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Nacional

1 de Febrero de 2017

La agonía de Santa Olga

Hay algo que los santaolguinos aún no digieren: que aquellos pinos que les daban el sustento, hayan sido también los responsables de la tragedia. No solo del incendio de las más de mil viviendas, sino que de la extrema sequía que los afectaba desde antes que se quemaran. Una trampa mortal que durante la madrugada del jueves pasado arrasó con todas las casas, cuando cuatro focos descontrolados rodearon las calles. Hay quienes creen que para entonces, el pueblo no era más que un enfermo terminal esperando su final. Padecimiento que habría llegado con la instalación del primer aserradero y el reemplazo de los árboles nativos por monocultivos de pino. Desastre que hoy muchos achacan a la Forestal Arauco, la dueña de casi todos los bosques que rodean al lugar: “por culpa de la empresa se quemó toda Santa Olga”, dice Gladys Muñoz, una de las tres primeras habitantes.

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César Pavez recoge una reja y le pide a su hija Soledad que la afirme de un lado, mientras él amarra el otro extremo para cercar el terreno. Parece un acto inútil. En el lugar donde antes estaba su casa, hoy sólo quedan cenizas y cuatro muros que resguardaban el baño, que pronto tendrán que demoler. César no tiene nada que defender, pero se empeña en delimitar. Un acto instintivo y agónico. Una esperanza puesta en aquellos fierros retorcidos que, según cree, le darán la fuerza mental que necesita para rearmar su casa. Se aferra a lo único que le quedó. “Este portón hay que enderezarlo, pintarlo de nuevo, y queda listo”, dice mientras mira hacia el resto del cerro donde antes estaba la calle Los Robles y hoy sólo hay paredes desparramadas.

César tiene 53 años y lleva viviendo allí más de tres décadas. Ha trabajado toda su vida como obrero para las forestales. Llegó a Santa Olga cuando se llamaba Cruce Empedrado, por la bifurcación del camino en la que se había emplazado, antes siquiera que el lugar fuera considerado un pueblo. Compartía la casa con su hija Soledad y su nieto Gabriel, de siete años. Además del dolor de haber perdido su vivienda ha debido soportar la destrucción de la iglesia a la que asistía y la muerte de sus tres mascotas: dos perros y un gato.

-La Friona está en la bolsa, su hijo el Beethoven atrás en el patio, y el Jaco que no sabemos dónde quedó –explica Soledad.

Jaco, como le había puesto al felino, era como un hijo para César. La última vez que lo vio fue la noche en que escapó de la casa, cuando el incendio ya había rodeado los cuatro extremos del cerro y la amenaza del desastre era real: “junté a los perros y al gato y me despedí de ellos, porque no podía cargarlos y arrancar”, recuerda él.

Soledad tiene fotos de ese día. De cuando el fuego apareció en el horizonte sur, por la cima de los cerros que están detrás de la Villa Los Aromos, que está frente a Santa Olga, separados sólo por la carretera que une San Javier con Constitución: la L-30, como la llaman en el mapa. En todas las imágenes aparece el pueblo antes de quemarse. Entre tanto escombro, cuesta imaginárselo así, construido y habitado. En una de ellas, hay un grupo de vecinos en el techo de una casa, contemplando el incendio, temiéndole.

-Llevábamos varios días así, amenazados. Aparecía el fuego y luego lo apagaban, pero el miércoles esto se descontroló –explica.

Dos días antes, las autoridades que monitoreaban los distintos focos de incendios forestales en la región del Maule, habían advertido a la comunidad del riesgo que corrían las casas, pero todos se negaron a evacuar. Luego ocurrió la peor pesadilla de los santaolguinos: el día en que se quemó todo, el pueblo casi no tenía agua en sus cañerías.

-Salí de Santa Olga llorando, porque sabía que lo perdería todo –concluye César.

CAMPAMENTO FORESTAL

Dicen que hace más de 50 años, Santa Olga estaba rodeada por Robles, Aromos, y un caudaloso estero llamado La Gloria, que pasaba justo por la quebrada, detrás de la última línea de casas que hay por el borde norte. “Ahí jugábamos nosotros”, cuenta Luisa Pinilla, una joven de 37 años, mientras apunta hacia los pinos chamuscados del cerro, donde antes estaba el bosque nativo.

