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Opinión

27 de Junio de 2017

Entrevista a Carmen Pérez, la última mujer de Bolaño: “Roberto siempre apostó por la vida”

La catalana Carmen Pérez fue la última pareja del escritor Roberto Bolaño. La compañera que permaneció a su lado durante los últimos seis años de su vida y quien lo acompañó al hospital el día de su muerte. Una mujer que el autor conoció en un tren, como si se tratase de uno de los tantos personajes de sus novelas, y que ha mantenido luego de su muerte un silencio cómplice, interrumpido por esporádicas entrevistas. La periodista argentina Mónica Maristain conversó con ella hace unos años, provocando la indignación de la viuda, Carolina López. La entrevista forma parte del libro “El hijo del Míster Playa”, un certero retrato construido por Maristain, a partir de un collage de recuerdos que va de los años juveniles de Bolaño en México a su consagración definitiva en España. Imperdible.

Mónica Maristain
Mónica Maristain
Por

“Ponle mucho humor. Vigila el mito”, escribe en un correo la catalana Carmen Pérez de Vega, la última mujer de Roberto Bolaño, la compañera amada por el escritor durante los últimos seis años de su vida.

Mujer de innegable belleza, Carmen es testigo imprescindible y protagonista insoslayable de la vida del escritor, a la sazón, como bien apunta Ignacio Echevarría, una de las mejores conocedoras de la obra de Roberto.

Sin quererlo, además, se ha convertido en una figura innombrable, categorizada prácticamente como un fantasma, cuya presencia real algunos ponen en duda merced a la obsesión que ella despierta en la viuda y heredera legal de Bolaño, Carolina López.

Es difícil saber por boca de la propia Carmen, al menos conocerlo en forma que pueda ser publicado en una nota o libro alguno, los entresijos que rodearon a lo que hoy constituye un duro enfrentamiento entre la pareja del escritor y la madre de sus hijos.

Si López (de quien Bolaño estaba separado, de hecho, aunque no en forma oficial) parece alimentar todo tipo de inquina contra la mujer que su marido había elegido para que lo acompañara en los últimos tramos de su vida, Carmen es casi enfermiza a la hora de abonar la máxima discreción en torno a los temas que rodean la vida personal y profesional de su hombre.

Ambas coinciden en un gesto: el recelo total ante los periodistas que se acercan a preguntar, por lo que en esta historia sabe más el silencio, que otorga mucho más que las palabras que no se dicen.

En esta disputa no faltan las mezquindades, como que en las nuevas ediciones de los libros de Roberto es borrada toda mención a Carmen, para quien fue escrito el cuento “El viaje de Álvaro Rousselot” publicado en El gaucho insufrible. Sin embargo, muchas veces se olvida que no son sólo los derechos de autor y sus réditos los que están en juego.

Hay mucho dolor en los herederos afectivos del escritor muerto joven y de forma prematura. Carolina perdió al padre de sus hijos, éstos a su padre que ya no los verá crecer y hacerse adultos, y Carmen se quedó sin el hombre que amaba y la amaba.

No obstante, los dos bandos siguen en pie y batiendo alas en un vuelo rasante que siempre ganará Carolina López, toda vez que es ella y sólo ella la única albacea legal de la obra de Bolaño, obsesionado como estaba el escritor por asegurarle el futuro a sus hijos Lautaro y Alexandra, a los que adoraba (…)

Lo interesante en este asunto es que tanto Carolina López como Carmen Pérez de Vega tienen partes del puzzle que completan la vida y obra del escritor. Corren rumores de que Carolina, la persona que acompañó a Roberto en los años de pobreza y anonimato, la que muchas veces solventó con su trabajo en el ayuntamiento de Blanes los gastos del hogar, escribe por consejo del agente literario Andrew Wylie sus memorias con Roberto Bolaño.

Un libro de esas características, llevado a cabo por la única persona que tiene acceso directo a los archivos del famoso autor, será sin duda trascendente.

