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Opinión

18 de Agosto de 2016

Sebastián Edwards: “En Chile los economistas han tenido un poder exagerado”

Allendista convencido, Sebastián Edwards tenía 20 años para el Golpe y repartía su tiempo entre la U. de Chile, donde estudiaba Economía con profesores marxistas, y su trabajo en el gobierno de la UP, donde tenía poder sobre el control de todos los precios en el país. Cuatro años después, estudiaba en la Escuela de Economía de Chicago. Entremedio, había sufrido la persecución de Miguel Kast y la furia de José Piñera. De todo eso, y de historias más privadas que no dicen menos acerca de un país que quedó congelado en su memoria, habla en "Conversación interrumpida" (UDP), recorrido autobiográfico que se pasea con soltura entre la confidencia emotiva, el apunte intelectual y la anécdota afilada. Acá habla también del Chile que protesta contra las AFP. El modelo económico funcionó pero no puede seguir así, dice desde Los Ángeles un partidario del libre mercado que votó por Sanders y que critica a Giorgio Jackson por conservador.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
Por

Sebastian Edwards

“Yo no creo que mi vida haya sido muy extraordinaria”, aclara Edwards sobre su decisión de publicar unas Memorias. “Pero sí notaba que estos episodios, cuando se los contaba a alguien, producían curiosidad. Y siempre me decían: ‘Te acuerdas muy bien del Chile de esos años’. ¿Pero por qué me acuerdo tan bien? Porque yo me fui de Chile a los 24 años, en 1977. Y cuando tú te vas, tu memoria de ese lugar y de esa gente queda congelada, deja de mezclarse con lo que pasó después. Mis recuerdos de hace 40 años están en el freezer”.

Se declara sorprendido por la buena onda con que se ha recibido su libro. Son relatos sin ficción que lo dejan expuesto. “Algunas personas me dijeron ‘no escribas ese libro, porque te van a hacer bullying a morir, y se van reír de tu papá y de tu familia’. Y no ha habido nada de eso. Cero. Imagínate que a Óscar Contardo le hacen bullying porque habla de Mili, su gato, o perro, no sé lo que es… Entonces, yo estaba preparado. Ha sido grato que no pasara”. Y no ha pasado, tal vez, porque su “Conversación interrumpida” entretiene, pero también porque Edwards cumple con su parte del trato: contar lo difícil de contar. Y a lo mejor quedar bien parado, pero sin eludir las caídas que explican las cicatrices.

En la primera escena del libro, estás en un bote con tus hermanos tirando al mar, como hijo mayor, las cenizas de tu papá. Y el libro pasa a ser la conversación que interrumpiste con él porque, cuando quisiste retomarla, él ya tenía Alzheimer. Eso le da un marco más emotivo que intelectual, contra la imagen previa que uno tiene del autor.
–Sí, creo que eso es verdad. En algún momento se me ocurrió que ese era un hilo conductor que ordenaba: de todas las cosas que me pasaron, ¿cuáles voy a contar? Las que a mi papá le hubiera gustado… nunca me refiero a él como mi papá. Ahora que te acabo de decir “mi papá”, es primera vez que uso esa palabra con relación al libro. Siempre hablo de “mi padre”. Y a mi mamá siempre la trato de “mi mamá”. Al principio no me di cuenta, y después dije “bueno, esto es interesante, lo vamos a dejar así”. Lo divertido es que yo me reí toda la vida de los escritores latinoamericanos por esa cosa emotiva del padre. Siempre decía: “Coronación”, “Conversación en la catedral”, Santiago Gamboa, Bryce Echeñique, Bayly, todos son: “hijo odia a su padre; hijo sigue odiando a su padre; y en el ocaso de su vida, hijo se reconcilia con su padre ya muerto”. Y las variaciones son: “cuando hijo está odiando a su padre se va a vivir a una buhardilla en París, o se va a Nueva York, o se hace revolucionario”. Toda la vida me reí de eso, y termino escribiendo un libro que es exactamente eso.

