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Opinión

28 de Septiembre de 2016

Silvia Vera Sommer: Mi vida con Pepe Carrasco

Hace 30 años, el periodista Pepe Carrasco fue, junto a otras tres personas, secuestrado y acribillado por fuerzas de la represión en venganza por el atentado contra Pinochet. Su pareja de ese entonces, Silvia Vera Sommer, perdió así, por segunda vez en su vida, a un amor por culpa de la dictadura. En 1975, Alfredo García, su esposo, había sido asesinado en la Operación Colombo.

Ivonne Toro Agurto
Ivonne Toro Agurto
Por

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Fue a fines de agosto de 1976 cuando el periodista Pepe Carrasco, preso en el Campo de Concentración Melinka, en Puchuncaví, le pidió, en el patio del centro de represión, a Silvia Vera Sommer ser su pareja.

Él llevaba varios meses detenido y ambos se habían enterado un año antes de que el esposo de Silvia, Alfredo García Vera, secuestrado por la Dina en enero de 1975, había sido asesinado ya que su nombre figuraba en la lista de los 119 miristas que, según el montaje de la dictadura, habían muerto en el extranjero en purgas del MIR.

-Estábamos paseando y yo tenía mucho frío. Pepe me dice: “pon la mano en mi chaqueta”. Yo pongo la mano y él me la toma con la suya. Me puse muy nerviosa. Me gustó, pero me dio pudor. La saqué y él me dice: “Silvia, yo quiero que tú seas mi compañera, ¿tú quieres ser mi compañera?”. Era una situación muy loca. Él estaba preso, no tenía para cuando salir. Yo seguía buscando a Alfredo. Entonces él me dijo: “Silvia, mira la situación que nos rodea. Sentir que tú piensas en mí y que yo pienso en ti nos va a ayudar a los dos”. Yo me puse roja, morada, pensaba, “no puede ser, yo quiero a Alfredo”. Pero algo me pasó y le dije sí- relata Silvia(70).

Estuvieron juntos hasta el 8 de septiembre de 1986. Esa madrugada, el comando “11 de septiembre”, encabezado por Álvaro Corbalán, en venganza por el atentado a Pinochet, llegó a buscar a Pepe al departamento que compartía con Silvia en el Barrio Bellavista. Otras tres personas fueron secuestradas en esas horas: Felipe Rivera Gajardo, Gastón Vidaurrázaga Manríquez y Abraham Muskatblit Eidelstein. Todos murieron acribillados. El cuerpo de Pepe recibió 14 balazos y fue arrojado en los alrededores del Parque del Recuerdo.

EL ENCUENTRO
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La primera vez que Silvia vio a José Carrasco Tapia fue en Tres Álamos.

Ella había viajado desde Valparaíso, donde vivía, buscando la pista de su esposo, Alfredo. Era marzo de 1975. Hacía tres meses, Silvia había sido mamá, pero la alegría de ese hijo sólo la pudo disfrutar a concho por 18 días. Luego vino la desaparición de su pareja y desde entonces, ella había acudido a las cárceles de la Región de Valparaíso, buscándolo. Como no encontraba pistas de él, había viajado a Santiago donde estaba detenido el amigo de ambos, Agustín -el alias en el MIR de Carlos Díaz Cáceres, que murió en una explosión en 1981- y en esa visita, donde tampoco consiguió conocer el paradero de Alfredo, Silvia vio reflejado en Pepe su propio dolor.

-La familia de Lucho Costa, que también era del MIR, había viajado desde Valparaíso a Santiago a verlo a Tres Álamos y yo vine con ellos. Finalmente pude entrar con la mamá de Agustín, que era un amigo muy querido de Alfredo. Agustín me contó que habían estado detenidos juntos y que Alfredo tenía que aparecer. Lucho me dijo ese día que había estado con él en La Torre en Villa Grimaldi. Los dos me dieron ánimo, creían que Alfredo estaba recluído en algún lugar. Agustín me presentó a otros compañeros. Ahí estaba Pepe.

Antes de tenerlo en frente, Silvia escuchó de boca de Agustín la historia del periodista que, como Alfredo, militaba en el MIR. Supo que el 6 diciembre de 1974, en Concepción, había sido detenido por efectivos de la Armada y conducido a la Base Naval de Talcahuano. Que esa misma noche, la casa donde vivía con su pareja, Gabriela -alias de la brasileña Jani Vanini- había sido atacada por un destacamento de la Infantería de Marina y que Gabriela había repelido a balas el allanamiento. De allí salió herida y cuatro días después fue asesinada.

