguesía, pero la verdad es que esa linda mulata me hizo un gran favor.

Estoy tomando un café en el desvergonzadamente bello café Georges V y suena mi celular. Es mi agente que me avisa que mi obra “Constance Revolutionary” se estrena en una hora más. Tomo el primer taxi y le pido que corra lo que más pueda al Théâtre de la Colline. Mi celular no deja de sonar, todos desesperados porque no he llegado. Me nombran a actores, directores, programadores de primera línea que ya han llegado y quieren saludarme. La obra es una violenta y tragicómica mirada a las relaciones entre hombres y mujeres, mezclada con el terrorismo y la guerra.
Al llegar al teatro, tengo un “coup de foudre” (un golpe al corazón) porque entre la multitud alcanzo a distinguir a Constance Faradhi (así la llamaremos), una bellísima parisina con la que tuve un apasionado romance en Santiago y que continuó en París, hace algunos años. Tuvimos un flirt tan tórrido como en el majestuoso filme “El último tango en París”. Yo me creía, naturalmente, Marlon Brando, y a Constance la veía como la María Schneider pero mucho más bella. Ella tenía apenas 21 años, pero “la putaine” –metafóricamente hablando– llevaba la batuta de todas las posiciones sexuales imaginables. Yo sentía un poco de vergüenza de que una chica le enseñara a quien podía ser su padre. Hicimos lo mismo que en el “Último Tango…”: nos encontramos dos departamentos vacíos, uno en París y otro en Santiago, y saciábamos nuestra insoportable tensión sexual. Ella fue la que me dijo a la hora de hacer el amor la ya legendaria frase que recorre Santiago: “Tue-moi, tue-moi” (“mátame, mátame”), que he repetido en otros artículos y obras como “El Avaro” porque definitivamente me impactó y me combustionaba las hormonas a grados indescifrables. Constance, la misma chica que ahora estoy viendo en el foyer del teatro de la Colline, gritaba como pantera en la cama, también era dulce como una gatita y muchas veces violenta como una leona. Una vez me ahorcó hasta casi asfixiarme, y más se excitaba. Yo, feliz, creyéndome un Marlon Brando traiguenino de tercera categoría, afrancesado como los ridículos personajes del inmenso Blest Gana, y ella, mi María Schneider mejorada que, cuando estaba en Santiago, jugaba conmigo a ser chilena y revolucionaria (paternalismos parisinos).

Ya ha comenzado la función y una espectacular mujer entra a escena. ¡Es ella, Constance Faradhi! Nadie me había advertido de eso. Me hablaban de otra gran actriz, Marisa Hands, para ese rol. Y sin embargo Constance está actuando como una reina, con ese susurro sexy de la actriz francesa. Ella es Constance Revolutionary, esta protomujer, neo-moderna, hiper-sexual, Diosa de las Diosas, malvada y a veces tierna, que viene a decirnos a los anarquistas de salón que serán las mujeres las que harán la revolución en el mundo y Constance será la líder.
La obra termina con estruendosos aplausos, pero yo no oigo nada, la veo solo a ella. He vuelto a “tomber amoureux d´elle” (enamorarme de ella). Mi agente judía rusa francesa Irene Sadowska sonríe: me estuvo mintiendo meses, nombrando a la Marisa Hands como protagonista.

Esa misma noche, nos escapamos de las celebraciones por mi estreno apoteósico en el fatuo París y nos fuimos a nuestro departamento Último Tango, todavía vacío. Hicimos el amor como fieras, pero con dulce ternura. “¿Dónde queda la felicidad?”, me preguntó orgiásticamente, y le respondí como un melancólico escritor: “Largo, largo camino hacia la felicidad”. Linda ella, quería ser solo feliz. Qué podía hacer yo. Seguramente tenía en su cabeza a otro hombre que no era yo.

De pronto, el implacablemente hermoso París se repleta de descargas de metralletas y bombazos. Intento levantarme de la cama e interrumpir el sexo frenético mientras las explosiones aumentan; Constance sonríe pícaramente, luce siniestra de pronto, aunque su cuerpo me sigue llamando hacia ella. “Où vas-tu, Benjamín?” (¿Dónde vas, Benjamín?). “Il faut echapper, Constance, c’est une ataque terroriste” (“Hay que escapar, Constance, es un ataque terrorista”). “Mais mon petit choux, reste tranquille, Paris mérite ça” (“Pero mi querido niñito, quédate quieto, París se lo merece”). Me lo dice en un tono ardiente, entre político y erótico, como si todavía fuera la Constance Revolutionary de mi obra.

“Viens mon petit homme, on ferra de la thérapie, on sublimera cette explosion de sang. Viens, viens dans mes bras” (“Ven pequeñito, haremos una terapia, vamos a sublimar toda esta explosión de sangre. Ven, ven a mis brazos”).

Seguimos dándole a esa extraña cosa llamada sexo mientras oíamos gritos y llantos y el ulular de las sirenas de París sitiada por el horror. Ella reía, yo no entendí si por miedo o por placer, mientras me atrapaba entre sus piernas en la posición del “equilibrista que deshacía el vértigo con erotismo”, porque yo a estas alturas de adrenalina la dejaba hacer lo que quisiera; y era cierto, todo se transformaba en una terapia, me evadía del inmundo ataque terrorista mientras Constance agitaba sus caderas a un ritmo furioso sobre mi pene que paradójicamente estaba muy erecto, y ella como una amazona de los sesenta me seguía haciendo el amor y me contaba que estaba casada y tenía tres hijos.

Su celular suena estrepitosamente y ella contesta, siempre haciéndome el amor. “Très bien, maintenant echapez-vous” (“Muy bien, ahora escapen”). La observo pavoroso. “Constance, tu appartiens a cette revolte terroriste?” (“Constance, ¿tú perteneces a esta revuelta terrorista?”). No me responde nada, siempre con su sonrisa inquietante.

De pronto algo cruza por su mente, me golpea, se pone de pie, sale a la calle y yo parto tras ella como en la famosa carrera del imperial Brando. Un gentío desesperado cruza las calles, alcanzo a ver niños ensangrentados, pero a ella parece no importarle nada. Se encamina a su apartamento, toma el ascensor, yo corro por las escaleras jadeando, entro detrás de ella a su piso, le sonrío fatal y… de pronto siento un dolor intenso y un maldito chorro de sangre: es un disparo, Constance me ha disparado. “Our childrens…”, alcanzo a decirle y salgo tambaleando a la terraza, donde un París que da dolor de muelas de lo bello que es ahora palidece, y como en el filme dejo mi chicle en la baranda y caigo desangrándome. “Qué extraño –me digo–, estoy agonizando y no veo pasar mi vida delante de mí”.

Se escucha “¡Corten!”. Claqueta. Me pongo de pie, aún confundido. Observo a Constance boquiabierto mientras le sacan el maquillaje. Ella se acerca a mí, con su sonrisa intimidante y me besa.

Mi “Constance Revolutionary” se estrenaría después con Marisa Hands. Nunca más volví a ver a Constance Faradhi.

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