Es un rasgo de identidad regional que hemos sabido conservar…

–Y es interesante porque a mucha gente le ha gustado esa parte, a pesar de que todos tenemos problemas con nuestros padres. Niño del Grange que se hace militante socialista, eso sí es particular. Niño de 16 años que hace el servicio militar y lo asignan de asistente de un tipo que después es acusado como un torturador feroz, también. Pero odiar al padre no es particular. Mira, con este libro se enojaron dos grupos de personas: mi mamá, que piensa que dejé muy bien a mi padre, y las amigas de mi padre, las beauties, que piensan que lo dejé mal.

Para que se entienda, sus pololas de ocasión.
–Exacto. Él las llamaba “las beauties”.

¿Ninguna de estas historias te dio vergüenza contarla? ¿Tu debut sexual en un prostíbulo, por ejemplo?

–No, no. Porque tampoco era tan particular en esa época.

Lo particular es que lo cuente un connotado economista de apellido Edwards que escribe en los diarios del domingo.
–Sí, eso me lo han dicho harto. Pero a mí vergüenza no me dio nada. Sí me preocupaba no terminar contando cosas muy pedestres. En el trabajo con la editorial, a Álvaro Matus le propuse sacar muchas cosas, como el capítulo en que hablo de mi padrastro. Pero Álvaro me dijo “no, déjalo, hay toda una cosa de la época que es interesante”.

Tus ganas de contar estas cosas parecen empujadas por el peso de los silencios, muy recurrente en tus cavilaciones. Pareces cargar un remordimiento melancólico por esas cosas que uno no dijo.

–Es verdad, el tema del silencio es muy recurrente, y es un silencio culposo. Porque detrás de esos silencios también hay una obsesión enfermiza por la privacidad, que se manifiesta, por ejemplo, cuando estando mi padre ya muerto yo descubro los recortes que él tenía de todas mis entrevistas en la prensa.

En vez de emocionarte, los tiraste a la basura.
–Me puse furioso con él, porque se metió en mi vida sin contarme y sin que le diera permiso. Terrible.

Antes se escribía una novela para contar esas cosas.
–Sí, pero tampoco es que yo sea tan valiente o tenga el cuero tan de chancho. En parte, tiene que ver con este género de las memorias autobiográficas, si bien en castellano todavía se ha hecho poco, en la literatura de acá y de otras partes está muy desarrollado, ya es muy común. A pesar de que éste es un libro muy chileno.

Uno de los epígrafes es de Raúl Zurita: “¿Te acuerdas chileno del primer abandono cuando niño?”. La chilenidad misma.
–Sí. Y el otro epígrafe es de un torero, al que criticaron por no haber tenido una faena más lucida y dijo: “Lo que no puede ser, no puede ser. Además, es imposible”. Hay mucha sabiduría en los matadores de toros.

Nunca volviste a Chile, y parece que eso también te pesa.
–Yo traté de todos los modos de cercenar mi relación con Chile, y no lo logré. Le puse candado a la computadora para que me bloquee todos los sitios que tengan que ver con Chile; me hice el firme propósito, y lo logré por algunos meses, de no leer ningún periódico chileno. Pero hace ya un tiempo, me di por vencido. En “El general en su laberinto”, de García Márquez, Simón Bolívar le pregunta a uno de sus capitanes, que es inglés: “Entonces, ¿derrotó a la nostalgia?”. Y el tipo le contesta: “Al contrario, la nostalgia me derrotó a mí, y ya no le opongo ninguna resistencia”.

LA OPORTUNIDAD DESPERDICIADA

A los 16 años, junto a un amigo, llegas a la sede del PS con tu chaqueta azul marino del Grange School a jurar lealtad por la causa obrera. ¿Hoy la recuerdas como una escena cómica?
–Sí, es cómico porque además hay una foto mía de esa edad, lampiño, flaquito… Pero al mismo tiempo creo que hay algo conmovedor, por el hecho de que ellos no se rieron de nosotros. Había una actitud de como “puta la hueá, chiquillos…”, pero no se rieron. Nos aceptaron. Y al mismo tiempo era una actitud rebelde, de parte nuestra, por no pertenecer al MAPU. Era rebelarnos a eso.