Pepe, le contó Agustín, había intentado suicidarse cortándose las venas en Talcahuano. Luego, de alguna manera, su dolor había mutado a una especie de provocación hacia los militares y era el puntal de los demás reos, el que nunca decaía.

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-Me dio mucha pena su historia, sentí que era la mía también. Yo no tenía certezas, pero tenía en el pecho una mala sensación sobre lo que había pasado con Alfredo, porque no aparecía. Recuerdo que Pepe fue muy cálido conmigo y yo pensé: él lo está pasando súper mal. Por eso me quedó grabado. En julio de ese mismo año, apareció la lista de los 119 y ahí estaba Alfredo. Fue una cosa muy elaborada: como ratones mueren miristas en Argentina. Soy muy racional, pensé que era una forma de darlos por muertos. Ahí yo supe que a Alfredo lo habían matado. Seguí buscándolo, pero con la sensación de que estaba muerto. La gente de Puchuncaví hizo una huelga de hambre denunciando que era mentira lo que señalaba esta lista, porque ellos habían estado detenidos con esas personas. Ahí volví a ver a Pepe, porque lo habían trasladado a Puchuncaví y él era ahí una especie de jefe, me pasaba papeles de los presos para que nosotros presentáramos en tribunales. Ellos declaraban que habían estado con alguno de los 119.

Tras ese acercamiento, Silvia dejó de ver por un tiempo a Pepe y prosiguó con los trámites judiciales para denunciar la desaparición forzosa de Alfredo. Eso, hasta que en una visita a su amigo Agustín, preso en la cárcel de Valparaíso, le pidió un favor.

-Agustín me dice que vaya a ver a Pepe a Puchuncaví a llevarle un recado. Yo le dije que no, que yo no iba a arriesgarme a llevar cosas porque Alfredito, mi hijo, estaba muy chico. Me dice Agustín que no, que quiere que vaya y le pregunte a Pepe su visión estratégica de lo que hay que hacer. Entonces yo iba, paseaba con Pepe por el patio, él me hablaba de política y yo le transmitía a Agustín su visión. Y así, hasta que me propuso ser su pareja. Yo pensaba, “no puedo, soy la mujer de un detenido desaparecido”. Pero era tan rico que alguien pensará en mí. Lo alcancé a ver una o dos veces más después de eso y luego nunca más pude entrar. Me prohibieron el ingreso a Puchuncaví. Yo iba y me paraba afuera. Nos movíamos las manos y después me iba. Nos empezamos a escribir cartas. Las primeras eran muy contenidas, sobre la soledad. Después se fueron poniendo más apasionadas. Éramos muy jóvenes los dos y queríamos ilusionarnos.

EL EXILIO
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En noviembre de 1976, por la presión internacional, Pinochet anunció que liberaría a algunos de los presos que estaban sin condena. Entre ellos, figuraba Pepe que, con motivo de este evento, había sido trasladado nuevamente a Tres Álamos.

-Lo esperé con su familia. Los presos se pusieron a cantar adentro el himno de la alegría y nosotros afuera también empezamos a cantar. De pronto, se abrieron los portones y ellos salieron. Para mí fue terrible, porque sabía que iba a salir Pepe, pero yo me imaginaba saliendo a Alfredo con su parka verde, con su cara linda. Lo mío era una contradicción espantosa. Cuando Pepe salió, abrazó a sus padres y luego a mí, y yo estaba súper rara. Él me dice “tranquila, tenemos todo el tiempo del mundo”. Tomamos once con sus papás y yo volví a Valparaíso, a mi trabajo en la escuela superior de hombres. El fin de semana siguiente, él me fue a ver. Y estuvimos así, hasta que ese verano yo le expliqué que necesitaba una pausa y fui a Punta Arenas por un mes, mi familia es de allá. Él me escribió, preguntando cuándo volvía. Yo había ido muchas veces a Punta Arenas en ese periodo. Cuando regresaba, estaba mi cuñado esperando a mi hermana y mí no me esperaba nadie. Una vez Alfredito le tiró los brazos a mi cuñado, y él no alcanzó a tomarlo, porque estaba con sus hijos. Esa imagen a mí me desgarró. Ese día de febrero de 1977 yo llegué y estaba Pepe. Tomó a Alfredo en brazos y un amigo suyo nos llevó a Andes Mar Bus. Ese viaje a Valparaíso para mí fue mágico. Lo puedo ver ahora: su camisa, su pelo, su color de piel, con Alfredito en brazos. Yo quería eso, quería tener una familia. Y fue tan lindo ese viaje. El gas estaba cortado y él puso gas. Sentí que alguien estaba conmigo y me ayudaba. Ahí creo que empezamos.

