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Cultura

5 de Septiembre de 2016

Los 102 de Nicanor

En la celebración de su cumpleaños, ayer domingo, recitó “Nada” de Pezoa Véliz, de punta a cabo, sin saltarse ni un verso ni errar una palabra, y contó que Neruda le había dicho un día: “Ni tú ni yo, Nicanor, el que la lleva es Pezoa Veliz”. Se detuvo en los versos “Una chica dijo que sería un loco/ o algún vagabundo que comía poco”. Esos lo sobrecogieron.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

Nicanor Parra

A Nicanor ya le cuesta caminar. Lo intenta con dos bastones de ramas secas y nudosas, pero avanza lento, como los árboles. No es tampoco que se esfuerce más de la cuenta. Es demasiado inteligente Nicanor como para obviar que tiene 102 años, y a un cierto punto, ríe. Entonces se nota que sigue completamente vivo. Ya no es la fuerza del organismo quien lo despierta, sino esa curiosidad insaciable por las cosas de este mundo en que se funda su antipoesía. Lo recuerda casi todo, incluso antologías completas de la lírica chilena. En la celebración de su cumpleaños, ayer domingo, recitó “Nada” de Pezoa Véliz, de punta a cabo, sin saltarse ni un verso ni errar una palabra, y contó que Neruda le había dicho un día: “Ni tú ni yo, Nicanor, el que la lleva es Pezoa Veliz”. Se detuvo en los versos “Una chica dijo que sería un loco/ o algún vagabundo que comía poco”. Esos lo sobrecogieron. Escucha apenas, pero lo entiende todo. Incluso que la vejez tiene algo ridículo, como las cartas de amor. Si le incomodan los zapatos se pone las pantuflas. Ayer salió por primera vez en silla de ruedas, y diría que iba contento: un problema menos. Conteniendo la carcajada me dijo que el doctor Chiki, como él llama al hijo de Janet, tardes atrás le abrió los ojos con su mano mientras dormía la siesta para comprobar si estaba vivo, y “porque tengo que escribir una composición para el colegio”, explicó el niño mientras alejaba las manos de su cara sorprendida. El doctor Chiki había contado que vivía en la casa de Nicanor Parra, y como nadie le creyó, su profesor jefe le propuso componer este relato para probar sus dichos. Comió pescado con arroz y tomó vino en el restaurante Puerto Cruz, desde donde se ve el mar abierto y todo el golfo de la Playa Chica de Las Cruces, alguna vez el balneario más conservador de Chile, al que llegaban las familias aristocráticas desde Cartagena en el Ferrocarril de Sangre, tirado por caballos. Ya de vuelta en la casa sopló las velas de una torta de bizcochuelos y otra de cuchuflís; abrió el regalo de la Michelle Bachelet, consistente en quesos y patés de categoría, y recordó que para los 100 había estado ahí: “simpática”, enfatizó. Pero el asunto no lo distrajo mayormente. Acompañó las tortas con un vaso de Grand Manier que le obsequió el dueño del restorán en cuestión antes de irse, y no estuvo tranquilo hasta que volvieron a su poder los dos gorros de lana que se le habían quedado en el Puerto Cruz. Él no está para ponerse cualquier cosa en la cabeza, aunque hay frases que le cuesta sacar de ahí. Ayer le penaba ésta: “no me hables, abuelo, que voy subiendo la escalera”. Son siempre frases simples, en las que ve misterios que no confiesa. Para la antipoesía, ésta es la vida eterna, el paraíso de Nicanor: ahí donde sólo envejecen quienes han perdido la curiosidad.

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