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Opinión

18 de Agosto de 2016

Editorial: Los 90 de Fidel

La Revolución cubana no es la obra de un pueblo, sino de un individuo, y eso los cubanos lo saben. Hasta su peor enemigo reconoce en Fidel al más grande de los suyos.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Los cuatro días que Barack Obama estuvo en Cuba, a fines de marzo, generaron efectos impensados: cautivó con su soltura y simpatía a una población acostumbrada a dirigentes hieráticos y envejecidos, contradijo el discurso imperialista que a un presidente de los EE.UU. se supone que le correspondía (decretó el fracaso de esas políticas históricas de su país y apostó a que ambas naciones se entendieran desde sus diferencias: “Lo importante es que sea el pueblo cubano quien decida su destino”, dijo), dio por acabada la Guerra Fría y fue con su familia y la de Raúl Castro a ver un partido de béisbol, durante el cual rieron juntos ante un estadio repleto. Conquistó a los habaneros haciéndoles ver que tenían talentos inusuales, un ingenio capaz de llegar a soluciones complejas con elementos precarios –fabrican los repuestos de sus autos con latas de conservas– y les dijo que con la educación que poseen pueden llegar muy lejos. Tras su encuentro con los emprendedores, quedó la sensación de que era Obama quien llegaba a ofrecer utopías; sólo que él, para demostrar que se trataba de utopías posibles, les ofrecía la palabra a pequeños empresarios exitosos. Sus palabras y figura fueron tema de conversación en todas las esquinas. Su paso por la isla, vino a revolucionar la revolución.
El gran ausente de esos días fue Fidel Castro. No sólo no se dejó ver, sino que su nombre no fue mencionado en ninguno de los discursos durante la visita del “Negro”, como algunos llamaban al presidente de los EE.UU. en este país donde la mayoría son negros. Apareció recién una semana más tarde, para recordar quién manda aquí: “Mi modesta sugerencia es que reflexione y no trate ahora de elaborar teorías sobre la política cubana”, escribió en el Granma. En el mismo texto trató las palabras de Obama de “alambicadas” y rechazó su propuesta de dejar atrás el pasado: “Tras un bloqueo despiadado que ha durado ya casi 60 años, ¿y los que han muerto en los ataques mercenarios a barcos y puertos cubanos, un avión de línea repleto de pasajeros hecho estallar en pleno vuelo, invasiones mercenarias, múltiples actos de violencia y de fuerza?”, recordó.
En lo sucesivo, la televisión, la prensa oficial y el sitio web Cubadebate.cu se abocaron a redireccionar los sentidos de la visita del yuma. Fidel había marcado la línea. Fueron múltiples los analistas que, atendiendo a sus órdenes, escribieron columnas apuntando a la impresentable voluntad de borrar la historia y a la importancia de mantener en pie los valores patrios. Los efectos del paso de Obama por la isla habían ido más allá de lo esperado. En el proceso de apertura que vive Cuba, una de las grandes preocupaciones de la nomenclatura es mantener el control, el ritmo de los acontecimientos, y en esta pasada sintieron que se les iba de las manos.
Eran muchos los que esperaban que el VII Congreso del Partido Comunista a realizarse en abril indicara los pasos siguientes en este camino de liberalización que, más allá de cualquier escollo, ya parece sin retorno. Pero no fue así: el “efecto Obama” jugó en contra. En lugar de diseñar el nuevo mapa del poder, la posible hoja de ruta en la era post Castros, lo reconcentró en las viejas guardias y, más aún, en el entorno familiar de Raúl. La seguridad del Estado quedó en manos de su hijo Alejandro y la economía en las de su exyerno Luis Alberto Rodríguez López-Callejas. Su llamado final fue “en pos de la consecución de una nación soberana, independiente, socialista, próspera y sustentable”. Para muchos esto evidenciaba que se le había puesto freno de mano al desborde.
A Fidel se le ve, o se sabe de él, en rarísimas ocasiones. Después de ese editorial del Granma en que rebatía al presidente norteamericano, sólo ha vuelto a aparecer dos veces: para el VII Congreso, donde dio un discurso más de abuelo que se despide que de estadista todopoderoso, y ahora, para su cumpleaños número 90, cuando publicó una columna en la que recuerda a su padre y su infancia en Birán, y dice que “la especie humana se enfrenta hoy al mayor riesgo de su historia”; y donde aprovecha de llamar la atención al mandamás del imperio (su eterno interlocutor) por su discurso en Japón, donde “le faltaron palabras para excusarse por la matanza de cientos de miles de personas en Hiroshima, a pesar de que conocía los efectos de la bomba”. El sábado 13, día mismo de su cumpleaños, asistió a un evento organizado en su honor en el Teatro Carlos Marx. El recinto estaba lleno (calculan 500 personas) y la platea colmada de militares. Él apenas se podía mantener en pie. En lugar de un buzo Adidas, esta vez llevaba uno blanco marca Puma. Lo acompañaban su hermano Raúl y el presidente de Venezuela Nicolás Maduro, pero los protagonistas de los homenajes fueron niños que cantaron y recitaron odas en su honor. Lo mismo hicieron los niños en todos los orfanatos de la isla, en todas las escuelas y en muchísimos CDR de la capital. Lo novedoso es que para ellos Fidel es ese abuelito parecido al viejo pascuero y no el guerrillero iluminado ni el padre autoritario de la Cuba contemporánea. Yo estaba en un bar cuando aparecieron en la televisión unas escenas de Fidel en la Sierra Maestra y una niña le preguntó a su padre: “¿Quién es?”. El hombre, sorprendido, contestó riendo con incomodidad: “Fidel Castro”.