Luego de ese encuentro, se vieron otras veces y me dijo que tenía una mala noticia: le habían dicho que la represión estaba muy dura y que le correspondía salir del país.

-Yo pensé “otra vez todo abajo”. Entonces, él me preguntó “¿tú te irías conmigo y Alfredo? No ahora, yo te mando a buscar cuando esté instalado”. Y con una audacia que no sé de dónde me salió, porque en verdad apenas lo conocía, le dije que sí. A los tres meses me mandó visa, pasajes. Yo no sabía cómo explicarle a mi suegra lo que pasaba, que yo no había dejado de querera a Alfredo, y que no lo iba de dejar de querer nunca, pero que no aguantaba más y necesitaba a alguien que me diera la mano. Ella me dijo que no estaba de acuerdo con que me fuera con una persona de las mismas ideas y que si Alfredo aparecía no me lo iba a perdonar. Yo le contesté que ella conocía a Alfredo en su rol de madre y que yo lo conocía de otra forma y que no tenía ningún conflicto, porque si él aparecía, yo me iba con él.
Me fui donde Pepe, que era mi pareja y al mismo tiempo era un desconocido. Pasó un tiempo y él se fue de viaje. Ahí recién entendí lo importante que él era para mí, que lo necesitaba, que lo quería. Cuando volvió de ese viaje, en marzo de 1978, creo que empezamos a ser de verdad una pareja. Estuvimos cuatro años en Venezuela, tres en México y dos acá. Los dos hijos de Pepe de su matrimonio anterior, Iván y Luciano, se nos unieron en México.

Silvia recuerda ese periodo con alegría, pese a que en algún momento su relación con Pepe estuvo en crisis. Rescata, dice, lo esencial: la vida y los valores que compartieron.

-Cuando estábamos en Venezuela, hubo una huelga de hambre por los desaparecidos. Yo participé. Para mí fue fundamental que Pepe fuera mirista, porque Alfredo había sido mirista. Pepe nunca me iba a decir nada por Alfredo, porque Alfredo era un compañero detenido desaparecido. Era sagrado. Y Alfredito era hijo de un compañero detenido desaparecido, era intocable. Él fue fantástico con mi hijo. Pepe fue el único papá que él conoció, porque mi hijo tenía 18 días cuando su papá desapareció. Cuando llegamos a Venezuela, Alfredito tenía 2 años 10 meses, y por unos diez días le dijo Pepe. Luego lo llamó “mi Pepe” y después “papá”. Estuvimos muchos años solos. Alfredito tiene en su casa una foto de Alfredo, su papá; y otra de Pepe sentado frente a una máquina de escribir. Yo lo molesto y le digo que parece una animita, y él se ríe y me dice “es mi viejo”.

En 1984, decidieron regresar. No se acogieron al plan de retorno del MIR, que Silvia encontraba terrible por su alto costo personal: pasar a la clandestinidad y llevar los niños a Cuba. Optaron porque Pepe volviera a trabajar en prensa y tener, en lo posible, una vida normal. Silvia empezó a trabajar en Documentación en Análisis.

-Él no quería la vía armada. Se vinculó con Juan Pablo Cárdenas, que en ese entonces era director de Análisis y empezó a trabajar ahí. Yo siempre viví esos años con terror de que lo mataran. Se atrasaba cinco minutos y pensaba que lo iban a matar en la calle. Nunca creí que iban ingresar a la casa como lo hicieron, de forma tan violenta, pública, innegable.

LA MUERTE
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“Fuiste fusilado por ser impecable
sin fallas
ése es mi papá
siempre preocupado de todos
menos de él.
Él, el mejor papá”.

El hijo de Silvia, que en 1986 tenía 11 años, escribió ese poema a Pepe el 8 de septiembre de 1986, cuando el país ya conocía que había sido acribillado en represalia por el atentado que horas antes había realizado el Frente Patriótico Manuel Rodríguez contra el dictador Augusto Pinochet en la cuesta “Las Achupallas”, camino al Cajón del Maipo, a 40 kilómetros de Santiago. En la acción armada habían fallecido 5 escoltas. Corbalán y un grupo de represores buscaban vengarlos.