Luisa tiene fibromialgia y como no alcanzó a sacar las pastillas de su tratamiento, llevan dos días inyectándola en el albergue. La medicina le permite caminar con menos dolor, pero a veces se tulle. La acompaña su madre Gladys Muñoz, de 60 años, una de las tres habitantes más antiguas de Santa Olga. Llegaron hace más de 40 años, junto a la familia Burgos y los Martínez, cuando los patrones del Fundo Enco, ubicado en la XIV región, se los llevaron hasta allá para trabajar en un aserradero nuevo que habían instalado.

-Nos vinimos a vivir debajo de unos árboles, pero después la misma empresa nos hizo casitas de madera. Años más tarde, los patrones de la Enco, que eran dueños de todo el terreno donde hoy está el pueblo, se lo entregaron a la municipalidad de Constitución, para que ellos hicieran uso del lugar –recuerda Gladys.

Nadie sabe muy bien en qué fecha ocurrió aquél traspaso, pero sí que por aquella época el lugar era una especie de campamento forestal. Santa Olga, técnicamente, nunca tuvo fecha de fundación. Más bien se transformó en una toma que luego se fue regularizando a medida que crecía. Una urbanización que –según cuentan los vecinos- adquirió su nombre definitivo en honor de la esposa del dueño de la compañía que donó el terreno, la misma familia que taló el bosque nativo y que luego reforestó los cerros con pino radiata.

-La gente del sur se enteró que acá había pega y casa, y se vinieron. En ese tiempo nos cobraron 50 lucas por el pedazo de tierra –agrega ella.

Aquello ocurrió cuando la Forestal Enco pasó a integrar el Complejo Forestal y Maderero Panguipulli, una enorme empresa estatal creada durante la Unidad Popular, que manejó el negocio de los árboles en la cordillera de Valdivia: 360 mil hectáreas en las que trabajaban más de dos mil empleados, y que luego fue dirigido por Julio Ponce Lerou, el yerno de Augusto Pinochet, quien también era director de la Conaf. A Ponce Lerou le tocó implementar el polémico Decreto 701, que su suegro firmó en octubre de 1974, y que establecía bonificaciones de hasta un 75% para las forestales que plantaran pinos y eucaliptus. Incentivo que modificaría para siempre la apariencia de Santa Olga.

A Gladys, los pinos le han dado y le han quitado. En 1987 ocurrió una de las tragedias más tristes del clan, cuando Juan Carlos Pinilla, su esposo, falleció a los 42 años de edad, luego de que un árbol lo aplastara. Fue una época en que el negocio maderero comenzó a cambiar de propiedad. Un año más tarde, el nuevo dueño del Fundo Enco era la familia Luksic, a quienes también les pertenecía el aserradero, pero que posteriormente traspasaron hasta que quedó en manos de Aserraderos Pacífico S.A., que bautizó la compañía como planta El Cruce.

Según el censo realizado en 1992, Santa Olga tenía 1.800 habitantes y 436 casas, pero a fines de esa década, ya parecía un pueblo: tenía más de mil viviendas, un colegio, una posta, una cancha de fútbol, un equipo llamado Los Hooligans, luz eléctrica, y un comité de agua potable. Toda la actividad económica giraba en torno a los pinos. En 1999, el aserradero que había dado origen al pueblo, pasó a manos del grupo Angelini, que lo compró a través de la empresa Aserraderos Arauco, compañía que tenía otras 11 plantas que podían producir casi 1.5 millones de metros cúbicos de madera. Los santaolguinos se convirtieron en mano de obra de la forestal de una de las familias más ricas de Chile. Lo mismo pasó con los habitantes de Villa Los Aromos, la población que está a un costado de la compañía.

Desde que llegaron a este lugar, los habitantes de Santa Olga y Los Aromos han visto dos cosechas de pinos. Cada 20 años, los cerros del rededor quedan yermos y repletos de chongos de madera, como si fueran fichas desparramadas. Gladys cree que en lo profundo, los responsables del incendio son todas las forestales que han pasado por el sector, especialmente Arauco, que en la zona también es conocida como Celco, a quienes les achaca el haber convertido al pueblo en un polvorín. “Por culpa de la empresa se quemó toda Santa Olga. En un par de segundos se terminó el esfuerzo de todos estos años”, dice mientras inspecciona su casa en ruinas por primera vez luego del incendio.

Lo único que logró rescatar fue un brasero.

