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Opinión

2 de Febrero de 2017

Entrevista a Martine Lerude, psicoanalista francesa: “Sigue existiendo un lugar de autoridad, pero ya nadie quiere estar allí”

Miembro y ex presidenta de la Asociación Lacaniana Internacional, Martine Lerude ha escrito sobre la autoridad, el desacuerdo, las enfermedades crónicas y la adolescencia, tema sobre el cual impartió seminarios en Santiago, invitada por la Fundación Grupo psicoanalítico PLUS. Horas antes de regresar a Francia, habló de esta zona de tránsito entre la infancia y la adultez que se alarga cada día más, en una sociedad más centrada “en los goces múltiples” del individuo que en la autonomía y responsabilidad de las personas: “Sería demasiado reaccionario restablecer las jerarquías, pero tiene que haber alguien que tome decisiones, y el problema es que ese peso recae en los hombros de los niños”.

Diego Milos S.
Diego Milos S.
Por

Martine Lerude (68) tiene una larga trayectoria de trabajo con pacientes, primero como médico psiquiatra y luego como psicoanalista, ejercicio que descubrió siendo ella misma una paciente tras un punto de impasse en su vida personal: “Fue hacia el final de mis estudios de medicina. En esa época uno podía llegar a estar muy solo de turno durante 24 horas en un hospital y tener que tomar decisiones. Para mí al menos, era angustiante”, recuerda. Era, además, el momento del apogeo del psicoanálisis francés y gran éxito de Jacques Lacan, así como de la creación masiva de centros de salud pública, en los que empezó a trabajar como practicante en psiquiatría, con una vaga formación en psicoanálisis: “Eran lugares de consulta, y no ya de hospitalización, que era lo único que había antes. Fueron creados por el Estado desde 1975 para hacerse cargo de niños y padres en dificultades, de manera gratuita y por todo el territorio francés”. Nuevos espacios, y sobre todo nuevas formas de atención, menos científicas, pero también menos angustiantes, pues había equipos de trabajo “y un diálogo donde se hablaba sobre las opciones terapéuticas que mejor convenían para cada caso.” Con el tiempo, Lerude comenzó a recibir cada vez más adolescentes y fue dando un giro en su práctica profesional, algo que considera un desplazamiento ético, más que una crítica contra la mirada médica:

–La ética en medicina es salvar la vida. En psicoanálisis es salvar el deseo. Para estar vivo hay que desear estar vivo. Lo tomé como otra manera de estar comprometida, desde el lado de la palabra, y no del cuerpo, como en medicina.

Pero el deseo es el deseo de los cuerpos…
-Sí, pero el deseo del cuerpo es un deseo hablado, que pasa por la palabra.

¿Qué aportó tu experiencia como médico a tu práctica de psicoanalista?
-Fue muy formativa, porque uno está a solas con el enfermo, ante realidades que a veces nos dejan sin voz, como gente que muere o gente que está muy mal y que se salva. También por el tema de la urgencia, el tener que tomar una decisión y preguntarse si es correcta o no. En el psicoanálisis también uno está solo con el paciente y toma decisiones frente a la vida y la muerte.

¿Hay urgencia en psicoanálisis?
-Yo creía que no, pero sí, hay urgencia de una palabra y de una interpelación, por decirlo de algún modo, particularmente cuando uno trabaja con adolescentes. Si el otro está preparado, ofrecerle la posibilidad de que dirija su palabra sin que quede atrapado en un espacio borroso o confuso. Pero no es la urgencia del hospital. Cuando uno le hace un lavado de estómago a un paciente, las decisiones pasan por gestos. Cuando yo recibo a un paciente, las decisiones pasan por hipótesis, cuando las venas no están abiertas.

LA NORMALIDAD QUE NO FUNCIONA

Se dice que esta antesala a la adultez, la “adolescencia”, es una categoría occidental. ¿Qué te parece?
Algunos dicen incluso que es una invención del siglo XX. En 1914 no había adolescentes, los jóvenes estaban en el frente, y murieron cerca de tres millones que tenían entre 18 y 20 años. Somos una sociedad pacífica recién desde 1945. La adolescencia viene con los 30 gloriosos años de enriquecimiento que vivió toda una generación y que postergaron el momento de ingresar a la vida laboral. Antes de 1935 los niños iban la escuela hasta los 11 años, luego hasta los 14, y hoy en día hay toda una generación de jóvenes que llega a las puertas de la universidad.

En otras culturas se hace un ritual de pasaje y de inmediato el niño entra al mundo de los adultos.
Sí. Esos rituales permiten contener a los jóvenes, y enmarcarlos, para que no se conviertan en cualquier cosa en el seno del grupo social. Este tiempo de tránsito ha sido reconocido por esas sociedades, pero aquí se encuentra extendido y desplegado en una temporalidad mucho más grande.

