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Cultura

2 de Enero de 2017

Frank Zappa: Las memorias de un eterno disidente

Incluso para escribir su historia, Frank Zappa fue un pionero. Hasta 1989, ninguna estrella del rock había narrado su vida en detalle en un libro autobiográfico. En “La verdadera historia de Frank Zappa” -ahora traducido por primera vez al español- el compositor, guitarrista, productor discográfico y director de cine estadounidense, fallecido de un cáncer en 1993, desinfla todos los mitos que lo convirtieron en el Rey de los Freaks y, fiel a su estilo, despotrica contra los músicos egocéntricos, el poder y la política, pero también ahonda en su peculiar forma de ver el mundo y su historia personal. En exclusiva, presentamos dos extractos donde se ríe sin piedad de los músicos de orquesta y los que hacen solos en el escenario. Paralelo a este libro, llegan a Chile las memorias “¡Alucina! Mi vida con Frank Zappa” -del que también publicamos un adelanto- que escribió Pauline Butcher, la secretaria que lo acompañó entre 1968 y 1972, donde lo deja como un jefe tacaño y dictatorial, que se aprovechaba de la debilidad de carácter de sus músicos. Dos textos imperdibles para descubrir el lado B de un genio del siglo XX.

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ANTROPOLOGÍA DE LAS ORQUESTAS SINFÓNICAS

Algunos críticos han dicho que lo que yo hago es una forma perversa de ‘teatro político’. Quizás el veinte o treinta por ciento de mis letras vayan en esa dirección: el resto de mis actividades podrían describirse más bien como ‘antropología de aficionado’.

Por ejemplo: cuando un antropólogo real estudia una tribu, tiene que comerse el bol de gusanos, ponerse la falda de hierba, tiene que meterse de lleno. Para mí, moverme por el Mudd Club era algo parecido, y lo mismo fue trabajar con una orquesta sinfónica.

Los músicos de cuerdas, metales o maderas forman tribus subdivididas en minitribus (la mentalidad del que toca el oboe es diferente de la del que toca el clarinete, que a su vez es diferente de la mentalidad del que toca la flauta, que es diferente de la del que toca el fagot). Los percusionistas son también una tribu aparte.

Dentro de esas divisiones y subdivisiones pude observar preocupaciones específicas… un ejemplo: los de cuerdas son los que están más preocupados por llegar a cobrar la pensión.

Por lo visto, los violinistas sufren una serie de presiones especiales que no afectan a los chelistas. Se tiran mucho tiempo para aprender a tocar el violín y, tras haberse lijado los dedos hasta los huesos, ¿qué premio se llevan? Una silla en la fila diecinueve, serrando notas sin parar, mientras otro tipo que quizás es más político (o que la chupa mejor) se sienta en primer lugar y toca todos los solos cojonudos.

Los que tocan la viola a menudo son violinistas frustrados. No hay muchos que hayan elegido la viola por amor al instrumento, se los condena a ello. Es algo que sucede en el bachillerato (como la viola queda un poco rara bajo la barbilla de un niño, al final adoptas posturas extrañas). Los que no dan la talla para la sección de violines acaban desterrados al país de las violas.

Creo que los flautistas y arpistas tienen mal carácter por toda esa música de nubes y angelitos que les obligan a tocar. Los que tocan la trompa también son arrogantes: tienen que interpretar toda esa mierda que suena a fiesta de graduación.

¿Los timbaleros? Más de lo mismo: se consideran ‘especiales’ porque sus tambores tienen tonos. (A ninguno de los demás percusionistas se les permite incorporar timbales: sólo los timbaleros pueden tocarlos).

En el instituto vi un libro de texto que describía a los trombones como “los payasos de la orquesta” (al autor le parecía muy divertida la imagen de hombres adultos que se ganaban la vida deslizando tubos lubricados para adelante y para atrás y dejando el suelo lleno de charcos de saliva).

Cuando Schönberg introdujo el glissando de trombón en la escritura orquestal moderna, los críticos de la época montaron en cólera y declararon que ese sonido era obsceno y, por lo tanto, inapropiado para las salas de conciertos.