Muros de lo que antes era la casa de César Pavez

CADENA HUMANA

Luisa Pinilla, la hija de Gladys, recuerda exactamente el momento en que vio el primer foco cerca de su casa. Ocurrió el martes pasado como a las dos de la tarde, un día y medio antes que el pueblo ardiera por completo. Hasta entonces, sólo habían visto humo proveniente de focos más lejanos, pero ese día las llamas aparecieron por detrás. Luisa comenzó a gritar por las calles: “¡El cerro se quema! ¡El cerro se quema!”, repetía con apuro. La emergencia movilizó a todos los vecinos. “Nosotros tenemos bomberos acá, pero sin agua, ¿qué iban a hacer?”, se pregunta la joven.

No era primera vez que el pueblo estaba bajo una amenaza así. Los más viejos recuerdan varias emergencias, como cuando se quemaron cinco casas en la Villa Los Aromos, o como cuando falleció una joven y su hija pequeña en el 2008, en un incendio cerca de la cancha de fútbol. Aquella tragedia fue el hito que marcó la creación de la compañía de bomberos. 14 voluntarios que ese martes, luego de que Luisa los alertara de las llamas, organizaron a los vecinos en una cadena humana, que en un extremo conectaba con un dique que habían hecho en lo que quedaba del estero La Gloria, y en el otro llegaba al foco del incendio. Cinco horas después, lo habían conseguido. “Esa tarde nosotros quedamos contentos, porque habíamos salvado Santa Olga”, agrega Luisa.

La falta de agua ha sido el karma del pueblo. Primero, porque Santa Olga nunca ha tenido derechos de suministro, y segundo, porque tras haber conseguido un acuerdo con la Forestal Arauco, que les cedió alguno de sus derechos en el Estero Los Pasitos, el cambio climático y la desertificación acelerada por las plantaciones de pinos, mermó las napas hasta acabárselas. Desde hacía varios meses que la cooperativa, creada en el años 2003, había restringido las horas de consumo: a Santa Olga le tocaba de las 6 de la mañana hasta el medio día, y luego a Los Aromos desde las 4 hasta las 10 de la noche, cuando se cortaba el agua para todos los sectores. Algunos habían optado por ir a bañarse al río durante la tarde para reemplazar la ducha. El estero se había convertido en una tina comunitaria. “Allá nos encontrábamos todos”, agrega Luisa.

-Santa Olga es un pueblo postergado. No es posible que esté rodeado de pinos. Estos árboles son como bombas de extracción de agua que matan el suelo. Por eso quedó seco –explica Luis Valero, profesor de historia y Director Ejecutivo de la Corporación Cultural Municipal de Constitución.

En noviembre del año pasado, el ingeniero forestal Carlos Reyes, hijo de una pobladora de Santa Olga, le envió una carta a los parlamentarios de la zona para contarles el colapso sanitario en el que se encontraban. Al igual que Valero, apuntó sus responsabilidades a los bosques de Arauco. Las plantaciones forestales que bordeaban la cuenca –escribió- estaban quitándoles el agua para beber. Según un estudio del Instituto de Geociencias de la Universidad Austral, para producir un metro cúbico de madera de plantaciones de pino radiata, se necesitan entre 240 mil a 717 mil litros de agua.

-¿Qué es lo peor de todo? Que esta situación recién comienza, ya que la plantación estará creciendo rápidamente hasta aproximadamente los 13 años, y hoy recién está en su año 5 -les dijo.

El asunto fue tratado a comienzos de diciembre en una reunión con el seremi de obras públicas y el diputado Pablo Lorenzini. Allí se ordenó la elaboración de un estudio hidrogeológico para ubicar napas, pero la misión fue un fracaso. “Nosotros nos quedamos sin agua cuando el estero se fue secando. Desde hace cinco años que venía mermando el agua en verano, pero no tanto como ahora, que comenzó muy temprano. Siempre quedábamos cortos en marzo o abril, nunca en octubre”, explica Patricia Chávez, presidenta de la cooperativa de agua.

Para subsanar el problema, Chávez recuerda que a comienzos de este año tuvieron que arrendar un camión aljibe y traer agua desde otros sectores, cinco viajes diarios que no evitaron que los cortes continuaran hasta el día en que se quemó el pueblo. Aquella tarde –según cuenta- las cañerías estaban con agua, pero las reservas se agotaron rápidamente cuando la gente comenzó a mojar sus casas. Un escenario distinto –cree- tampoco habría hecho la diferencia. “La verdad es que aunque hubiésemos tenido miles de litros de agua, el incendio habría ocurrido igual. Es algo que nosotros todavía no podemos comprender”, concluye la dirigenta.

