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Opinión

10 de Octubre de 2016

Columna de Sebastián Gray: Pensando en Bárbara Délano

Hace 20 años, el 2 de octubre de 1996, Bárbara Délano abordó en Lima un avión hacia Chile que desapareció en el mar. Nadie sabía que ella venía en ese avión, excepto uno de sus amigos: yo.

Sebastián Gray
Sebastián Gray
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Pensando-en-BÁRBARA-DÉLANO

Supe de Bárbara antes de conocerla. Era el inicio de los ’90, época de cartas escritas a mano que iban y venían por correo y demoraban una semana en llegar. Mientras yo estudiaba en Norteamérica, dos queridos amigos míos, que no se conocían entre sí, me enviaron similares mensajes: “Tengo una amiga que debes conocer, porque sé que se van a gustar”. No les presté atención hasta que, a poco de regresar a Chile, me di cuenta con sorpresa de que ambos me hablaban de la misma persona. Y estaba escrito: cuando Bárbara y yo nos conocimos, una noche en el viejo Torres, nos flechamos para siempre.

Pero claro, todos se flechaban con Bárbara, y ella era leal y espléndida. También ella había llegado de vuelta, tras su exilio y estudios en México, en un momento en que Chile se sacudía de la dictadura y había espacio para ilusiones. Compartimos entonces un instante bellísimo de la vida, aquel en que la juventud se consolida con madurez y confianza de poder hacer cosas trascendentes. Nos hicimos inseparables. Salíamos de fiesta o a pasear, a veces con nuestros respectivos pinches de turno, que debían soportar nuestra tácita complicidad. Pasamos temporadas en su antigua casa familiar, en un acantilado de Cartagena, repleta de tesoros y recuerdos que hablaban de la magnitud artística e intelectual de su mundo. La casa es una goleta de hormigón, con cabinas y escotillas, construida por los abuelos, el escritor y diplomático Luis Enrique Délano y la fotógrafa Lola Falcón; ahora en manos de su padre, el escritor Poli Délano. Bárbara se radicó ahí por un tiempo, para escribir en paz, e hizo amistad con todas las mujeres del pueblo; las mismas que, pocos años después, lanzaron cientos y cientos de flores al mar, invocándola.

Al cabo de un tiempo, en busca de su destino, Bárbara decidió regresar a su querido México, donde le ofrecían un trabajo importante. Antes de partir, le regalé un cortaplumas suizo, que era lo que había que regalarle a una mujer bella e independiente. Ella, a su vez, me encargó a su madre, la psicóloga María Luisa Azócar: “cuídala como si fuera yo”, me dijo. Y así ha sido. Con Bárbara, en tanto, continuamos nuestra amistad por correo y encomienda. Atesoro sus cartas y los bellos objetos, muchas veces frágiles, que enviaba por mano.

Una noche sonó el teléfono. “Sebastián, querido…” Bárbara estaba en Lima; invitada por escritores peruanos a participar en algún simposio y, de pronto, animada por la nostalgia, había decidido extender el viaje en esa última etapa y llegar hasta Santiago. “¿Me puedes ir a buscar al aeropuerto? Llego mañana al alba… ¡Pero no le digas a nadie, que será una sorpresa!” Le dije que sí, ¡por supuesto!, dichoso de verla, que quedábamos de acuerdo. Esa madrugada, y como era costumbre en esa época, llamé al aeropuerto para asegurarme de que el vuelo llegara a tiempo. De ahí en adelante se desgrana una tragedia que no termina ni terminará jamás. Bárbara yace en el mar, junto con muchos otros. Ese mar representa la vastedad de la ausencia, del espanto, del dolor. No hay caso. Es que era un astro. Somos desolados huérfanos de su humanidad, una magnífica excepción, alguien en quien creíamos, que nos hacía soñar y reír, que nos prometía amar la vida. Y también somos sus herederos.

LAS PLAYAS DE FUEGO (fragmento)

He danzado al pie de los ídolos

He bebido y comido todos los frutos de la tierra

He subido montes nevados y pisado las arenas ardientes

Una mañana me asomé desde lo más alto de las Torres Gemelas
y sentí satisfacción

He sido pobre y rica
ataviada por finas coronas de hierbas

Odié y amé en la lujuria y el reposo

En los festines fui bataclana
y en la soledad me recogía

Conocí campos y ciudades preparé platillos deliciosos
y disfruté el sencillo pan que me ofrecieron

(…)

Fui diosa fui reina

No en vano somos nada mis amigos muertos y yo

Por ellos me he tendido aquí
para abrazarlos amorosamente
como lame el mar a lo lejos la orilla

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