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Cultura

1 de Diciembre de 2016

Crítica de Tal Pinto: El nadador que quería ser clavadista

" Fernández construye un relato rápido, en el que las transiciones entre temporalidades y lugares se suceden sin pausas y donde no parece haber lugar para lo reflexivo sino solo para la resaca".

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Con “Piquero”, su primera novela, Pablo Fernández suma un capítulo más en la inagotable tradición de la narrativa amorosa (o sexual, como prefieran). Se trata de un “profesional de veinticinco años” (“Tengo un lindo departamento, un buen auto. Soy un profesional: estudié cinco años para convertirme en una herramienta. En un martillo. No, no soy un martillo. A lo más un clavo”) que comienza en busca de sexo y acaba, como queda claro, con el corazón roto y la necesidad de curar esa herida. No obstante su brevedad, la novela tiene dos momentos: “online” y “offline”, dando cuenta de la centralidad de redes sociales como Grindr y Tinder en la vida sexual (o amorosa). El momento “online”, que es la etapa de la impostación pero también del sobregiro del yo, un escenario en el que, sin posibilidad inmediata de contraste, la versión que se presta ejerce una atracción que la presencia rara vez puede verificar; sin embargo el momento de la novela es el “offline”, vale decir el que se supone normal, el que se encuentra fuera de las redes sociales. Así, siguiendo el juego de metáforas que propone Fernández, la red es lo que antecede el agua, el lugar del piquero (“No le temas al azar, me digo. Piquero”), que no es otro que la realidad, una realidad hecha de múltiples “piqueros”: fuera del clóset, fuera de las redes sociales, fuera de lo familiar, hacia cuartos oscuros, hacia el sucio día a día, sin la mediación de nadie ni nada.

Con un estilo directo y lírico, hecho de frases cortas que recuerdan tanto a cierta poesía como el estilo epigramático de algunos novelistas de policiales, Fernández construye un relato rápido, en el que las transiciones entre temporalidades y lugares se suceden sin pausas y donde no parece haber lugar para lo reflexivo sino solo para la resaca. Como algunos otros narradores nacionales, Fernández erradica de su novela las instancias de silencio y detención. Se inclina por la fluidez y la velocidad, por la sucesión de episodios que se conectan y ganan dirección, gracias al erotismo tristón de quien necesita tapar un hoyo pero no tiene a su alcance la pala o la tierra para hacerlo (“Soy un estorbo y lo disfruto”).

Se sabe: vivir bajo el agua es tanto un símbolo de libertad como de opresión: “Comienzo a flotar de espaldas. Mi cuerpo se somete al ritmo del agua (…) El vaivén del agua dibuja formas extrañas, oscuras”. El narrador se tira un piquero y acaba enamorado. El resultado, porque se trata de literatura, es predeciblemente desastroso. Su amado adquiere las características femeninas que antes se la asignaban a la amante cruel de la corte: le pide cosas, él se las da; lo engaña, él lo tolera; lo castiga no permitiéndole demostrar su afecto en público. Dominado, casi vencido, el narrador busca expurgar el amor (el martillo) con sexo (el clavo). El desenlace, humano, demasiado humano, supone el regreso al punto de partida, como si se tratara del eterno retorno a las redes sociales, esta vez, eso sí, con otra versión de sí mismo.

Novelas como “Piquero” sirven para actualizar el canon de la literatura amorosa con la perspectiva homosexual. Su publicación, como las más recientes novelas de Fuguet o las de Jorge Marchant Lazcano (un escritor mucho más sofisticado), engrandecen y refrescan una tradición que no solo es inagotable, sino, seguramente, la más inclusiva de todas las ramas literarias.


Piquero
Pablo Fernández Rojas
Editorial Cuarto Propio, 2016, 82 páginas

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