Dices que la adolescencia es un momento de tránsito y a la vez de crisis.
Son palabras muy interesantes. Hablar de tránsito implica un tiempo largo. La crisis es puntual, tiene una temporalidad más apretada. En una crisis hay un antes y un después, y se experimenta como algo que es atravesado, algo decisivo que hace que el sujeto ya no sea el mismo. Los pelos, los senos, las nalgas, todo eso surge al mismo tiempo que la sexualidad empieza a ocupar espacio en el pensamiento. Por lo tanto hay que construir una nueva imagen de sí mismo. En este momento de desplazamiento hacia el vacío aparecen las preguntas ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿qué prefiero?, ¿cuál es mi valor? y ¿qué es lo que valgo para ti?, dirigida a los padres, con un lenguaje que tampoco va a ser el mismo.

¿En ese desplazamiento hay una decepción del niño?
Necesariamente, porque el niño se orientaba con adultos de referencia y de pronto el padre omnipotente y extraordinario se convierte en un tipo que no sirve para nada, que se la pasa tomando cerveza, viendo tele y ya no corresponde con el imaginario construido en la infancia. Esta destitución deja un vacío y esos referentes van a ser reemplazados.

¿Y ahí entra la adolescencia?
Esa palabra sirve para decir una normalidad, pero una normalidad de lo que no funciona. Hoy los padres que consultan con sus hijos adolescentes dicen “pero bueno, es normal, es un adolescente”, y el joven dice “es normal, soy un adolescente”. Esa especie de banalización absoluta es nueva, porque es una nominación que no dice nada sobre la persona, pero sí le dice algo a la sociedad, y las personas se la atribuyen. Y si algo no funciona, es porque “ah, parece que todavía soy adolescente”.

¿Te parece exagerado decir que hay un abismo entre el mundo de los adolescentes y el de los adultos?
Hay un abismo generacional, el problema es que los padres no lo soportan e intentan llenarlo, como las madres que se visten igual que sus hijas o los padres que entran en un amiguismo con los hijos sobre la vida sexual, cuando tienen infidelidades, y los niños se convierten en los garantes de la unidad de la familia.

AUTORIDAD PERDIDA

Decías que el adolescente está a la espera, pero también que se espera algo de él sin darle los medios para responder. ¿Cuáles serían esos medios?
Creo que la clave está en no arrinconarlos en un imperativo del orden “piensa en tu futuro” con preguntas imposibles: “qué es lo que quieres”, “cuál es tu voluntad”, “qué es lo que te gustaría ser”, cuando lo que quieren o pueden hacer es algo que se va a ir abriendo poco a poco. Tengo pacientes muy angustiados porque van a sacarse malas notas y creen que eso va sepultar sus próximos 30 años, o porque les preguntan si tienen novio, y como no tienen, piensan que son homosexuales y así configuran su identidad sin saber si lo son o no.

Más bien hay que oír sus preguntas.
Sí, pero no necesariamente responderlas. Cada uno responde desde el punto en que se encuentra en su propia trayectoria. El problema es que la mayoría de las veces no encuentran adultos al frente suyo que puedan aguantar el golpe como adultos.

¿A qué te refieres con aguantar el golpe?
Me refiero a acusar recibo, sin desentenderse. Si el hijo llega con sus preocupaciones por la muerte, poder decirle: “yo respondí así a esa pregunta, y es una respuesta que me funciona”, una respuesta válida para uno en ese momento, en vez de decir “no te preocupes, no pasa nada con la muerte”. El punto es que los adultos puedan mantenerse en su lugar de adultos. Y lo que sucede es que los padres son más niños que sus niños. ¿Qué quieren los padres en Francia? Quieren ser queridos. Es decir, no tomar una posición que pueda hacer que no los quieran, como por ejemplo la posición de autoridad.

Se habla mucho de la “crisis de la autoridad”, ¿en qué consiste, desde tu perspectiva?
Es el rechazo a ponerse en el lugar de decir “yo pienso que”, aunque no se piense eso totalmente o se tenga pensamientos contradictorios. Y en vez de ocupar ese lugar, los adultos esperan que sea el hijo, en nombre de su supuesto deseo, el que tome las decisiones. Uno como padre debería poder decir “no, las cosas son así”, y sostener su lugar en función de lo que uno es, de su historia y de lo que considera importante. Puede que el hijo no esté contento, “bueno, ¿y qué?”.

¿Y qué pasa con el lugar de los hijos?
El niño se convirtió en el centro alrededor del cual se organiza la familia para su felicidad. Ya no se trata de educarlo y permitirle partir, sino de permitirle estar en goces múltiples, con objetos de consumo, etc. Los adolescentes viven en una gran dependencia “por su bien”.

