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LA CARNE

5 de Junio de 2017

Relato de un candente e inesperado Día de los Enamorados

Portezuelo, febrero del 2001. Llegaba el verano y viajaba nuevamente a este pueblo maravilloso. Saliendo de Chillán en el bus, luego de 15 minutos, el pulso de las casas a un costado del camino se hace cada vez más espaciado y los sitios abiertos cada vez son más campo. El corazón se llena de gozo […]

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Portezuelo, febrero del 2001.

Llegaba el verano y viajaba nuevamente a este pueblo maravilloso. Saliendo de Chillán en el bus, luego de 15 minutos, el pulso de las casas a un costado del camino se hace cada vez más espaciado y los sitios abiertos cada vez son más campo. El corazón se llena de gozo de solo cruzar el río Ñuble. Era febrero, tiempo de Carnaval, y eso se notaba en el aire y en la cara de la gente.

A una semana del Día de los Enamorados, las celebraciones en el gimnasio ya habían empezado. El pueblo se había dividido en cuatro alianzas que competían día a día por ser los reyes del Carnaval. Ese día había ido a la plaza temprano. En la pileta, una hermosa niña sentada con sus amigas, me miró al pasar. Giré para verla nuevamente, caminando de espaldas, nos miramos un rato, hasta que la perdí de vista. Un tremendo aliciente para San Valentín. “Por fin no estaré solo este año”, pensé.

Pasaron los días, y las actividades. Yo era de la alianza roja y ella de la azul. Nos topamos varias veces más en el gimnasio. Siempre la vi sentada y en compañía de sus amigas, razón quizás por la cual no me atreví a acercarme a ella y hablarle. Pero me miraba y me sonreía, y eso era lo único que me importaba.

Llegó la noche del Día de los Enamorados. Me arreglé todo lo que pude, me puse mi mejor pinta, y me predispuse a tener una noche increíble, sin presagiar en ningún momento lo que iba a acontecer.

Terminaron las actividades de rigor en el gimnasio; la competencia de baile, el rey y la reina, los concursos de disfraces y las diferentes finales deportivas. Se apagaban las luces y empezaba el baile de los enamorados. Me acerqué a un grupo de amigos, para tener la suficiente masa crítica que me armara de valor para sacar a mi hermosa princesa rural. Ahí estaba ella, sentada alrededor de una mesa, como siempre. Su sonrisa iluminaba todo el lugar.

Hice los arreglos necesarios para convencer a mis amigos de poder sacar a bailar a todo el grupo de amigas, y así yo poder hablar con mi princesa de una vez por todas. Unas cañas de tinto nos dieron la valentía y caminamos hacia ellas. Estaba sentada al centro. Mis amigos fueron sucesivamente invitando a bailar a sus amigas, hasta que quedó sola. Yo al final, rodeé la mesa, tome la silla que se encontraba al lado y me senté a su lado. Le dije ‘Hola’ y puse la cara para saludarnos. Me saludó y se rió.

–Te he mirado hace rato– me dijo.
–Yo también. Desde el otro día.

Me dio su nombre, y yo el mío.
–Eres de Santiago, ¿cierto?– preguntó algo nerviosa.
–Sí, le dije. Y tú de acá, supongo.
–Sí. He vivido toda mi vida acá.

Hablamos de varias trivialidades, nada importante hasta que le pregunté si quería bailar.
–Me encantaría, pero no puedo –dijo mirando hacia el suelo. Corrió su silla para atrás, y era una silla de ruedas.

No puedo explicarles lo mal que me sentí. Cómo pude ser tan imbécil de no haberme dado cuenta de que quizás siempre estuvo en una silla de ruedas, o al menos, la mayoría de las veces. Me sentí como un tonto.
–Disculpa, no tenía idea. Para serte sincero, eres tan linda que jamás reparé en ese detalle.
–No te preocupes –rió– no tiene nada de malo. Suele pasar. De verdad, no te hagas problemas. Podemos conversar y pasarlo bien igual, ¿o no?
–Absolutamente– le dije aún con la cara roja de vergüenza.

Conversamos alegremente. Nos reímos un montón. Y luego, ya bien entrada la noche, me acerqué lo suficiente para insinuar un beso y ella se acercó el resto que faltaba del camino entre su boca y la mía. Nos besamos.
La gente se empezaba a retirar lentamente del gimnasio. Mis amigos ya se habían ido al cerro con unas amigas. Nos invitaron, pero por razones obvias desistimos. La verdad, a esas alturas me daba exactamente lo mismo. Yo solo quería estar con ella.

Salimos del gimnasio, y la lleve a la plaza. A esa hora, ya no había nadie. Estaba extrañamente templado, y las estrellas brillaban como nunca. Era una noche perfecta. De la mano, en lo más oscuro de la plaza, nos besamos por horas. No nos importaba absolutamente nada: éramos el manto de la noche, ella y yo.