Describes tu rechazo a los mapucistas “con su bagaje de culpas católicas y su adherencia a los curas obreros y sus chalecos tejidos a mano en lana tosca”.

–Me parecía que había mucha postura actoral en eso. Por eso digo que era como ir a la kermesse del Villa María. Eran niños del Saint George, del Villa María y del San Ignacio. En ese tiempo había un fotógrafo de sociedad, Lucho Vera, que sacaba las fotos de todas las fiestas de los 15 años. Y ver a un grupo del MAPU era lo mismo que mirar un catálogo de Lucho Vera de una fiesta del Villa María. La misma gente, las mismas niñitas rubias, todo. Así que dijimos “no, vamos a ser socialistas, un partido de verdad obrero”.

Óscar Contardo definió a los RD como “Mapus con iPhone”.
–¡Ja, ja, ja! Lo encontré genial.

¿Te parece acertado?
–Muy acertado. Además, me parece que al final son de un conservadurismo frenético. He tenido muchas discusiones con Jackson por WhatsApp en que le pregunto cómo puede apoyar que el Estado financie a la Universidad Católica, que es confesional, si eso es absolutamente facho. Y me da unas explicaciones que nunca las he podido entender. Que el Estado le dé financiamiento basal a una universidad que le responde al Papa, por más jesuita que sea el Papa, ¡es de un conservadurismo decimonónico!

Cuentas que en 1970, con 16 o 17 años, trataste de irte de voluntario a Cuba a la zafra de los diez millones.

–Traté…

¿Qué pasaba por tu cabeza?
–A ver, no es que me haya subido a un avión, pero traté, averigüé los trámites iniciales. Fui a la FECH a preguntar si ellos sabían, después fui a Prensa Latina, la agencia noticiosa de Cuba. Después pregunté en el PS y me dijeron “estás enfermo de la cabeza”.

Tus años de estudiante en la U. de Chile coinciden con el gobierno de la UP. Pero de a poco tu fervor militante se ve contrariado por los indicios de un dogmatismo absurdo, que al final te hace renunciar al PS. ¿Qué sentimiento predomina en tu recuerdo de esa época?
–Son recuerdos mezclados. Por un lado, la gran irresponsabilidad colectiva de la izquierda en ese momento. Irresponsabilidad disfrazada, sobre todo al principio, año 71, de fiesta y de cierta alegría, porque creíamos estar avanzando por esta senda. Y aparecían muchos recursos. Estudiantes que antes vivían sin ni uno, de pronto eran interventores de fábricas. Por otro lado, si uno piensa en esa época, la producción artística de la izquierda fue sumamente pobre. A lo mejor fue muy corto el período, pero no se puede señalar que haya habido un renacer de la literatura, ni de las artes plásticas, ni del teatro, ni del cine. No hay nada de ahí para rescatar, lo cual es muy interesante. Yo he tratado de promover acá en UCLA que alguien haga una tesis sobre la cobertura cultural en dos revistas: Punto Final y Chile Hoy, que la manejaba la Marta Harnecker. Ambas están en línea, y tú lees la crítica cultural de esa época y es de terror, de terror… Así que, mirando atrás, veo una gran irresponsabilidad rodeada de una alegría medio pueril, con mucho dogmatismo intelectual –al menos donde yo me movía– y sin creación artística de interés. Al final, lo veo como una oportunidad desperdiciada. Pero parece que no había alternativa, ¿no? Los puntos de referencia eran Cuba, que por entonces perseguía a homosexuales e intelectuales, y la URSS. No, era una locura. Un amigo me escribió: “Lo que tú cuentas de la Marta Harnecker no es nada. Yo fui su ayudante en una cátedra: quince semanas leyendo sobre el rol del campesinado en Lenin, sin ningún sentido crítico. Tú no te imaginas lo que era eso”. ¡Ja, ja, ja!

