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Cultura

7 de Septiembre de 2016

El artista que viajó por Chile buscando chilenos

Durante 70 días, el artista visual Enrique Flores realizó un viaje en solitario, de Valdivia a Tocopilla, llevando sólo una mochila y muy poca plata. Inspirado en la canción “Buscando chilenos”, de Sexual Democracia, su objetivo era indagar en las estéticas e imaginarios locales de la chilenidad. Fruto de las conversaciones con lugareños, improvisó obras de arte que terminó exhibiendo en sitios impensados: playas, potreros, plazas, gimnasios municipales y hasta una ruca. Aquí los entretelones de esta curiosa aventura.

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El artista visual egresado de la PUC Enrique Flores (33) necesitaba airearse. La vida capitalina lo tenía abrumado y medio depre. No quería seguir trabajando en colectivos artísticos. Estaba chato de las inauguraciones, a las que iban sus amigos solo a tomar copete, y de que los artistas se pasaran sobando el lomo entre ellos. Le urgía un cambio radical.

Renunció a su pega como chofer de una librería y dejó su casa en el Barrio Franklin para volver a la casa de sus padres en Copiapó. Allá montó una Residencia Artística Personal que fue un rotundo fracaso: a los veinte días, no tenía qué hacer. Sin embargo, ese tiempo no fue en vano. Escuchó “música ñoña” que no oía hace mil años, como el disco “Buscando Chilenos” de Sexual Democracia, que volvió a encontrar “la raja”. En eso estaba cuando le llegó, en mayo pasado, la invitación de una profesora de artes de Paillaco para realizar un taller a sus alumnos. No lo pensó y partió al sur, por tierra, aunque decidido a sacarle provecho al viaje. Haría una Gira Artística Autogestionada de sur a norte, de Valdivia a Tocopilla, en tributo a la canción de la banda valdiviana, que dice: “Nos fuimos con el Rupe buscando chilenos / viajaríamos de punta a punta / del norte a la Antártica / del mar a la cordillera”.
El viaje lo haría precariamente: solo con una mochila, una cámara de video y muy poca plata. Sus máximos lujos serían comer completos y empanadas, en los que terminó siendo experto. Y para generar obras, solo ocuparía materiales como témpera, cartulinas, papel de envolver, pitilla u objetos que recolectara en el camino, como las conchas de locos que usó para una instalación en La Pampilla.

Su motivación era ocupar el territorio chileno como museo al aire libre e indagar en las identidades y estéticas nacionales desde el arte contemporáneo, pero sin caer en el chovinismo que tanto detesta. Temáticas que ya abordó en colectivos artísticos de los que estuvo a cargo, como Galería Daniel Morón, Espacio Flor y Centro de Investigación Artística (CIA). “Me interesan todas esas cosas que suelen ser olvidadas y miradas en menos por la academia, como son las costumbres chilenas. Te puede gustar el fútbol, cierto tipo de comida, las tallas. Pero cuando entras al terreno del arte, las hueás se tienen que afinar y termina siendo todo una mentira”, dice Flores.
El 19 de mayo comenzó su aventura en Paillaco, cerca del invierno y “cagado de frío”, como él quería: en verano las cosas son distintas y no le interesaba andar de turista. Su travesía lo llevó a itinerar por los balnearios de Niebla y Cartagena y las ciudades de Temuco, Rancagua, Valparaíso, Coquimbo, La Serena, Chañaral, Tocopilla y Antofagasta, pasando por pueblos sin mayor interés turístico como Villa Alegre, Lota, Rengo y Caldera. Un viaje que lo convirtió a él mismo en un personaje: el artista barbón que andaba haciendo cosas raras en la calle, siempre vestido con la misma ropa.

BUSCANDO CHILENOS
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Lectura de foto: Enrique donando su obra “Wachinton” a las encargadas del Museo de Felipe Camiroaga en Villa Alegre.