Carmen Pérez de Vega, en cambio, no se decide todavía a contar su parte de la historia y mucho hará en favor de la comprensión y el conocimiento de miles de lectores ávidos que desean saber más y más de Bolaño, si con el dolor de la pérdida atenuado por el paso del tiempo relata con voz propia sus valiosas percepciones (…)

En la entrevista que sigue, llevada a cabo en la Rambla de Barcelona, Carmen, sin duda una mujer fascinante, de una inteligencia y sensibilidad superiores, cuenta la otra historia, la de la noche final de Bolaño, la de su aventura a bordo de un automóvil pequeño corriendo a contrarreloj para intentar salvar en vano la vida del hombre que amaba.

Durante el transcurso de la conversación, un muchacho sustrajo los teléfonos celulares que descansaban en la mesa mientras se realizaba la entrevista.

En otro encuentro mantenido con Carmen, un automovilista se llevó por delante una moto con el conductor arriba.

“Son guiños de Bolaño”, dijimos los presentes, con mucha cursilería, claro, como a él le gustaba.

¿Cómo era Roberto, Carmen?
Era tierno. Una persona compleja, realmente. Aunque la verdad es que nunca me he planteado demasiado determinar cómo era Roberto. Curiosamente, no pienso mucho en ello. Digo, me lo he planteado una vez que otra, pero no tanto como tal vez sería lo usual. No sé hasta dónde me interesa tampoco… Era una persona muy inteligente, leal, que valoraba muchísimo la amistad y el respeto. Era un maestro. A veces un maestro un poco duro, pero creo que hubiera sido un buen maestro de escuela, quizá como herencia de su madre. De él aprendí muchas cosas y siempre digo que fue una de las personas que más me hizo creer en mí. Roberto tenía temperamento de líder, así que constantemente quería reafirmar sus teorías y que la gente lo siguiera, por lo cual también era muy tozudo, no era fácil a veces hacerlo razonar o lograr que cambiara de idea. Siempre apunto que cuando lo conocí, Roberto ya era una persona de edad y estaba enfermo. Con el tiempo, como es lógico, su carácter se fue suavizando, aunque en esencia era alguien al que le costaba admitir que pudieras tener la razón. En los últimos tiempos concedía: “Bueno, quizá tienes razón…” [risas], eso para él significaba mucho.

¿Era, como dicen, un ser arrolladoramente simpático?
Podía serlo. Creo fundamentalmente que era una persona seductora, con una especie de misterio que no sabes definir. Su literatura gusta en parte porque él se refleja en personajes seductores como Belano, aunque creo que Roberto también se refleja en otros, y las mujeres y los hombres suelen enamorarse de ellos.

Ayer alguien me decía que Bolaño dejó de ser persona para convertirse en personaje…
Creo que todos nos hemos convertido en personajes. Cuando murió Roberto, una de las primeras cosas que pensé es que una parte de su obra continuaba con nosotros, con los cercanos, y que nos convertíamos de ese modo en personajes en las manos de Roberto. Lo sostengo. Mihály Dés, el director de la revista Lateral, que ya no existe, y que fue amigo de Roberto, hizo a su muerte un editorial muy bonito y que con mejores palabras que las mías decía algo parecido. Cuando me preguntabas el otro día si Roberto había viajado o no, yo te decía: “Sí, Roberto viajó, lo que pasa es que todo lo magnificaba, porque él lo creía así…”

¿Cómo?
Como cuando decía que era un gran cocinero. Pues era un cocinero que a veces hacía cosas peores, cosas mejores y otras más bien regularcillas, pero lo cierto es que él se creía siempre un gran cocinero. Su madre hacía lo mismo. Tenía una forma de expresar sus ideas, de quererte convencer de algo, muy exagerada, magnificaba todo. Evidentemente, también había un juego. Roberto, además, era muy buen actor. Muchas veces te hacía creer algo y al otro día te decía: “Piltrafilla, ¿de verdad te has creído eso?” Era muy juguetón, muy lúdico, una persona que tanto en su obra como en su vida se recrea. Como los niños pequeños, que van creándose a sí mismos a base del juego. Él siempre fue muy niño y muy adolescente en el buen sentido. Le gustaba jugar. Su literatura tiene componentes muy autobiográficos, pero la cuestión no consiste en contar la realidad sino en hacer creíble todo lo contado. La mejor forma de creerte algo es hacer literatura de eso. Hacer una narración en la cual entraba un imaginario, una fantasía.