En el curso que tú tomaste con ella, terminaron leyendo El Capital en francés porque un alumno argentino les dijo que el traductor al castellano era contrarrevolucionario.
–Sí, el Jacobo Tiefenberg, que había sido presidente de la FUA [Federación Universitaria Argentina]. Y el traductor era Wenceslao Roces, un intelectual muy importante, republicano español que terminó en México, y que era trotskista. Pero el argentino era maoísta, así que dijo “no, este tipo extirpó el contenido revolucionario del libro”. Y terminamos leyéndolo en francés.

Todo eso queda en la burbuja universitaria. Lo dramático es que tú, con 19 años, hayas entrado al gobierno a ocupar un rol decisivo en la Dirinco, que se encargaba del control de precios en una economía que hacía aguas.

–Tenía 19 años –cumplí 20 ejerciendo ese cargo, a tres semanas del Golpe– y para todo efecto práctico yo tenía un rol central en la fijación de todos los precios en Chile. Todos.

¿Y eras capaz de decir “cómo puedo estar yo sentado acá”?

–Claro, parte de mi desencanto tenía que ver con toda esa locura. La irresponsabilidad, la incompetencia…

Por lo que cuentas, lo que pasaba ahí adentro era para llorar. Y con mucha soberbia en medio del desastre.

–El sectarismo, la soberbia… Yo intuía todo eso, pero no sé si habría podido explicarlo bien en ese momento. Había un sentimiento de tragedia inminente, de que ya no había cómo pararlo, y de que, en una gran medida, todo esto lo habíamos producido nosotros.

AMISTAD CÍVICA

Después del Golpe, Edwards fue expulsado de la U. de Chile y, para su sorpresa, aceptado en la UC, donde se convirtió en ayudante de cátedra de Miguel Kast. El “ideólogo social” de la dictadura lo invitaba a su casa a preparar las clases y jamás le cuestionó sus ideas políticas. Sin embargo, cuando ya había emigrado a Odeplan, Kast se encargó de que su ex ayudante –ahora profesor– fuera expulsado de la UC. Y no se conformó con eso. Luego presionó a Rolf Lüders para que lo echara de su trabajo en el grupo BHC. Así, al menos, lo cuenta Edwards.

Miguel Kast fue casi un padre para muchos protagonistas de la dictadura. ¿Qué reacciones produjo tu desclasificación de esta historia?
–Bueno, ha habido tres o cuatro grupos. Unos dicen “pucha, no tenía idea, es una sorpresa”, o dicen “pucha, este gallo era un santón de la derecha y mira el cuadro que nos estás pintando”. Después, sorprendentemente, aparecieron cuatro o cinco personas que me han dicho “a mí también me persiguió Miguel Kast”, y me han contado sus anécdotas. Y los partidarios de Miguel Kast, obviamente están muy molestos. Y algunos creerán que yo exagero y/o invento. Ahora, Rolf Lüders dijo en la revista Capital: “No recuerdo los detalles, pero sí la esencia de los hechos, y ella corresponde a la realidad”. Es decir, así fue. Miguel Kast pedía que me echaran, y después que me cortaran la beca que me dio BHC para estudiar afuera.

¿Fue más fuerte lo que te hizo Miguel Kast o lo que te hizo José Piñera?
–No, lo de Piñera para mí fue mucho más violento, mucho más violento. Fue un ataque más abierto. Publicó un artículo en la página 2 completa de El Mercurio, atacándome.

Tú habías cuestionado su predicción de que Chile iba a ser tan rico como Suecia en 25 años. Y él te acusó de primerizo, de poco patriota, de posible infiltrado de los exiliados del PS…

–Y en una época en que cualquiera de esas acusaciones, sobre todo viniendo de una persona como él –ya se estaba instalando como el gran gurú de Pinochet–, era algo mucho más violento que lo de Miguel Kast.

Cuentas que llamaron aparatos de seguridad a BHC para pedir que te echaran.