En su primera parada, en Paillaco –comuna ubicada a 40 kms de Valdivia, sin mucha gracia–, Flores inauguró su temporada de exposiciones en una ruca semiabandonada, “un poco hechiza, tipo Sodimac”, donde mostró una serie de pinturas geométricas influenciadas por la iconografía mapuche. A su “galería” la nombró Ruca Rap, en honor al naturalista alemán Rodulfo Amando Philippi. Y aunque temía que nadie lo fuera a pescar, se equivocó: “Partí con ese prejuicio de que la gente no iba a cachar nada. Pero son leseras. A lo mejor no saben de historia del arte, ni de referentes, pero te comprenden absolutamente”, afirma. En Paillaco, captó la curiosidad de un grupo de niños que lo empezaron a seguir para todos lados, eran como su sombra, y también lo entrevistó la TV local: “Agradecían que un artista pasara por su ciudad”, recuerda.

En todo caso, Flores no quería limitarse a caerles bien, ni hacer un arte fácil, sino que la gente entendiera “al artista que hace hueás raras”. En muchas de las localidades que visitó, le dijeron que nunca habían conocido a un artista visual. “Creían que era pintor de caballete, pero luego me preguntaban si además trabajaba en la tele, si hacía diseño o actuaba”, relata riéndose. La gente terminaba contándole anécdotas e historias desconocidas de sus ciudades. Hubo niños que le explicaron la sutil diferencia entre ser huaso o campesino, o lo peludo y “flaite” que era vivir en la población de Alexis Sánchez. Pero casi siempre se repetía algo: todos hablaban de sentirse solos, de vivir alejados, y que Chile era una gran tragedia.

Tras pasar por Valdivia y Temuco, el artista llegó a Concepción, donde hizo retratos semiabstractos a los transeúntes del centro penquista. “El tema de los vendedores ambulantes allá es cuático. Hay muchos, y justo en esos momentos la Municipalidad los quería sacar. Se me ocurrió estar con ellos. Me conseguí una silla y una mesita y me instalé con mi puesto”. Todos los retratos se los regaló a quienes posaron para él. “Una señora se sintió tan mal que me obligó a aceptarle 500 pesos”, cuenta.

Fue en Concepción donde a Flores le ocurrió una increíble coincidencia para su gira: su encuentro con Miguel Barriga, líder de Sexual Democracia y mentor de su aventura. “Me enteré de que daba un concierto, y partí. Quedaba en un lugar bien provinciano, con calles de tierra. El loco lo dio todo en el escenario y después él mismo se puso a vender sus discos en la puerta del local. Un bacán. Obviamente, lo fui a saludar y le expliqué mi aventura que había hecho a partir de su canción. Como que no me compró mucho. Fue buena onda, pero estaba en otra”.

Tras 23 días y diez camas, el artista llegó a Villa Alegre, el pueblo que alcanzó notoriedad tras la muerte de Felipe Camiroaga. “Un hoyo negro, donde todo gira en torno a él”, acota. Flores quería donar una obra al museo que homenajea al animador. Pero no andaba muy creativo. No se le ocurría qué hacer. Hasta que una mañana se miró al espejo y, para su sorpresa, se encontró parecido al Washington, el personaje que inmortalizó Camiroaga: andaba con gorro de lana y una barba crecida. Salió a la calle y en la plaza se dio cuenta de que todos los hombres se parecían al Washington. “Pensé: obvio que él sacó el personaje de acá. Después supe que fue así, que el Washington era el señor de la leche. Así que mi obra tenía que homenajear a ese personaje”. Partió a comprar cartulinas y stickfix. La obra “Wachinton”, que realizó en plena plaza, le costó 300 pesos. “Creí que se molestarían en el museo por ser casi una obra escolar, pero les encantó. Las encargadas, unas señoras buena onda, quedaron de enmarcarla y exponerla”.