Este mes de agosto ha estado enteramente dedicado a Fidel. En los ventanales de muchísimos locales donde venden pollos fritos y croquetas, o en los mercados hoy más desabastecidos de lo habitual por la nueva crisis que viven desde que Venezuela les recortó su aporte de petróleo (en los cordones externos de La Habana incluso ha habido apagones, con lo que vuelve el recuerdo pesadillesco del Período Especial, “y acá la población no resiste otro periodo especial”, es una frase que se escucha con frecuencia), se lee la misma leyenda pintada con la misma caligrafía y los mismos colores: “Viva el 26 de Julio. Fidel 90 y más”. Los carnavales que debían conmemorar la toma del Cuartel Moncada fueron trasladados al fin de semana de su onomástico. La televisión lleva días transmitiendo documentales sobre su vida y entrevistas y mesas redondas sobre el significado de su obra. El Granma sacó un número especial dedicado a glorificar su figura: “Cada siglo tiene su hombre que lo marca en la historia, el siglo XX es el de Fidel” (Juan Almeida); “Fidel, en pocas palabras, es la verdad de nuestra época. Sin chovinismo, es el más grande estadista mundial del siglo pasado y de éste; es el más extraordinario y universal de los patriotas cubanos de todos los tiempos” (Ramiro Valdés); “Vámonos / ardiente profeta de la aurora, / por recónditos senderos inalámbricos / a liberar el verde caimán que tanto amas” (Ernesto “Che” Guevara).
Hay dos maneras de leer esta arremetida fidelista con ocasión de su cumpleaños: una apuntaría a ese esfuerzo por retomar las riendas históricas de la Revolución tras las ansias reformistas desatadas luego de la visita de Obama, cuando muchos alcanzaron a sentir que la apertura cultural y económica estaban a la vuelta de la esquina. De hecho, en los sectores artísticos se experimenta con mucha fuerza. Son varios los creadores cubanos que viven entre La Habana y Nueva York o Miami, donde sus obras han alcanzado precios sorprendentes. Cuba está de moda. Multitud de curadores norteamericanos y europeos se pasean por sus talleres buscando qué llevarse a sus galerías. Por estos días, Madonna anda por acá celebrando su cumpleaños con su hija. Hoy me invitaron a un cóctel con ella en la Fábrica de Arte. Desde que vinieron los Rolling Stones, no es raro encontrarse con estrellas del rock y del pop en las calles de la ciudad. Los mismos escritores que acá son prohibidos o circulan en ediciones de tirajes muy restringidos, como Padura, Wendy Guerra o Pedro Juan Gutiérrez, son permanentemente invitados a distintas partes del mundo a contar esta realidad que habitan casi en el anonimato. Y lo mismo sucede con Yoani Sánchez, que administra desde La Habana un sitio de noticias con cientos de miles de visitas en el exterior, y poquísimas en Cuba, su único y permanente tema de preocupación.
Pero también hay otra manera de leer esta apoteosis de fidelismo. Es evidente que al comandante le queda poco, y se le podrá querer u odiar, pero no es cualquier hombre. La Revolución cubana es obra suya, él la tejió con sus propias manos desde la ya lejanísima toma del Cuartel Moncada en 1953, cuando apenas tenía 27 años. Él reunió a los 82 tripulantes del Granma en México, y con ellos desembarcó en el oriente de la isla de Cuba y desde ahí avanzó por la Sierra hasta sacar a Batista y tomarse el poder el 1 de enero de 1959. La Revolución cubana no es la obra de un pueblo, sino de un invididuo, y eso los cubanos lo saben. Hasta su peor enemigo reconoce en Fidel al más grande de los suyos.
“La guerra de independencia –escribió Nicolás Guillén–, preparada por Martí y desencadenada en 1895, quedó detenida tres años después por el ejército norteamericano.(…) Esa fue la bandera que tremoló la juventud del Moncada, la bandera de la continuidad revolucionaria cubana: reinició la guerra del 95, se comprometió con los más profundos planteamientos de ésta y puso en práctica el ideario martiano de cerrar el camino a Estados Unidos con la violencia armada, como en su día lo aprendió España del machete de Maceo, que hoy se prolonga en el rifle de Fidel”. Cuesta entender hoy día, cuando ha pasado tanta agua bajo el puente, que el socialismo fue un sueño y una decepción, y que con él la palabra “revolución” cambió su sentido para después perderlo. Pero ése al que hoy llamamos dictador, como también se llamó dictador a O’Higgins, es también un resabio del siglo XIX, una rémora anacrónica del tiempo de los patriotas. El único cubano que no baila. Un tipo al que la historia dejó atrás y del que recién comenzará a hablar. Su verdadero enemigo nunca fue el capitalismo. Fidel luchó y morirá luchando contra los Estados Unidos.

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