–Claro, eso es verdad. Llaman a Lüders y llaman a Javier Vial. Y ellos deciden defenderme, me dicen “cálmate, te vamos a proteger, pero no puedes escribir más, te tienes que salir de ahí”. Porque yo estaba a cargo de una publicación que se hacía para los clientes del grupo BHC, y escribía también en la Qué Pasa. Y después un tío mío, que era un abogado prominente y era el superintendente de los bomberos –cargo que te da una red de contactos muy transversal–, me llama y me dice “mira, te recomiendo que te vayas unos tres meses a estudiar un certificado de lo que sea, mientras se calma la cosa”. Y después, me encuentro en la playa con un excompañero de colegio –en el libro cometo un error, porque yo recordaba que era oficial de reserva de la Armada, y en realidad era del Ejército– y él me dice “mira, yo ahora soy oficial de reserva y tú estás en las listas, te recomiendo que te vayas”. Entonces, al juntar todas esas cosas, decido irme.

Hay un contraste entre tu incidente con José Piñera y el concepto de “amistad cívica” que él enarboló en su regreso a Chile.
–¡Ja, ja, ja! Sí, quedé anonadado cuando vi esa entrevista… En el incidente con Piñera hay un par de detalles que no puse en el libro. Uno, que yo había preparado ese artículo cuestionando a Piñera a instancias de Emilio Sanfuentes, que era otro de los Chicago Boys y había sido el líder de “El Ladrillo”. Y el otro es que en esa época la Qué Pasa salía los martes, y el viernes anterior, como a las 3 de la tarde, se me ocurre mandarle el texto a Piñera como cortesía, avisándole que eso iba a salir en la Qué Pasa del martes. Y el lunes, a las 7 de la mañana, cuando abro El Mercurio, toda la página 2 es un ataque frontal en mi contra. Y a las 9 y media, Piñera estaba llamando a mi señora, disculpándose.

Entonces sí hubo amistad cívica.
–Es que por eso te cuento esto. Porque él siempre ha tenido, desde su sentimiento de superioridad absoluta, eso de la “amistad cívica”. Su primera reacción fue llamar a Alejandra y pedirle disculpas.

Otro hit de esa entrevista fue su “a mí me enseñaron en Harvard…”. Tú cuentas que él siempre presumía de venir de Harvard y no de Chicago, porque eran más cultos, leían poesía, eran otra cosa.
–Exactamente, y él me lo decía: “Oye, tienes que ir a Harvard, tienes que ir Harvard”. Yo le decía “quiero ir al MIT, o a lo mejor a Inglaterra”, porque quería un lugar más progresista. “¡No!”, me decía, “tienes que ir a Harvard”. Porque teníamos, digamos, una cierta relación, pero no era amistad porque él se sentía muy, muy, muy superior. Pero me decía: “Muy importante es que no vayas a Chicago, tú eres muy culto para eso”. “Conozco a tu papá”, me decía, “conozco a tu papá”. Al final, Lüders consiguió que me aceptaran en Chicago, así que partí a Chicago.

Y hoy defiendes a esa universidad de la fama que le hicieron acá los Chicago Boys.
–Sí. Mi defensa no es a los Chicago Boys, sino a la Universidad de Chicago, que es de un rigor excepcional, en una infinidad de disciplinas. Y donde lo que enseñaban era a pensar críticamente y en forma consistente, y a ser capaz de hacerse las preguntas. Lo más difícil es hacer las preguntas.

Pero nuestros Chicago Boys ya tienen todas las respuestas, nunca los he visto hacerse preguntas.
–Bueno, pero eso no es culpa mía. Yo cuento lo que significó, para una persona que venía de una tradición de izquierda progresista, llegar a esa universidad y ser seducido por la calidad de sus economistas. Y como digo en el libro, ninguno de mis profesores en Chicago manifestó nunca simpatía por ningún dictador, incluyendo a Pinochet.

¿Tu conversión ideológica fue gradual o en algún minuto sufriste la epifanía del libre mercado?