¿Cómo lo conoció?
Lo conocí en un tren. Venía de San Sebastián, de Zarautz, y él se subió en Pamplona. Lo conocí a través de una mujer con la que me fui a tomar un café y con la que establecí, como bien dijo Roberto luego, una de esas complicidades que se pueden crear entre mujeres en diez minutos. La mujer me contó enseguida su vida, creo que de la mía le conté menos, entre otras cosas porque no era tan interesante como la de ella. Era una mujer muy culta, que había leído muchísimo. Entonces me quedé en mi vagón, ella se fue al suyo que quedaba dos o tres vagones más adelante. Yo tenía dolor de cabeza y ella me dijo: “Cuando se te pase, me vienes a ver”. Al cabo de una hora o dos, no recuerdo bien, fui para allá y cuando llegué ella hablaba con Roberto. Era una mujer muy leída que conocía a Bolaño. Y entonces me lo presentó. Era agosto de 1997. En ese vagón Roberto me comentó que estaba empezando a corregir Los detectives salvajes. Entonces recuerdo que esta mujer, Celia o Cecilia, muy especial, realmente, me preguntó si lo conocía y le dije que no. Me considero buena lectora, pero reconozco que a Bolaño no lo había leído. La señora se bajó en Reus, donde tenía un apartamento y pensaba pasar unos días de vacaciones, y me quedé sola con Roberto. Comencé a pensar: “¿Qué hago con este hombre cuya cultura e inteligencia me superan?” Entre ellos habían estado hablando de cosas a las que yo podía aportar poco y no osaba meterme en una conversación que me parecía súper interesante. Recuerdo que cuando la mujer se bajó del tren le preguntó desde abajo: “¿Y Borges?” Roberto entonces contestó: “Borges es Dios”. Nos quedamos entre los vagones para que él pudiera fumar y comencé a sentirme incómoda. Me decía: “Este señor me supera”. Sentí la urgencia de irme, pero él no quiso saber nada. Fue cuando me regaló Estrella distante y me la dedicó. Cuando llegamos, en Sants nos tomamos un té y nos despedimos. El tomó un tren a Blanes y me fui a casa. En el camino comencé a leer el libro. Debo decir en este punto que sí había una atracción de mi parte. Que aquel señor me atraía y que yo le atraía, como supe luego, pero fue con la lectura de Estrella distante que terminó de conquistarme. Me enamoró su cocina literaria. Era un libro que me empezó a fascinar, se trataba de algo diferente. Estaba sedienta de buenas lecturas porque había estado leyendo algunos bestsellers recomendados por amigas, pero que me dejaron más vacía. Total que leer Estrella distante, resultó ser para mí la obra perfecta de Roberto. Es uno de los pocos libros que he releído una y otra vez.

¿Él venía de presentar un libro en Pamplona?
Él venía de un festival que había organizado Ferrero. Creo que era un festival sobre migraciones, no recuerdo bien. Roberto había dado allí una conferencia. Llevaba en su mochila roja con la bandera catalana, típica de allí, vieja, revieja, y que usó hasta el final, unos cuantos libros, que supongo habrá aprovechado para promocionar en Pamplona. No me digas por qué, pero yo anoté su dirección y él mi número telefónico. Le dije que cuando acabara el libro le iba a escribir. Al cabo de tres semanas, eso hice. Y él, a los quince días, me llamó. Al principio no lo reconocí para nada y él se reía con una risa que era cascada como su voz, una risa rota. “¿No sabes quién soy?”, me preguntaba. “Soy Roberto.” Total que me estaba contestando la carta en donde entre otras cosas le recordaba su promesa de invitarme a cenar cuando viniera a Barcelona. Entonces en la llamada me dijo: “No soy consciente de haberte invitado a cenar”. “Pues lo dijiste”, le recordé. “Bueno, bueno, queda pendiente”, dijo él. “Te voy a enviar por correo otro libro”, y por correo llegó La pista de hielo. Le volví a escribir, él me contestó también por escrito y un día de diciembre me llamó para avisarme que venía a Barcelona pues se tenía que hacer unos estudios en el hospital Vall d’Hebron y que si yo quería me invitaba “a esa comida que dices que te debo”. Lo fui a buscar al hospital, nos fuimos a comer y luego a caminar por El Raval. Me enseñó su casa en Carrer dels Tallers y acabamos en la Catedral. Estaba ya la feria navideña de Santa Lucía, luego me fui a buscar a mi hija y lo dejé en Plaza Catalunya para que tomara el tren de regreso a Blanes. Al fin de semana siguiente me invitó a su casa y subí. Fuimos a desayunar, luego al Jardín Botánico donde se nos hizo tarde y nos quedamos encerrados. “Nosotros tenemos hambre, ¿y ahora qué hacemos?”, dijo Roberto. Empezamos a caminar y detrás del Botánico había unos edificios, desde donde se asomó una señora a la que le preguntamos cómo podíamos salir de allí. Nos dijo que había un pedazo de la verja que estaba roto y nos indicó la ruta para llegar hasta allí. Salimos y nos fuimos al puerto a comernos una paella.