Pero también tienen un poder de manipulación muy grande…
Sí. Ya no son los niños que están en deuda con sus padres, sino que son los padres lo que se ven y son vistos como dando algo que no es suficiente o no es adecuado. Justamente porque quieren que los quieran. Estamos en una sociedad en la que la asimetría es vista como algo antidemocrático, como si en una familia todos debieran ser iguales y la palabra de todos fuera equivalente, para que nadie tenga una posición dominante sobre los demás.

¿Como en una democracia participativa?
Pero no porque no exista el lugar de autoridad, sino porque ya nadie quiere estar allí.

Entonces, ¿hay que restablecer las jerarquías?
O al menos recuperar una mínima disparidad de posiciones. No es lo mismo ser un niño que un adulto. Sería demasiado reaccionario restablecer las jerarquías, pero tiene que haber alguien que tome decisiones, y el problema es que ese peso recae en los hombros de los niños. “Dinos qué prefieres”, por ejemplo, en caso de divorcio, “tienes que decir si prefieres vivir con papá o mamá.” El niño no puede decir eso, pero los padres quieren que lo diga para que el divorcio sea “lo mejor para los hijos”. No hay que buscar arreglo preguntándole qué prefiere. Yo siempre les digo: “el niño está triste por el divorcio, es usted el que tiene que ser capaz de soportar la tristeza de su hijo.” Y para salir de eso, deciden que sea el juez quien decida, porque es más fácil: allí el niño puede estar en desacuerdo, pero ya no recibe el peso de la decisión, aunque sea una mala decisión. O llaman al especialista.

¿Y cómo responden ustedes? ¿Es difícil?
Ya no tanto, porque no tengo la edad de los padres. Antes mi palabra entraba en rivalidad con la suya, como si yo, una mujer de 40 años, “supiera mejor” que ellos. Ahora una madre puede pensar que me parezco a su madre, pero no que soy mejor madre que ella, así que puedo decir ciertas cosas de manera más suelta y no las toman de forma agresiva.

¿Sirve de algo hablar con los padres?
Yo siempre recibo a los padres. Les digo que no pueden mandar a los niños con un cheque así nomás sin saber quién es la persona que los atiende. Y hablamos. Esas primeras entrevistas son una puesta en escena para identificar los síntomas y saber cuál es el discurso en el que están atrapados los adolescentes. Qué dicen de él, qué palabras usan y cómo todo eso se sitúa en la historia familiar.

EL OTRO EN LA PANTALLA

Hoy, con las tecnologías de comunicación, las imágenes parecen ser más importantes que las palabras. ¿O no?
Sí, la prioridad empieza a ser el imaginario, y eso abre un campo de invención y una nueva manera de pensar. Para los psicoanalistas las imágenes son fundamentales para el reconocimiento de unos con otros. Es muy interesante preguntarse por las consecuencias de la conexión permanente para la identificación, cuando el grupo al que uno pertenece está ausente y presente a la vez.

¿Y cuáles serían esas consecuencias?
Creo que se ha dejado de correr el riesgo de la alteridad del otro, porque son otros que están acá, siempre, pero sin sus cuerpos, porque son imágenes o palabras apareciendo en la pantalla.

¿Como un “otro” amortiguado?
Amortiguado, pero sobre todo semejante. Lo que te muestra el otro es la parte que se parece a ti. También desaparece el problema de la voz o el contacto sonoro, que nos toca a nivel de nuestro cuerpo, o de la mirada. Ahora se mandan pequeños videos donde salen desnudos haciendo cosas, los snapshots, que se eliminan automáticamente.

Están y no están al mismo tiempo…
Sí, desaparecen muy rápidamente, y así se evita el cuerpo del otro. Puedes haber visto todas las películas porno del planeta y cuando uno está en la cama con el otro, todo lo que pudiste ver no sirve para nada. Desde que la pornografía está al alcance de la mano, todos los jóvenes la consumen. Pero finalmente pone una distancia. Las imágenes te pueden servir mentalmente, pero el cuerpo del otro es siempre algo extranjero.

¿Es una falsa educación?
Sí, porque es una educación en soledad.

Los sitios de encuentro son también una imagen virtual de una cita…
Allí el riesgo, desde el punto de vista psiquiátrico, es que el “otro” viene a nuestro espacio acompañado de un sentimiento de persecución. Una clínica nueva son los niños paranoicos, cuyos síntomas aparecen a los 10 años y provienen de injurias que reciben por internet. Desde muy pequeños reciben insultos como “eres una puta”, o denuncias y acusaciones sobre su intimidad. A veces se lo toman con humor y se ríen, pero otras veces se vuelven perseguidos. La conexión permanente, a mi parecer, es una forma de intrusión en la intimidad del sujeto.

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