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Opinión

9 de Septiembre de 2016

Columna: Comandante Benjamín

En 1973, a los quince años, mi amigo abandonó bruscamente la Alianza Francesa. Nunca más volví a ver a Raúl Pellegrin Friedman. Lo busqué durante años, pero era como si se lo hubiese tragado la tierra. Echaba de menos a ese joven monumental, generoso, que iba derechito al Premio Nobel, y por qué no, ¡a presidente de Chile! Así fue como pasaron los años, y Raúl, por lo que alcanzaban a decirme mis otros compañeros, había desaparecido de Chile. Cuando les preguntaba por él, cambiaban la expresión y decían apurados: “Creo que está en Alemania, estudiando”.

Benjamín Galemiri
Benjamín Galemiri
Por

Comandante-Benjamín

Por Benjamín Galemiri

Cuando estudiaba en el Lycée Alliance Francaise Antoine de Saint-Exupéry, yo tenía un mejor amigo que era descomunal. Se llamaba Raúl Pellegrin Friedman, de padre italiano y madre judía. Raúl era un genio a secas, el mejor alumno en todo, sólo yo lo superaba en francés y español. Ambos éramos unos muchachos fanáticos de las mujeres, ambos de un sentido del humor internacional. Nos llamaban “los Jerry Lewis” de la Alianza Francesa porque hacíamos una especie de dupla, aunque nada que ver con la dupla que hizo Lewis con Dean Martin, que nos caía igual bien pero lo encontrábamos un estúpido. Lo bello de todo es que éramos dos Lewis. Cuando apareció Woody Allen, la cosa se ordenó: yo era Allen y él Lewis.

Este súper genial alumno Pellegrin Friedman temía mucho a las mujeres y, como yo, las deseaba terriblemente. Nuestra heterosexualidad era de una tensión permanente, pasaba una chica junto a nosotros y nuestro adolescente falo se elevaba a umbrales inimaginables. Yo de vez en cuando conseguía una que otra fémina, pero él ninguna, y su lío era ser demasiado bajo. Mientras yo lo admiraba, las chicas lo despreciaban físicamente. Tenía además un rostro como de pájaro, pero unos ojos azules profundos que componían su mirada. Sus superlativas notas no causaban ninguna pulsión sexual en las jovencitas: 7 casi todo el año en física, en biología, en química, ¡en matemáticas! Como era muy generoso, ponía las respuestas dentro de lápices Bic que pasaban de mano en mano, hasta que sucedió lo inevitable: cayó por error en manos del profesor. Pero como los maestros lo amaban, Pellegrin Friedman fue perdonado. Su audacia temeraria y su sentido del humor gongoriano eran cada vez más explosivos. Recuerdo que, cuando el profesor de francés se daba vuelta y se ponía a escribir en la pizarra, Raúl cantaba un tango inventado por él como dedicado al profesor, lo que causaba el estallido de risa de las mujeres. Por fin había logrado la atención de las chicas. Pero este valiente alumno hubiese querido ser amado por la parisina Julie Planteau, y ella era muy cruel con él.

Raúl Pellegrin Friedman hablaba ansiosamente de Marx, Bakunin y sobre todo de Proudhon, aquel maravilloso filósofo que dijo la frase más bella de la historia de la filosofía: “La propiedad es un robo”. Cuando hablaba de esos temas, Raúl parecía un predicador que hipnotizaba a su audiencia. Se reía de los fascistas de la manera más desopilante y grotesca de la tierra. Para un colegio de acomodados y millonarios (menos yo), era algo insólito, subversivo, pero los franceses adoraban su genialidad. Cuando acababan sus prédicas, intentábamos tener un cambio de luces con alguna de las bellas chicas, pero ellas se iban con los más mediocres y buen mozos, como en una película de Woody Allen. Nunca entendí cómo un genio como él no conseguía chicas. Toda esta búsqueda se hacía insoportable. Yo veía a Raúl con una mochila de tristeza, mientras mis otros compañeros se iban a esquiar en carísimos paseos, y luego a aquel legendario aunque patético viaje a París, que a la larga los hastiaba y se decidían a recorrer el cómico Chile.

En 1973, a los quince años, mi amigo abandonó bruscamente la Alianza Francesa. Nunca más volví a ver a Raúl Pellegrin Friedman. Lo busqué durante años, pero era como si se lo hubiese tragado la tierra. Echaba de menos a ese joven monumental, generoso, que iba derechito al Premio Nobel, y por qué no, ¡a presidente de Chile! Así fue como pasaron los años, y Raúl, por lo que alcanzaban a decirme mis otros compañeros, había desaparecido de Chile. Cuando les preguntaba por él, cambiaban la expresión y decían apurados: “Creo que está en Alemania, estudiando”.

¡Estudiando qué, si sabía todo! Otros me decían que vivía muy austeramente en Francia, casado y con hijos. Muchas fueron las respuestas a través del tiempo, ninguna la que me calmara. Mientras tanto yo me transformaba en una especie de “celebridad menor”, como me dijo mi ex hijastro. Era “el dramaturgo postmoderno” (calificativo que nunca me representó), “el dramaturgo anarquista de salón y afrancesado”, no paraba de viajar, y aprovechaba de buscarlo. Nada. Nada. Con mis obras teatrales, ponía todo eso en suspenso y sacaba la foto de mi búsqueda frenética, triste a veces, otras muy cómica, recordando su universal sentido del humor.

Un día apareció en La Segunda la horrible noticia de que un muchacho de 30 años había sido encontrado muerto flotando en las aguas del río Tinguiririca. Era Raúl. Algo duro golpeó mi corazón. Era como una escena atroz y autocumplida de una obra del inmenso Eurípides. Había sido torturado y ajusticiado por los cobardes agentes de la dictadura, por haber atacado días antes un cuartel de carabineros en Los Queñes. Ahí descubrí que Raúl, en el exilio, se había unido a la guerrilla y se había transformado en Comandante. Para terminar como el Che Guevara, que era su ídolo. Ese fue el error del genio, se arriesgaba mucho. Bueno, era y siempre fue un hombre de agallas. Pero también fue en la guerrilla que por fin encontró el amor en su vida: Cecilia Magni, la Comandante Tamara, su amada y apasionada novia, y que fue abatida el mismo día en Los Queñes.

Fui al entierro de Raúl, lleno de miedo. Estaban los CNI controlando todo y estaba también la gente del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que disparaba al cielo en señal de admiración por su líder el Comandante. Gracias a Dios yo estaba casado y me aferraba a mi valiente mujer. Las mujeres saben cómo sacarte el miedo. A la salida, en una caja, dejé una tarjeta que decía patéticamente Cineasta, mi nombre, mi teléfono y un mensaje genuino, inundado de pena y de lo inútil.

Al día siguiente su madre me invitó a su casa. Nos abrazamos y recordamos a Raúl. Ella me dijo que él nunca me había olvidado. Me pidió que lanzara un libro en honor a mi amigo. Lo hice. Parecía que mi miedo físico hubiera desaparecido, por un momento al menos.

La última vez que vi a la madre de Raúl Pellegrin Friedman, me hizo poner la kipá (sombrero judío que significa que nunca nos debemos creer más que Dios, que ese gorro es un límite). Ella estaba en lágrimas y me dijo algo que fue un trueno: “¿Sabes cuál fue uno de los nombres que más ocupó Raúl durante sus años de clandestinidad?”. “No”, le dije. “Comandante Benjamín”.

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