Y allí inició la relación…
Sí. Él me contó su vida familiar y demás y ahí comenzamos una relación.

En ese tiempo él estaba a punto de publicar Los detectives salvajes…
En ese tiempo él corregía Los detectives… y eso era muy duro para su enfermedad. Eso sí que le hacía dolerse del hígado, era un verdadero trabajo de minero. Las galeradas las vio pasadas las navidades y a principios de 98 entregó la novela para impresión. Luego vino lo que ya sabes: el Premio Herralde y toda la parafernalia. Se puso a escribir Amuleto y comenzó a interesarse por las mujeres muertas de Juárez. Un día me preguntó, leyendo una nota acerca de la detención de “El egipcio”: “¿Crees que éste puede ser el asesino?” Ese tema le interesaba mucho, seguía atentamente la investigación. Se puso luego a escribir una novela que llevaba por título Corrida, pero luego la abandonó. También estaba en el proyecto de Sinsabores de un verdadero policía, que derivó en parte en lo que luego fue 2666.

¿La enfermedad le originaba dolor físico?
No, el hígado no duele. Lo que sí, se cansaba mucho, cada día más en los últimos tiempos. Cuando lo conocí era un hombre pausado, de andar casi felino, pero esas características no estaban ligadas a la enfermedad. Él era así. Lo que le dificultaba mucho la vida era el cansancio y corregir novelas monumentales como las que escribía, obviamente lo cansaba. “Esto sí me machaca”, decía.

Con respecto a su enfermedad, ¿qué hay de cierto en eso que no se quería trasplantar?
Bueno, no creo que nunca dijera que no al trasplante. Eso lo sabrá mejor Carolina que yo, pero la verdad es que no pienso que se negara a ser trasplantado. Otra cosa es la negación de la enfermedad, algo que también matizo. Creo que Roberto no negaba la enfermedad, sino la gravedad del mal que padecía. Va de tanto en tanto a hacerse los análisis, pero no con la periodicidad necesaria, aunque se toma la medicación y se cuidaba a la manera que él entendía que había que cuidarse. Sin embargo, quería alejar ese tema y prolongar todo lo que pudiera la decisión de operarse. Él sabía que la única solución era un trasplante de hígado y su médico del Vall d’Hebron [Víctor Vargas Blasco] se lo decía a menudo. Lo que pasa es que al no verlo, se produce como una especie de conjuro, algo así como “si no lo noto, esto no ocurre”. Hay gente que no va al médico porque piensa que si va le van a encontrar algo. Me pasa a mí también. Soy durísima para ir al médico, así que desde ese lugar yo entendía a Roberto y a la vez le iba diciendo qué tenía que empezar a hacerse nuevas revisiones, que el tiempo pasaba, que su enfermedad era muy silenciosa… Total que llegó el día en que finalmente se anotó en la lista para trasplantarse y cuando murió llevaba un año y medio esperando la operación.