En la tierra de Camiroaga, Flores se anduvo bajoneando. La soledad ya lo afectaba. “¿Me estaré volviendo loco al hacer esto que no le interesa a nadie más que a mí?”, se preguntaba. También se le acababan las lucas. Persistir en su gira se transformó casi en un desafío personal, físico y artístico, que debía cumplir como sea. Continuó su periplo en Rengo, donde publicó sus “Poemas para Rengo”, que distribuyó entre sus habitantes.

Ya en la zona central, empezó a decaer físicamente. El frío de Rancagua lo tenía mal. Fanático del fútbol, ni siquiera pudo ver los partidos de la Copa América Centenario. En esa ciudad realizó la intervención “Un desastre”, en la escalera de una parroquia, con escombros y basura para “conmemorar el fracaso y la derrota, tanto mía, porque llegué todo arruinado y sucio, como de la identidad de Rancagua, que anualmente celebra un desastre que arruinó estrepitosamente la Independencia de Chile”. Hasta los curitas salieron a felicitarlo.

VIVA CHILE
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Lectura de foto: Escarabajo de Nicanor Parra intervenido.

El 23 de junio, Enrique andaba patiperreando en El Quisco y se encontró con un amigo que no veía hace años. Él le contó que trabajaba en Las Cruces y que pasaba todos los días por la casa de Nicanor Parra. “Me dijo que su Escarabajo estaba todo rayado. Yo dije ‘voy aprovechar de ir a dejarle una dedicatoria grande’, y compré un spray negro”. Pero cuando llegó, se dio cuenta que todo era un vil invento. “El Escarabajo estaba flamante”, recuerda. Para no perder el viaje, agarró un plumón rojo, y le escribió un mensaje a Nicanor sobre la puerta del chofer: “Buena Onda”. Debajo estampó su firma: “Yo”. Y se fue.

“Objetivo cumplido: después de más de 70 días de itinerancia artística por el país, mi viaje llegó a su fin en la casa de Alexis Sánchez y en la cancha donde se inició en Tocopilla. Hoy fue un día especial, sacando las últimas energías cuando ya ni me quedaba plata, llegué a un lugar con gente amable. Ahora, el camino de regreso. A todos muchas gracias, ¡Viva Chile!…”, escribió Flores a principios de agosto en la página de Facebook donde iba narrando sus aventuras.

Tenía razones para emocionarse. Cuando inició su gira no tenía otra expectativa que conocer gente y exponer en lugares que no fueran museos. Nunca pensó que terminaría exponiendo en una ruca, en playas, en potreros y hasta en estadios municipales, como el de Coquimbo, donde se coló en una feria institucional y exhibió lo que llevaba en su mochila más lo que improvisó ahí mismo, junto a los stands de Carabineros, la PDI, la Cruz Roja, la barra de Coquimbo Unido y hasta una AFP incluida. Los organizadores, en lugar de molestarse, hasta lo ayudaron a instalar su puesto.

Como bonus track de la gira, en Antofagasta, a Flores se le ocurrió una última obra cuando ya solo tenía al alcance un miserable rollo de papel higiénico, con el que hizo un “cover” de la obra “Una milla de cruces sobre el pavimento” (1979), de la artista Lotty Rosenfeld. Y hace una semana, de vuelta en Santiago, sumó una patita final a su travesía en el Estadio Nacional, hasta donde llegó caminando con una carretilla desde su casa en Franklin para disponer, a lo largo de la pista atlética, dibujos, instalaciones y varios cachureos que terminó regalando a quienes quisieron acompañarlo. También dio la vuelta olímpica, con la misma carretilla. Sin embargo, el regreso a la capital ha sido triste. “Es fuerte retomar la rutina. Pero tampoco quiero quedarme pegado como el artista viajero. Me gustaría que otro retomara esto, porque también hay lugares de arte y exhibición en regiones. Y son súper bienvenidos los artistas de Santiago, pero que no lleguen prepotentes, porque siempre me contaban que llegaban creyéndose la raja, y no es la idea”.

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