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Opinión

25 de Diciembre de 2016

María Caniulen, nana discriminada en Ñuñoa: “Hay que mirarse más en el espejo”

Más que rápido se divulgó el caso de María Caniulén por internet. En el edificio en que trabaja le reprocharon que su hija se estuviera bañando en la piscina, por ser hija de la empleada y no de una propietaria del lugar. Actualmente tiene cuarenta años y vive en La Florida. Ha trabajado toda su vida de asesora del hogar. “He conocido gente que se extraña cuando digo que me dedico a esto. Como si fuera algo raro. Algo malo”.

Raúl Marín y Fabiola Pinto
Raúl Marín y Fabiola Pinto
Por

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Yo estaba terminando mis labores. Cuando bajé del departamento, casi yéndome a mi casa, el guardia de turno me dijo que si podíamos conversar. Me comentó que recibió un reclamo de una propietaria. Ella le dijo que los hijos de las empleadas no podían usar la piscina. El día anterior mi hija estuvo bañándose en ella. Yo quedé sorprendida. Quedé plop. Fue una situación enferma. No podía creer que existiera un pensamiento así en el siglo XXI. Eso me lastimó. Quedé sin palabras.

Mis papás estaban furiosos. Se enteraron por la televisión. Esto se propagó muy rápido. Ni siquiera los había llamado. Mi mamá se preguntaba cómo podía existir gente que aún hiciera ese tipo de clasificaciones. Esto era netamente clasismo, le respondí yo.

En otro trabajo me había pasado que me habían dicho india. Eso sí que me molestaba mucho, porque yo no soy india. Los indios viven en la india. Que yo sepa soy mapuche, no india.

Yo llegué muy joven a Santiago. Tenía diecinueve años en ese entonces. Vengo de Nueva Imperial, allá por Temuco. Siempre he sido asesora del hogar. He estado en varios lados. No me avergüenza. En un comienzo tenía un día libre por cada quince trabajados. Supuestamente me pagaban cien mil pesos, pero siempre me daban ochenta. Me decían que los otros veinte eran para las imposiciones. Era mentira. Revisando por internet me di cuenta que era falso. Nunca me pagaron.

He conocido gente que se extraña cuando digo que trabajo en esto. Como si fuera algo raro. Algo malo. Mis amigos lo saben. A ellos les da lo mismo. No es tema lo que hago. Pero a los amigos de mis amigos no. Miran en menos. En esos casos siempre repito lo mismo: “Gracias a esto saqué adelante a mis dos hijos”.

En un comienzo se me notaban muchos los rasgos indígenas. Ya no tanto. Recuerdo que con varias otras niñas mapuches íbamos a las agencias de trabajos a buscar pega. Pero las señoras decían, específicamente, que no querían mapuches. Una tipa rubia decía clarito “no quiero indios”. Te miraban el apellido y no podías seguir. Me daba rabia, pero me quedaba callada. Si decía algo en ningún lado me iban a recibir. Si me llamaban la atención debía quedarme callada. No podíamos opinar, simplemente. Cuesta mucho integrarse.

Yo no siento vergüenza por ser mapuche. Me gusta. Participo en la comunidad en que nací. Y todo eso se lo he inculcado a mis hijos. Pero hay gente con la mente muy cerrada. Creen que porque tienen un aire de superioridad pueden pasar a llevar a cualquiera. Y no es así.

Estos problemas vienen de la casa. No le guardo rencor al guardia del edificio, porque era su trabajo. La que tiene el problema es la señora del reclamo. No sé qué tendrá en su cabeza. No sé qué clase de vida querrá para sus hijos o sus nietos. ¿Qué más se puede esperar si aún hay gente que clasifica a otra en un país? Ahora la juventud es más abierta. Hay varios movimientos sociales y eso está bien. Se podría llegar a cambiar algo.

A Chile le falta ser más gente. Más humano. Pensar antes de actuar. No somos animales. Hay que mirarse más en el espejo y preguntarse en qué estamos fallando. Hay que verse más como personas. No ser tan fríos. Ojalá no siguiera pasando, si en el fondo somos todos iguales.

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