¿Cómo fueron sus últimos días?
Él llegó de Sevilla el 28 de junio. Lo fui a buscar al aeropuerto. El domingo por la tarde regresé a Barcelona para buscar a mi hija que estaba con su padre. Es en la mañana del lunes 30 de junio cuando me llamó para pedirme que lo fuera a buscar porque se sentía mal, había tosido sangre. Él había tenido un episodio similar dos meses antes y no lo había querido solucionar, porque se le pasó y ya, algo que hacemos todos. Lo fui a buscar inmediatamente porque él tenía várices esofágicas y sabía que eso podía ser letal. Roberto tenía una tos persistente, se había constipado un poquito, hacía mucho calor, lo cual no era bueno para sus várices, pues la alta temperatura produce, como todos sabemos, dilatación e hinchazón en todo el cuerpo… Total que fui a Blanes a buscarlo, había estado haciendo algunos trámites con Carolina y ese día también había terminado El gaucho insufrible y lo quería presentar a la editorial. Le dije: “Lo imprimimos en Barcelona pero nos vamos ya”. Lo único que yo quería era llevarlo al hospital. Pero él decía que estaba bien. Tenía mala cara, pero también era cierto que había dormido muy poco, casi nada. El día anterior había estado con su hijo Lautaro, le preparó unos macarrones, pero a la mañana lo devolvió a casa de su madre pues estaba consciente de que tenía que bajar a Barcelona. Aunque lo primero que quería hacer Roberto era entregar El gaucho insufrible y luego ir al hospital. Cuando llegué y no lo vi tan mal, pensé: “Mmm, mal, aquí no movemos ficha”. En fin, nos vamos a Barcelona, fuimos a comprar algunas cosas, llegamos a casa, imprimimos El gaucho insufrible y cuando le quise dar el disquete, me dijo: “No, lo guardas tú”. Y fue así como ese disquete quedó en mis manos. Luego fuimos a la editorial, lo dejé allí durante más o menos dos horas y cuando pasé por él resulta que no quería ya ir al hospital. Pensé en un momento en hacerlo bajar del auto e irme, porque la situación me había hecho enfadar, pero vi que no era la solución. Entonces, nos fuimos a Blanes. Paramos en una de esas áreas de servicios de las autopistas que nos encantaban a él y a mí. Nos tomamos un bocadillo de tortilla de patatas y enfilamos para su casa, donde lo dejé. Yo debía retornar a Barcelona para atender a mi hija, aunque no lo tenía del todo claro en ese momento. Me quedé muy inquieta y llamé entonces a una amiga para que se hiciera cargo de mi hija. Mientras hacía todos esos trámites, se asoma Roberto por el balcón y me dice: “Carmen, cuando llegues a casa llámame porque estoy sin saldo”. Y fue cuando me dije: “No me voy, no lo dejo así y sin teléfono”. Subí. Eran las once de la noche y estábamos los dos muy cansados. A eso de las dos y media de la madrugada me despertó para decirme que necesitaba comer. Es cierto, no había metido bocado desde la tarde y eso le producía hipoglucemias. Le insistí para ir al hospital porque mi sospecha era que estaba tragando sangre, pero se empeñó en cocinar un arroz. Al primer bocado, sobrevino un vómito de sangre impresionante y por supuesto fue ahí cuando decidió ir al hospital. Tuvo tiempo de poner música, la canción “Lucha de gigantes”. Tuvo tiempo de ducharse y creo que él pensaba que con todos esos gestos alejaba la enfermedad, aunque en realidad hacía todo lo contrario. “Lucha de gigantes”, que además la ponía muy a menudo, fue la última canción que escuchó en su vida. Mientras él se duchaba recogí dos o tres cosas, le decía que se diera prisa… En un momento pensé en llamar a la ambulancia, pero conociendo a Roberto concluí en que era una pésima idea, así que lo llevé en mi automóvil. Recuerdo la autopista vacía y mi pequeño coche que hacía frente como podía a un gran viento que soplaba en contra. Finalmente, llegamos al hospital a eso de las cuatro y media de la mañana. Aparcamos, subimos una cuesta que hay hacia la entrada de Urgencias y de pronto lo miré: se mostraba tranquilo, digno y elegante. De repente me tomó la mano y me preguntó: “¿Cómo estás?” Mientras esperábamos a los médicos, terminé yo sentada en la camilla, él en una silla contándome esos chistes malos que contaba. El famoso chiste malo que contó en Sevilla me lo volvió a contar ahí. Creo que era su manera de alejarse de la situación que estaba atravesando y yo, obviamente, estaba histérica aunque intentaba de no expresarlo. Estuvimos unas cuantas horas en Urgencias. Pasé la noche con él hasta que en la tarde del día siguiente fue pasado a la Unidad de Sangrantes. Su médico, Víctor Vargas, estaba afuera de la ciudad. Cuando llegó es que deciden pasarlo a la Unidad de Sangrantes, donde no había camas y donde él no quería ir. Estaba bien en Urgencias, donde una médica cuyo nombre no recuerdo y quién sabe si la reconocería ahora al verla, nos trató maravillosamente. Lo cuidó, me cuidó. Esa noche, Roberto le preguntó: “Doctora, yo no saldré de este hospital, ¿verdad?” Y la médica le dijo: “No, no, vamos a hacer que usted salga, por supuesto, Roberto, usted saldrá de este hospital”. Lo cierto es que Roberto no quería ir a la Unidad de Sangrantes porque entre otras cosas no iba a poder tener gente a su lado. Mientras estuvimos en Urgencias, pude estar toda la noche junto a él, luego me sustituyó Carolina y también se pudo quedar. Estaba muy mal, pero hasta el último momento esgrimió su pudor. No quería que la enfermera lo tocara, no dejaba que nadie extraño se acercara demasiado a él. Cuando fue presa de sondas y tubos, creo que se hundió definitivamente. Cuando lo llevan a la Unidad de Sangrantes fue la última vez que lo vi. Me entregó sus gafas y ahora, visto a la distancia, creo que en ese momento Roberto ya era un moribundo. Sólo ahí y no antes como han querido decir muchos, él vio la muerte a su lado. Roberto siempre apostó por la vida. Sabía que podía morir, claro, pero también sabía que podía vivir. Tenía unos hijos, se debía a ellos y ellos eran lo más importante para él. Por otro lado, no es cierto que se pone a escribir 2666 como reaseguro económico para sus hijos y vislumbrando la muerte. Ésa es una novela que la escribe o la escribe. La iba a hacer de cualquier modo.

