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Opinión

15 de Octubre de 2016

Bisama analiza a fondo la crisis de la TV: Garay entendía su poder, entendía que en ese lugar todo lo falso podía ser verdadero

El escritor y crítico de televisión, Álvaro Bisama, analizó a fondo en un ensayo que publica La Tercera la crisis que atraviesa la televisión chilena.

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El escritor y crítico de televisión, Álvaro Bisama, analizó a fondo en un ensayo que publica La Tercera la crisis que atraviesa la televisión chilena.

A partir del caso de Rafael Garay, quien urdió su fama a punta de falsedades en la pantalla chica sin que nadie le objetara un sólo dato, Bisama explica la crisis asegurando que lo del supuesto economista “simplemente puede leerse como una radiografía bizarra del estado de nuestra televisión ahora mismo”.

“Teníamos un panel de economía que era brillante, así definió Julio César Rodríguez a quienes salían en una foto que circuló gracias a la explosión mediática del caso de Rafael Garay. En la imagen, sacada de un viejo late de Rodríguez, aparecían sentados juntos Marcel Claude, los hermanos Antonino y Franco Parisi y el citado Garay. La imagen tenía cierta capacidad predictiva. Si se descontaba a Claude, caído en desgracia por asuntos financieros luego de una penosa campaña presidencial, tanto los Parisi como Garay habían conseguido volverse celebridades gracias a la televisión, un medio donde explotaron como estrellas impensadas para luego convertirse en agujeros negros capaces de comerse toda la luz a su alrededor”, abrió.

“O hasta implosionar y devorarse a sí mismos. En las últimas semanas, el caso Garay pareció tomarse la pantalla en un relato lleno de peripecias. En Garay, ahora sabemos, habitaba una legión; se trataba de alguien capaz de vivir varias vidas a la vez. Recordemos, fue el economista que dio un despacho matutino borracho para un móvil de TVN y que supo capitalizar eso para instalarse en las pantallas como un especialista. Como los Parisi, se trataba de alguien cuyo mejor mérito era explicar de manera didáctica a los espectadores cómo moverse en el mercado de las finanzas. Había un valor antisistémico ahí, pues en el límite del populismo su virtud descansaba en decir lo que los otros anhelaban escuchar, volviendo simple lo complejo, transfigurando los discursos técnicos en bonsáis de consignas”, escribió luego el crítico de televisión.

Para Bisama, Garay entendió mejor que muchos cómo funciona la televisión en Chile. “Porque Garay entendía lo que la tele significaba, tanto para él como los otros. Antes de borrarse, de desaparecer, dio varias entrevistas donde confesó tener una enfermedad terminal. Con ellas preparó el terreno para su salida de escena. Así cerró el círculo con una cortina de humo y se esfumó de un modo casi romántico, volviéndose una silueta difusa en un continente lejano. El truco funcionó. En un lapso de apenas unas pocas horas la historia del moribundo que había decidido borrarse del mundo se convirtió en la persecución frenética de un fantasma. La tele, que era el medio que lo había canonizado automáticamente, salió a buscarlo para regresar casi con las manos vacías”, sostuvo.

“Como pocas figuras recientes, Garay entendía su poder. Sabía que cualquier cosa que se dijese en cámara quedaría impune, que ahí daba lo mismo lo que hiciese, ya fuese abrir su corazón, inventarse diez pasados distintos o contar las vidas ajenas como si fuesen la suya. Lobo suelto en el corral, supo que ahí no había límites, que nadie iba a preguntar nada y que en ese lugar todo lo falso podía ser verdadero y como tal, inapelable. Basta volver al momento donde le cuenta a Martín Cárcamo que entró a la planta nuclear de Fukushima a realizar un rescate y que quizás ahí estaba la razón de su cáncer al cerebro”, ensayó.

“La paradoja acá es que todo lo penoso es también divertido. La historia de Fukushima no le había pasado a Garay, sino al periodista Iván Núñez. Núñez fue a Japón a cubrir el terremoto y visitó Fukushima, pero no pudo avanzar más allá de un control de seguridad. Garay lo escuchó, supo que algo le faltaba de modo que la relató de nuevo para sí mismo, volviéndola algo mejor y dramático. Algo televisivo. Picaresca devenida en policial, su caso hizo que esa chilenidad profunda que sólo la tele puede revelar, brillase en todo su esplendor. Porque el caso de Garay, antes que reflejar los peligros de la movilidad social que provee la cultura del espectáculo -como alguien apuntó- simplemente puede leerse como una radiografía bizarra del estado de nuestra televisión ahora mismo”, agregó.

Según el escritor “la crisis estaba ahí, pero nadie la estaba viendo. La tele es una disciplina hecha de puro presente, un lugar que se felicita a sí mismo, un parque temático que no existe hacia afuera pues el pasado apenas existe, es una referencia que se borra de inmediato y cualquier futuro es incierto. Un año en tevé es apenas un parpadeo. Pero los problemas estaban a la vista. Los datos ahí son trivia, pero también algo más, acaso señales, pistas, tendencias. Ahora es posible descubrir algunas: la transformación del periodismo de investigación en la persecución de gasfíteres y falsos mendigos (En su propia trampa) o en videogames (Alerta máxima); el cambio de rostros de un canal a otro sin demasiado sentido (con el fichaje de Viñuela en TVN a la cabeza); el colapso complejo de áreas dramáticas que no sabían hacia dónde ir o qué historias contar (el aporte de Alex Bowen en TVN fue hacer que todo se viese tan miserable como fuese posible); los reality shows como culebrones eficaces capaces de citarse a sí mismos (Mundos opuestos); la muerte de la vieja farándula (el final de Alfombra roja y En portada); la repetición casi paródica de programas de política agotados (Tolerancia Cero, Estado Nacional); y los últimos estertores de viejas glorias viejas ideas como Sábado Gigante o Buenos días a todos”.

“Nadie pudo responder a tiempo. La crisis dejó de ser una amenaza para volverse real; tenía que ver con lo que pasaba en la pantalla, con las historias que se contaban, con cómo la televisión podía llegar a un público que huía de ella. Esa huida fue una estampida. Cuando se fue el público también huyeron las ideas, el riesgo, la capacidad de improvisar con recursos precarios. El juego de las sillas musicales de los altos ejecutivos empezó para no detenerse. Empezaron los despidos. Desapareció cualquier clase de claridad. TVN se perdió en el camino. UCV se convirtió en un lugar cuya parrilla era dominada por emprendedores como Juan Carlos Valdivia, que podían estar al aire muchas horas al día en varios programas distintos. La Red colapsó y mató a su departamento de prensa. Chilevisión explotó hasta el cansancio el periodismo amarillo, los dating shows sexuales y la chimuchina del Festival de Viña. Secretos en el jardín, uno de los mejores culebrones locales de esta década, pasó desapercibido en el 13, mal programado, a la deriva en una parrilla que apenas entendía cómo armarse”, analizó.

“Ver televisión dejó de ser un ritual viejo. Dejó de ser fácil. Se volvió frustrante, confuso, extraño. Demasiados signos en disputa. Ser espectador podía llegar a ser doloroso. Significaba volverse testigo del desastre, de un delirio sin límites. Sólo Mega pareció sobrevivir, amparado en las turcas y con un área dramática que convirtió a Pituca sin lucas en el modelo a seguir: rostros conocidos, historias familiares, muchos niños, algún conflicto de clase y un paisaje real donde situar todo. Nada muy terrible ni extremo, sólo algo que nadie había hecho en mucho tiempo: respetar el formato, volver a lo básico”.

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