–Es que no me gusta la manera como tú lo planteas, “conversión ideológica”. Yo rechazo con vigor el adjetivo de “converso”. Roberto Ampuero y Mauricio Rojas escribieron un libro que se llama “Diálogo de conversos”. Está bien, ellos se pueden calificar como quieran, yo no me califico como converso. Creo que lo que viví fue una evolución analítica muy propia, primero, de los tiempos, y segundo, de la edad. Yo me rebelo contra quienes creen que su pensamiento ideológico, o sus gustos literarios, o su preferencia sexual, quedan fraguados para siempre a los 17 años. Y con el tiempo entendí que hay una distancia insalvable entre la teoría económica de la planificación y la realidad. Cuando llego a la Dirinco y tenemos que fijar precios, le digo a mi jefe: “Oye, usemos el sistema que aprendí en el curso de Planificación, donde me saqué un 7. Hay que agarrar esta matriz y conseguir tiempo en la computadora de la Escuela de Ingeniería”. Y él me dice: “Mira, para usar ese modelo tuyo se necesitan nueve millones de datos sobre la economía chilena. Y de esos nueve millones, tenemos 26”. Pucha… Y vamos descubriendo el fracaso de los socialismos reales. Entonces es una evolución. Creo que una conversión es otra cosa.

Y ese ambiente intelectual que te sedujo en Chicago, ¿lo aprecias hoy en la academia chilena o crees que seguimos rezagados?
–Yo creo que en Chile hay una falta de rigor intelectual prácticamente a todos los niveles. Obviamente hay individuos descollantes, y que han elegido vivir en Chile en vez de vivir en Europa o donde está la frontera de sus disciplinas. Pero como ambiente intelectual, creo que en Chile hay una falta de rigor, y de originalidad, y de profundidad, que es bien manifiesta. Y las universidades chilenas son bastante… malitas. A pesar de que hay lumbreras, el nivel general de la discusión es pobre.

“EL MODELO LLEGÓ A UN LÍMITE”


El movimiento contra las AFP volvió a despertar a la calle. ¿Qué lectura le das a eso como señal del momento por el que pasa la sociedad chilena?

–Yo creo que en un país tan economicista como es Chile, donde los economistas han tenido un poder exagerado, tendemos a olvidar que el desarrollo tiene muchas manifestaciones. Y una de ellas es que la sociedad se hace más asertiva, porque levantar la voz se transforma en una opción real. Las nuevas generaciones de familias que eran pobres, con el aumento de sus ingresos y de su educación, tienen más seguridad en sí mismos para exigir sus derechos, y no quieren abuso, quieren dignidad. Y eso es muy, muy bueno. Entrar en pánico por eso, una tontería, e interpretarlo como que “el modelo no funcionó”, creo que también es una tontería. El modelo produjo exactamente lo que tenía que producir: ciudadanos con medios para pararse y decir “aquí estoy yo y esto no me gusta”. Ahora, al mismo tiempo, todo esto nos dice que el modelo, como se había desarrollado, llegó a un límite. No puede seguir así. Hay que tomar otro derrotero.

¿Y ves agua en la piscina para tomar otro derrotero en este momento?
–Bueno, de que el gobierno no tiene plata, no tiene plata. Y obviamente, las empresas se van a resistir a tener que hacerse más eficientes y competir más. Pero yo creo que sí, que hay para seguir evolucionando. Y para eso es muy importante plantearse desafíos que podamos visualizar, tener un horizonte a la vista. Lo que yo he dicho es: pensemos que de aquí a 25 años queremos cerrar la brecha entre nosotros y Nueva Zelanda a la mitad, o en tres cuartos. Entonces, veamos cómo es Nueva Zelanda hoy e imaginemos cómo llegar a eso. Es un horizonte movedizo porque Nueva Zelanda va a seguir creciendo, pero es una referencia asimilable.

