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Opinión

10 de Mayo de 2017

Editorial: Parece juego

Ante una evidente ausencia de propuestas y proyectos capaces de seducir, la política chilena se halla abocada al fomento y la cosecha de descontentos. Cuesta ver lo que cada conglomerado quiere para el futuro y cómo espera conseguirlo, pero es nítida la tragedia que combaten, porque para que su no proyecto valga la pena, deben montarse sobre una situación intolerable.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Vivimos tiempos de confusión política. Mientras el socialismo fue una posibilidad, hubo una alternativa ordenadora. De una parte La Igualdad, de la otra La Libertad. Cada una con sus fortalezas y flaquezas. Había una amplia gama entre medio, pero, finalmente, esas eran las banderas de los ejércitos en pugna. Ganó la Libertad, que no suele ser muy libre, pero que fomenta la riqueza. Se supone que de ella provienen, siendo prácticos, todos los bienes materiales y espirituales que el hombre podría desear. Pensar algo demasiado distinto de eso parece delirante. Implicaría aislarse del mundo, cerrar las fronteras, renunciar a la tecnología. Hasta las FARC salieron de la selva porque se volvió ridícula la Revolución. El mundo seguía su curso como una locomotora mientras ellos le ponían petardos a los rieles. Causaron harta muerte los petardos (y también la locomotora), pero la Historia siguió su curso sin darse cuenta. Ahora todos pelean arriba del tren con espadas de plástico, los niños desordenados contra los mateos y los matones contra los mamones. Todos parecen dar por descontado que el tren seguirá sobre sus carriles hagan lo que hagan. No saben a dónde ir, porque ni siquiera saben a dónde van.
Ante una evidente ausencia de propuestas y proyectos capaces de seducir, la política chilena se halla abocada al fomento y la cosecha de descontentos. Cuesta ver lo que cada conglomerado quiere para el futuro y cómo espera conseguirlo, pero es nítida la tragedia que combaten, porque para que su no proyecto valga la pena, deben montarse sobre una situación intolerable. Según la derecha vivimos una crisis económica terrible, ha caído espantosamente la inversión y los trabajos se habrían vuelto muy precarios. La verdad, sin embargo, es que se escucha mucho el llanto de los ricos, y poco el de los pobres. La clase media parece preocupada de no moverse de ahí, en tiempos que los gastos suben y los ingresos se mantienen. Pero durante las noches, en la calle Pio Nono, todavía la multitud hace nata para tomar cerveza. Según la izquierda, el neoliberalismo controla a cabalidad nuestras conciencias. Para quienes consiguen aislarse de su embrujo, la desigualdad social vuelve inaceptable cualquier asomo de satisfacción y mucho menos de felicidad. Quisieran hacer la Revolución, pero en el fondo saben que no existe; y de existir, nadie tiene claro en qué consiste. Para los centristas –que más bien son “centrales”, según la categoría usada por Florent Sardou para referirse a los votantes de Macron- el desorden es tal, la demagogia está tan desatada, la liviandad tan difundida y la inexperiencia tan orgullosa de su ignorancia que absolutamente nada bueno puede esperarse del ciclo histórico que comienza. Sólo ellos podrían salvarlo, pero la realidad los ha marginado.
Todos buscan su feligresía en el descontento. Ninguno en el entusiasmo, la promesa o el reto. Todos chapotean en la laguna, y ven tormentas en el agua que agitan con sus aleteos. No es que todo esté bien, pero tampoco está pésimo, y a veces pareciera que eso fuera lo que desean las fuerzas políticas para justificarse en tiempos de extravío. En una de esas, lo logran.

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