Gladys Muñoz y su hija de lo que quedó de su casa

EL MUERTO

Durante la mañana del miércoles 25 de enero, los vecinos de Santa Olga sentían frustración. Habían trabajado todo el día anterior, pero el incendio no sólo se habían reactivado, sino que desde el horizonte, mirando hacia donde estaba Empedrado, el fuego avanzaba a gran velocidad, empujado por los vientos que iban de sur a norte. Las llamas habían comenzado en Cauquenes y se había demorado 5 días en llegar hasta allí. Santa Olga tenía frente a sus ojos uno de los tres megaincendios que arrasaban la región del Maule. Más al norte, los brigadistas combatían un foco en Vichuquén, y por el sur lo hacían en un sector llamado Las Máquinas.

Al mediodía, el pueblo estaba amenazado desde los cuatro vientos. El cielo primero se fue oscureciendo, por el humo, y luego anaranjando. Comenzó una tormenta de aire caliente que trajo cenizas y brasas. “Habían unos vientos huracanados de aire caliente. A veces costaba sostenerse. Como bomberos queríamos quedarnos hasta el final, pero la primera prioridad pasó a ser la vida”, cuenta José Manuel Alarcón, capitán de la compañía de bomberos del pueblo.

Cerca de las 6 de la tarde, la policía evacuó todas las casas. Los primeros en partir fueron los niños, las mujeres y los ancianos. Santa Olga quedó desierta. Para llegar hasta allá, las llamas ya habían arrasado con una centena de casas que estaban ubicadas en el camino que une el pueblo con Empedrado, una carretera atravesada por lenguas de fuego. Manuel recuerda que las primeras casas que él vio quemarse fueron las que estaban en el costado poniente del aserradero, una hilera de propiedades que ardieron en cuestión de segundos, y que luego encendieron las maderas de la planta de Arauco. Foco que los brigadistas de la compañía resistieron hasta que les ordenaron retirarse del lugar y dejar que se quemara. Muchos vecinos aún recuerdan el sonido de la madera ardiendo. “Sonaba como el mar, como un tren de olas”, describe Juan Pinilla, hijo de Gladys Muñoz, el último hombre de la familia en abandonar la casa.

Juan estuvo a punto de morir calcinado, de no haberse lanzado a una alcantarilla cuando las llamas ya lo alcanzaban. Sobrevivió junto a su perro. “No nos dimos cuenta y quedamos rodeados, nos metimos adentro y quedamos abrazados. Veíamos las llamas pasar por sobre nuestras cabezas”, recuerda.

A las 12 de la noche, Santa Olga quedó deshabitada. Una hora después, los teléfonos de los habitantes, que habían sido trasladados a un albergue en Constitución, comenzaron a recibir noticias: el pueblo había quedado en ruinas. Al día siguiente, la tierra aún humeaba. A un kilómetro de distancia, por la carretera, un claro de los árboles permitía ver el desastre en perspectiva. Una panorámica que provocó crisis de angustia en los vecinos que regresaban: solo dos propiedades se habían salvado del fuego, entre ellas una iglesia.

-Era como si hubiese pasado un tsunami de fuego -describe Aquiles González, dueño de la ferretería más grande de Santa Olga.

A González le tocó una de las misiones más tristes de aquella mañana post catástrofe. La de anunciar que su vecino Mario Arzola, un señor que trabajaba limpiando patios y sacando cachureos, había fallecido calcinado. “Lo encontré ahí, tirado sobre los alambres que quedaron de un colchón, como acostado. Tenía la pierna quebrada. Estaba negro como un carbón. Irreconocible”, describe.

El hallazgo fue otro duro golpe para la comunidad. Arzola fue la única víctima del incendio. Vivía solo en la Villa Los Aromos, a unos metros de la pasarela que une ambas localidades, en una pequeña casa de madera. Hay quienes dicen que no quiso arrancar, y que prácticamente había decidido morir allí, pero otros creen que ese día estaba ebrio, y que por su alcoholismo había quedado inconsciente sin darse cuenta del incendio. “Antes de evacuar lo vinimos a buscar, llegamos con tres detectives, pero no estaba en la casa”, agrega González.

Su cuerpo aún aguarda los resultados de los exámenes de ADN en el Servicio Médico Legal, pruebas necesarias para confirmar todas las versiones orales que dicen que el cuerpo calcinado era el suyo, y que podrían tardar hasta dos meses. A pocos metros de su casa, en un terreno deforestado que alguien donó, las autoridades habilitaron un vertedero para botar todos los escombros. Desde allí se ven los camiones descargando las ruinas del pueblo: Santa Olga reducida a una hectárea de latas, muros, y enseres calcinados.

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