Los músicos de algunos instrumentos detestan estar sentados junto a músicos de otros instrumentos porque les ofende el sonido que hacen los otros. Durante mi visita al País de las Orquestas, eché una mirada a esos tipos y a los instrumentos que habían elegido e intenté imaginar qué extrañas fuerzas habían provocado cada elección.

En el caso del violín (así como en las familias italianas se obliga a los niños desamparados a someterse a la disciplina acordeónica), me dio la impresión de que puede deberse a que el violín era el instrumento de la familia y no hubo más remedio que aprender a tocarlo.

No creo que haya muchos casos de padres que hayan exigido a sus hijos aprender a tocar la percusión. Pasa lo mismo con el fagot. No hay muchos padres que sueñen con ese momento en el que verán al pequeño Waldo entusiasmando a los vecinos al soplar una cosa marrón con un chisme metálico que sobresale por un lado.

El fagot es uno de mis instrumentos favoritos. Tiene ese aroma medieval, de los tiempos en que todo sonaba de ese modo. A algunos les va el béisbol… a mí me parece incomprensible, pero no me cuesta entender que una persona se entusiasme con tocar el fagot. Emite un sonido magnífico, no existe nada que se le pueda comparar.

No creo que los músicos se pregunten al principio “¿cómo voy a ganarme la vida tocando esto?”. Se dejan seducir por el sonido de un instrumento y, a lo largo del tiempo, van mutando y convirtiéndose en víctimas de sus ‘tradiciones en el comportamiento’.

RATAS DE CARRETERA

Las ‘prioridades’ de los músicos cambian en las giras. En los ensayos se pelean por aprender las piezas; en las giras se pelean por echar un vistazo a las primeras filas antes de que se apaguen las luces para ver si hay ‘vegetación’ interesante ahí fuera. Todas las bandas hacen eso. Nunca he estado en la carretera con una orquesta, pero estoy seguro de que ellos también tienen a sus maestros rastreadores.

Respeto las idiosincrasias de los músicos, le añaden ‘textura’ a los conciertos. Los músicos tienden a generar mejores ‘texturas’ cuando les hacen ‘la gran mamada’. Sí, quiero que encuentren ese cruce impreciso de camarera y aspiradora industrial.

Una de las tareas más aburridas que tengo que realizar como líder del grupo es mantener la ‘disciplina empresarial’ durante el concierto. Soy consciente de que, durante el concierto, el radar está encendido… cada uno está buscando (sí, eso).

Tampoco pasa nada. Todos deberían gozar de ‘la gran mamada’, pero deberían conseguirla con honradez, es decir, deberían ganársela por tocar bien las canciones. A veces lo intentan con trucos y trampas… y, bueno, no es que sea muy bonito de ver.

Así, hay un montón de razones por las que a los músicos les gusta tocar un solo en un concierto, pero, en el rock and roll, el motivo habitual es conseguir ‘la gran mamada’. Una manera de aparentar que eres lo más grande del mundo mundial cuando tocas tu gran solo es terminar el solo subiendo la escala, agarrando esa última nota y repitiéndola lo más rápido posible.

La declaración es igual con cualquier instrumento: “¡Oh, me estoy corriendo!” .

Tomemos el caso del violinista Jean-Luc Ponty, que estuvo una temporada con la banda a principios de los años setenta. Después de un tiempo en la carretera, siempre acababa todos los solos con el mismo pasaje: se meneaba hasta lo más alto del instrumento y se corría por todo el escenario sobre la última nota… ¡y las masas se volvían locas! Pero los otros músicos veían lo mismo noche tras noche y empezaron a decir “ajá”.

Hasta cierto punto, Alan Zavod, nuestro teclista en 1984, hacía exactamente lo mismo: acababa su solo con eso que todos denominaban El Volcán. Mantenía el pedal de sustain agitándose y aporreando el teclado para conseguir un gran sonido. Luego culminaba el alarde con una floritura. Siempre le salía bien pero acabó siendo un chiste privado. Lo cierto es que Alan es un gran pianista (y compositor de bandas sonoras) y, al tocar en un grupo de rock, quizás pensó que ese tipo de solo era el vehículo adecuado para proyectar su aura a lo largo y ancho de grandes áreas continentales.

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LA VERDADERA HISTORIA DE FRANK ZAPPA
Frank Zappa con Peter Occhiogrosso
Editorial Malpaso -Océano,
352 páginas.

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