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Opinión

1 de Febrero de 2017

Columna de Constanza Michelson: Arder

"Esta ilusión de la gestión a secas, libre del juego político, esa promesa de unidad por la vía tecnocrática, solo es posible en los estados de desgracia. Sólo en el instante en que todo se quema podemos aceptar, pedir, exigir un avión, o lo que sea que nos salve, pasándose todas las luces rojas. Porque el riesgo de extrapolar esta lógica en el largo plazo, implica gestionar, ya no a un pueblo, sino a un ganado a través del miedo".

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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Las emergencias son en sí un estado de excepción, se suspenden las reglas. La distribución de los lugares, los signos y roles acordados se interrumpen, como el rojo del semáforo para la ambulancia o los roles estereotipados en una familia. Se levantan las tensiones habituales, políticas, sociales, de género, etc, en función de un objetivo común. Se trata de un paréntesis en que el ser humano queda libre de sus circunstancias: somos todos iguales apagando el fuego.

Hay ritos que apuntan a recrear -sin una catástrofe de por medio- esta tregua. La Navidad, un aniversario, son instancias en que se cubren momentáneamente las diferencias. Hay otras recreaciones que incluso cuentan con montaje televisivo, “Levantemos todos los corazones” es el llamado a la unidad de la Teletón.

Pero como el hijo que arruina la ilusión de la cena familiar, hay quienes se resisten a estas reconciliaciones forzadas, y actúan de aguafiestas, recordando que las fracturas siguen intactas. Se trata de los sujetos políticos, quienes entienden que existen tensiones y fuerzas en permanente conflicto.

Por el contrario, hay otros que aspiran al estado de excepción permanente, deseando ahorrarse las tensiones que implica la diferencia: como el político que afirma estar por fuera de la política, preocupándose de los problemas “reales” de la gente, generalmente las emergencias. Es quien se especializa en gestionar, sin importar las causas de las cosas.

Las calamidades convocan estos dos estados del ser humano. Por un lado, al sujeto de la política, quien analiza los conflictos del poder detrás de la catástrofe. Por otro, el sujeto que apela a la llamada “vida nuda” (Agamben): aquella vida desnuda de toda cobertura política, pura vida biológica, libre de toda contradicción y tensión más que salvar su vida.

Lo ejemplifico con el polémico avión. El avión que quizás resuma a Chile mismo.

La donación de la filántropa se convierte, por un lado, en la esperanza de quienes están en el campo de batalla. Ya que habitan en un estado de excepción, en el grado cero de la humanidad, en que el único objetivo es resguardar las vidas. De esta unidad necesaria hecha de la catástrofe, se cuelgan quienes claman por “las chaquetas rojas”, como si fueran el símbolo de una supuesta gestión sin ideología, la gestión “nuda”. También políticos que dicen no ser políticos, que acusan al gobierno de su gestión. Y los medios de comunicación de ética de matinal, que ponen el énfasis en el matrimonio de la filántropa, los pirómanos, alguna canción de la unidad, algo de morbo. Pero también hay que reconocerles, en las campañas de ayuda.

Del otro lado, el político, el avión se convierte en el símbolo de todas las heridas de la patria. No solo evidenció que la promesa del país jaguar fue una ilusión. Sino que también abrió algunas llagas mal cicatrizadas: como esa historia vieja, pero abierta, de la cual fue parte el padre de la filántropa; y esa otra historia que comenzamos recién a tejer, la de las transgresiones de las empresas, a propósito de la procedencia del dinero. El énfasis desde el abordaje político está justamente puesto en la intersección de regulaciones cuestionables y las relaciones de poder. Énfasis relevante, pero que, a destiempo, peca de olvidar a quienes sí están en el campo de batalla, en su estado de excepción. Arriesgando a quienes sí necesitan que se suspendan oportunamente las luces rojas en el camino.

Ambas versiones portan su verdad. Ambas representan parte del permanente conflicto entre la política y la gestión de la “vida nuda”.

La política, aunque vapuleada, es la que resguarda la idea del pacto social. Uno, afortunadamente refundable, en la medida en que las tensiones entre las partes son irreductibles del todo. Pero cuando la política se torna vanidosa, mezquina y abandona al pueblo, en las emergencias o en lo cotidiano, empuja a que luego el pueblo abandone la política. Y prefiera que lo gestionen, con todos los riesgos que ello implica. El fenómeno Trump es el ejemplo paradigmático.

No obstante, esta ilusión de la gestión a secas, libre del juego político, esa promesa de unidad por la vía tecnocrática, solo es posible en los estados de desgracia. Sólo en el instante en que todo se quema podemos aceptar, pedir, exigir un avión, o lo que sea que nos salve, pasándose todas las luces rojas. Porque el riesgo de extrapolar esta lógica en el largo plazo, implica gestionar, ya no a un pueblo, sino a un ganado a través del miedo. Moviendo masas en permanente alerta de catástrofe, mas no de su injerencia en el poder. La suspensión de lo político solo puede ser transitorio, porque suspender el pacto social es el terreno fértil para que las pasiones lleven a arder y empujen hacia lo insensato, al linchamiento del acusado, al extremismo de la emocionalidad en pos de una supuesta reconciliación final. Un infierno que se justifica por estar camino a un paraíso.

Es mejor no casarse, pero es mejor casarse que arder. Dice Clarice Lispector en su cuento “Mejor que arder”, acerca de una monja fogosa que decide casarse, no con quien la enciende, sino con quien la calma. En el fondo, la protagonista hace un pacto político con sus pasiones, deseos y miedos, para no consumirse en ellos. Pues no se puede vivir en el estado de emergencia al que las pasiones y la amenaza de muerte, nos empujan.

Sólo una observación más. Luego de que pase el incendio, habrá que decidir si casarnos en un nuevo pacto o arder.

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