Luego de un rato las pequeñas caricias y besos, fueron in crescendo. El frío se había ido, transpirábamos de pasión. Cada centímetro de piel que la ropa dejaba entrever, ya había sido besado. Ella desabrochó mi pantalón y yo el de ella. La silla era incomoda, miramos a nuestro alrededor y las bancas de la plaza también lo eran. El pasto estaba húmedo y en el piso ni hablar. Con cada beso que pasaba parecía que fuéramos a explotar. Sus manos dentro de mi pantalón eran un placer inexplicable. Mis dedos, de tanto jugar en su entrepierna, hicieron que su respiración se volviera un suspiro interminable. Sus pequeños pechos firmes y turgentes invitaban a ser besados una y otra vez. Teníamos y queríamos pasar al siguiente nivel.

–Bájame los pantalones y tómame en brazos –me dijo.
–No entiendo –respondí sin salir de su cuello.
–Tómame, y levántame –ordenó–. Acércame a ese árbol. Yo puedo afirmarme de él con los brazos, me tomas de la cintura, y haces lo tuyo. En serio, es lo único que quiero –me susurró al oído–, solo hazlo. Por favor– me imploró casi gimiendo.

Y así sucedió. Nunca había sentido tanto placer. La posición de ella sostenida del árbol, solo exasperaba la lujuria. Ella llegó a gritar de placer y yo pensé en explotar varias veces mientras lo hacíamos. Fue inolvidable. ¡Qué noche!

Terminamos nuestra verdadera letanía sexual absolutamente exhaustos. Nos vestimos. Y nos arropamos un buen rato el uno al otro abrazados.
–¡Qué tarde es! –dijo revisando su reloj- ¿Me puedes ir a dejar a mi casa por favor? Vivo acá cerca, a menos de una cuadra.
–Por supuesto– contesté.

Caminamos pausadamente en dirección a su casa. Nada nos importaba. Cada cierto tiempo, mientras empujaba su silla, giraba su cabeza, me miraba y me pedía que la besara. Estaba en las nubes.

Llegamos a su casa. La reja que daba a la calle y la puerta de la casa estaban a solo unos metros de la entrada. Me estaba despidiendo de ella cuando se enciende una luz del comedor y se abre la puerta. Era su papá.

–¡Papá! –dijo ella sorprendida–, pensé que estabas durmiendo.
–Aún no mi amor –respondió el papá, escalofriantemente tranquilo, sin quitarme los ojos de encima-. Estaba esperando que llegaras.
–Buenas noches, caballero –me adelanté a decir.
–Buenas noches joven. ¿Quiere pasar un rato? Pase, pase… no se quede ahí parado, está muy helado.

No pude ni supe como negarme. Entramos. Ella primero, luego yo, y el papá al final, cerrando la puerta.
–Tome asiento –me dijo el caballero– ¿Quiere un tecito o algo? Le traeré un té –dijo sin dejarme responder. La tetera hirvió hace poco, espéreme acá. Prenda la tele si quiere, aunque no creo que estén dando nada a esta hora.

Ella entró directamente al baño, y yo quedé en medio del comedor sentado en un sillón. No sabía dónde meterme.
Al rato llegó con una taza de té y conversamos. Conversamos mucho. Él tomando la iniciativa siempre -yo no sabía que decir. Sacó varios temas de conversación mundanos, pero agradables, siempre en un tono de lo más ameno. A los 10 o 15 minutos de plática, mi pánico ya había pasado casi por completo. Daba gracias porque esto me haya pasado en el sur, donde la gente es mucho más tranquila, gente que te recibe siempre con los brazos abiertos, y una sonrisa en la cara.

Le dije al caballero que ya era hora de retirarme y me acompañó a la puerta. Me despedí de su hija que había salido del baño recién y tras un pequeño gesto del papá invitándome a salir, caminé hasta la vereda. Cuando él cerraba la reja, la curiosidad ya no daba más: yo había traído a su hija tarde en la noche, y él me había tratado demasiado bien sin conocerme en lo absoluto. Me devolví un paso y le pregunté:

–¿Caballero?
–Dígame, mijo.
–¿Sabe? No es que me moleste ni nada por el estilo. Pero me intriga que trayendo a su hija en medio de la noche, usted me haya tratado tan bien así de la nada y prácticamente sin conocerme.

Terminó de cerrar la puerta de la calle, se guardó la llave al bolsillo, se tomó de la reja con ambas manos para acercarse a ella todo lo posible y me dijo:
–Es que sabe mijo, usted es el primer hueón que no ha dejado a mi hija colgando del árbol.

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