Cuando Roberto murió y usted comienza a ocupar un lugar en las sombras, ¿cree que eso es lo que él hubiera esperado de usted?
En ese momento no me planteo lo que él hubiera esperado de mí. Hago lo que creo que tengo que hacer. En mis actos por supuesto que está la memoria de Roberto y en él lo que primaba eran sus hijos. Había unos hijos jóvenes, una niña muy pequeña y creo que eso había que cuidarlo. No era cuestión de montar malos rollos alrededor de su memoria. Lo único que nos prometimos Roberto y yo fue amistad y respeto. Y es eso lo que quise y quiero preservar. Me consideraba su mujer y en una ocasión me dijo que yo quedaría como su último amor. Bueno, ya está, eso me parece muy bonito, está bien, pero nadie podía prever la magnitud de su posteridad. Me parece que la posteridad de Roberto es un ente autónomo que puede ser muy crápula, se lo puede engullir todo. Roberto dejó las cosas más o menos arregladas como pudo y quiso en ese momento, entre otras cosas porque todos pensábamos que el trasplante iba a ir bien y él iba a vivir.

¿Quién fue la primera persona que le dio un abrazo cuando murió Roberto?
Una amiga. Salió María Salomé de la sala y me dijo: “Carmen, esto se acabó…” Salí corriendo entonces del hospital, lloré desconsoladamente y se me secaron todas las lágrimas. Me costó mucho volver a llorar. Cuando puse los pies en la tierra fue en la tarde posterior a su muerte. Era 15 de julio y estaba en la casa de uno de sus amigos. Al salir de esa casa, hice el camino de regreso que hacía siempre con Roberto y en ese momento fui consciente del vacío y el horror que me esperaban. Brotaron entonces unas lágrimas en el tren y me dije: “Roberto ha muerto”.

EL HIJO DE MÍSTER PLAYA: Una semblanza biográfica de Roberto Bolaño
Mónica Maristain
Editorial Alquimia, 2017, 248 páginas.

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