Esa madrugada, Pepe Carrasco estaba en su departamento en el Barrio Bellavista. Había retornado hacía sólo unos días de Buenos Aires, donde había huído por tres meses luego de recibir amenazas de muerte. No pudo permanecer lejos, dice Silvia, de los niños. Alfredo, Iván y Luciano vivían con ellos. A diferencia de otras ocasiones, en que intuían el peligro y pedían dormir en otras casas, la noche del atentado a Pinochet permanecieron en su hogar.

-Estábamos todos en la casa. Eran las cinco de la madrugada cuando tocaron la puerta. Fui la primera que me asomé y no abrí, porque me aterré. Me gritaron: “¡Policía! José Carrasco”. Yo me devolví y le digo: Pepe…Él se empezó a vestir y yo me puse una bata. Salió Iván de su pieza y se quedó ahí, mirando. Pepe se acerca a estos hombres armados y de civil y dice “Soy periodista”. Le contestan “sabemos quién eres, huevón”. Ahí empiezan las patadas a las puertas hasta que la botan y llegan dos tipos con ametralladoras. Lo encañonan, uno a cada lado. Iván mirando todo. Pepe trata de dialogar, les dice que estén tranquilos, que ya va. Se lo llevaron así. Iván sale tras ellos. Le dijeron “quédate ahí, llamen a investigaciones”. Los niños despertaron. Los abracé. Hice lo que le dijeron a Iván y llamé a investigaciones, después a Carabineros, nada. Llamé a Venezuela, donde teníamos un amigo diputado que pensé que podía ayudar. Bajó un periodista de Cauce que vivía en el edificio, la Pili Izquiero con su compañero, un abogado, Fernando Zegers. Llegó el nochero del edificio, al que también se lo habían llevado y lo habían tirado dos cuadras después. Estaba llorando. Fui a la Vicaría en cuanto ameneció y me encontré con Carmen Hertz, fuimos a Barros Borgoño a ver si lo podían tener ahí. Me encontré ahí con Alicia Lira. Ni ella ni yo sabíamos que nos unía la misma historia.

Lira era la esposa de Felipe Rivera Gajardo, otra de las víctimas del comando 11 de septiembre.

-Esa noche en mi departamento estaba reunida la familia y la gente de Análisis. En un momento, Fernando Paulsen tocó la puerta de mi pieza, entró y me dijo: “Silvia, nosotros sabemos algo y queremos decírtelo, para que no te enteres por un flash de la radio, para que manejes la misma información que nosotros. Apareció un persona, con las mismas características de Pepe, con la ropa que tú describiste. Está en la morgue. No tenemos 100% de seguridad, pero sí un 99%”. Le di las gracias. Yo, desde que se lo llevaron, supe que no volvía. Lo sacaron hasta sin zapatos. Era malo ese destino. Yo lo sabía.

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Al día siguiente, Silvia fue a la morgue a reconocer a Pepe.

-Lo habían arreglado. Su rostro se veía bien. Quise acercarme y darle un beso, pero estaba muy frío. Ya no era él. Era su cara, sus manos, pero él ya no estaba ahí. Se me heló el corazón. Salí. Estaba lleno de periodistas, muchas cámaras. Pensé que me iban a acosar con micrófonos. Nadie hizo nada, y pensé ahí que era el primer homenaje que yo recibía de los colegas de Pepe, ese acto de respeto que era muy fuerte. Siempre he pensado que cuando fue el Golpe, uno entendía que era algo terrible, pero nadie imaginaba el horror que venía. Esa crueldad no existía en nuestra cabeza. Cuando detuvieron a Alfredo, yo pensé que le iban a pegar muchísimo, pero que iba a volver. Incluso le empecé a tejer un jersey, porque yo, angustiada, con un niño de 18 días, sola, creí que él iba a volver y que iba a tener frío. Cuando apareció la lista de los 119, desarmé ese tejido con rabia y nunca volví a tejer hasta que nació mi nieto, que ahora cumple cuatro años. Cuando se llevaron a Pepe, esa inocencia ya no existía en mí.

*Silvia Vera es autora de la autobiografía “La vida que vivimos”.

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