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Cultura

31 de Marzo de 2017

El sentido homenaje del Che de los Gays a su abuela Luzmira

Luzmira Monzalve Alarcón Paillalef, abuela del periodista Víctor Hugo Robles, más conocido como el "Che de los Gays", falleció en el Hospital Intercultural de Nueva Imperial. Será velada mañana sábado y sepultada el domingo en el Cementerio Puerto Domínguez, IX Región. Lo que viene es el homenaje que el profesional le hizo en vida.

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Mi abuelita Luzmira me ama, me adora, pero no comprende mi loca sexualidad, ella cree, ella dice que la homosexualidad es una “mala costumbre”. La vida de mi abuela es una novela que no termina de escribirse. Ella es una guerrera, una bruja linda que lloró en el vientre de su madre momentos antes de venir al mundo. Nació el 11 de febrero de 1929 en medio de una familia pobre y campesina de sangre mapuche. Se enamoró de Juan Robles, mi abuelo paterno, descendiente de españoles, tuvieron dos hijos pero solo sobrevive mi padre. Nunca se casó, asumió sola su maternidad, la educación y la crianza de su pequeño hijo. De jovencita, maleta en mano, llegó a Santiago para trabajar en el servicio doméstico, forjando así un nuevo destino para ella y Rosendo, mi padre, un jovenzuelo que se entusiasmó con las luces de la gran ciudad. La misma competitiva metrópolis donde trabajó de esbelto mozo y conoció a Lucía, mi madre. Se casaron siendo muy jóvenes, enamorados, construyendo y reconstruyendo así su propio porvenir. En ese núcleo nací, el segundo de cuatro hermanos de una familia obrera, católica, machista y futbolera. Siempre fui un niño diferente, un otro, otra, una loca homosexual de familia popular.

Mi abuela es la matriarca de la familia, concentra cariños y preocupaciones afectivas, aunque finalmente soy yo, la loca solterona, quien la cuida, acompaña y vive junto a ella, como si fuera una muxe translocal. Mi abuela Luzmira y yo constituimos una familia atípica, una otra familia, ella es mi pareja efectiva-sentimental. Es mi amor, mi dulzura, “mi cómplice y todo”, como canta la bella Sandra Mihanovich. Desde chico me eduqué con ella, solidarizando mutuamente en los momentos más complejos, entre ellos mi duro diagnóstico de VIH/SIDA hace más de 20 años. Tal vez, uniendo nuestras diferencias, trenzando nuestros otros lugares, fraguando una complicidad entre oprimidos, entre cuerpos segregados, golpeados, crónicos, olvidados por el sistema, aprendimos a resistir desde nuestro entrañable cuarto propio.

Mi abuela me cuida, cocina y aconseja como si fuera mi madre, mi gran madre. Ella no comprende del todo la homosexualidad, mucho menos a la loca política que desea la revolución, porque la educación campesina del ayer no contemplaba esas materias tan postmodernas. Ella no concibe pero me acepta pese a todo. Conoce a mis amigos y disfruta de mis locuras. Ella es parte de mis proyectos y locas utopías. Mi abuela Luzmira se fotografió con mi San Sebastián de yeso para la lente siempre cómplice de Paz Errázuriz, robándose la película en el documental “El Che de los Gays” de Arturo Álvarez y Pamela Sierra, filmado hace más de 10 años. Todo el mundo la aplaude y la quiere cuando escucha sus lúcidas reflexiones, tan austeras, tan propias, tan afectiva. En diferentes países de Europa y América Latina su dulce voz es celebrada, particularmente cuando define a los gays como “a los niños que no le gustan las niñas”. Ella, a sus 86 años, es una niña más que demanda cariño, amor, gozando de los besos y las andanzas de sus nietos, sus bisnietos, su familia, su extraña familia.

Mi abuela aparece en todos mis proyectos políticoculturales, mis libros están dedicados a ella. El Diario del Che Gay en Chile la incorpora mediante imágenes, siendo joven y no tanto. Yo siempre estoy con ella, en fotos y en la vida misma. Ella conoce a mis queridos amigos, amigas, a los austeros e incluso a los más atrevidos. Mi abuela escuchaba mi programa homosexual “Triángulo Abierto” en la feminista Radio Tierra y los programas radiales de Pedro Lemebel. Sufrió mucho la amarga partida del amigo escritor y prendió una vela en su justo homenaje. Ella me aconsejó que no escuchara a las locas cizañeras y envidiosas que me acusaban de “pelear mucho” con Pedro Lemebel.

Me propuso atesorar lo mejor de esa densa e intensa amistad. Recuerdo que la última vez que hablé con Pedro acompañado de mi querido amigo Alejandro Modarelli apareció la abuela en nuestra charla. Ahí, Pedro, sorprendido pero contento con mi visita en la clínica solo atinó a gritar con su metálica e inolvidable voz, pronunciando a todo escandaloso volumen: GUARRRRDIAS. Era su modo de expresar afecto y compañerismo entre locas amigas. Y ahí, solos, tomados de la mano, pensando en la vida y en la muerte, Pedro Lemebel me preguntó por mi abuelita Luzmira. Me pidió darle sus cordiales últimos cariños, aconsejándome que no la dejara nunca sola, que la cuidara siempre porque para las locas como nosotras, nuestras madres y nuestras abuelas son, tal vez, lo más cercano, lo más parecido al dulce y eterno amor.

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