Cuando dices que la gente sale a marchar porque no quiere abusos, ¿estás diciendo que el sistema de pensiones es abusivo?
–Creo que no es abusivo en sí, pero sí cruel, y que creó expectativas que no se pueden cumplir. Hoy estaba revisando para atrás la ley de seguridad social, porque resulta que en Chile han aparecido “padres” de todo, entonces, ¿quién es el padre del pilar solidario en las pensiones? Y con ayuda de otros economistas descubrí que en el año 52 se aprobó la primera pensión para gente que nunca había contribuido. Muy mínima, pero existía. Y el líder de eso fue el senador Salvador Allende. Así que en ese aspecto, Piñera es el albañil y quizás el arquitecto fue Allende… Pero en la ley vigente hasta el año 80, un obrero, para recibir pensión, tenía que haber cotizado 800 semanas, casi 16 años. Si tú cotizabas quince años, sacabas cero. Hoy sacas una miseria, pero no cero. Y lo que anunció la presidenta, creo que va en la dirección correcta. Realmente, me pareció muy bien.

¿Por qué crees que los economistas han tenido tanto poder en Chile?
–Desde la dictadura hasta ahora, han tenido un poder y una influencia que no se ve en otros países. ¿Y por qué? Porque durante la dictadura se hizo una revolución económica, y eso les dio un poder enorme. Y a la vez, la única manera que había de ejercer una cierta oposición intelectual y política era en el ámbito de la economía. Entonces surgieron los centros de la oposición que hacían critica económica, y de ahí salen Foxley, Boeninger y todo un grupo de economistas que también alcanzó mucho poder.

En el libro te espantas por la segregación urbana y social que hay en el país. Un problema gravísimo que la derecha, dices, ha sido incapaz de valorar.

–Te diría que incluso me preocupa más la segregación que la desigualdad, entendiendo que, obviamente, sin desigualdad tampoco hay segregación. Me parece muy, muy grave, que la gente no conozca al “otro”. Y que se hayan ido acabando las instancias de encuentro. Por ejemplo, varios de mis compañeros del colegio estudiaron en la Universidad de Chile. Pero de sus hijos, casi ninguno. Eso es extremadamente malo. Mientras la clase media crece, las instancias de encuentro se reducen cada día más.

Pero hablaste sobre la segregación en un seminario de Libertad y Desarrollo y nadie te pescó.

–No, de hecho la Lucía Santa Cruz me retó. Dijo que yo había descrito guetos, y los guetos son segregación obligada, mientras en Chile la gente decide vivir en distintos barrios ejerciendo la libertad que creó el modelo. Yo quedé… “uff, no entiendo nada”.

Si los candidatos del 2017 son Lagos y Piñera, ¿es fome, es un paso atrás?
–Es fome, no sé si es un paso atrás. Lo sorprendente es que no hayan surgido otras opciones. “Lagos y Piñera, no, qué lata”. Entonces, ¿ME-O y Velasco? Una lata con tipos más guapos, pero igual de lata. ¿Ossandón y la señorita Goic? También una lata. Pero a mí me borraron del registro electoral en Chile, así que mi problema hoy es con qué grado de entusiasmo voy a votar por Hillary.

Y vivir en un país donde la mitad de la gente va a votar por Trump. ¿Te cuesta entenderlo?

–Me preocupa mucho, pero lo entiendo perfectamente. Es lo mismo que el Brexit. Son blancos sin educación que están muy enojados y por una justa razón: les ha ido mal con la globalización. Lo que hizo la globalización, en simple, fue llevarse la manufactura a China y a India, salvo la más especializada, que todavía se hace en Alemania. Y los obreros chinos e indios ganaron como bandidos, pero los de los países avanzados perdieron increíblemente, su progreso se estancó. Y por eso están contra todo lo que tenga que ver con la globalización.

¿Y cómo viste el auge de Sanders?
–Yo voté por Sanders en la primaria. No coincidía con todas sus ideas, pero algunas eran bien potentes. Especialmente, sobre cómo manejar el tema de los bancos y del sector financiero.

Me sorprende que digas eso, su posición ante los bancos era muy dura.

–Muy dura, y en particular, a favor de dividirlos en entidades más pequeñas. Ahora, él es muy anti globalización y yo soy muy pro globalización. Pero Hillary cambió de opinión durante la primaria y también se puso anti globalización, así que perdí ese estímulo y voté por Sanders. Creo que el país necesita un revolcón.

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Conversación interrumpida. Memorias
Sebastián Edwards
Ediciones UDP, 2016, 318 páginas

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