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Opinión

26 de Julio de 2017

Columna de Jorge Navarrete: Adiós a la política

"Cuando la política se degrada a la altura de un concurso de popularidad, cuando se traiciona u olvida todo en lo que uno cree por un puñado adicional de votos, termina por evidenciarse la peor de las sospechas que un ciudadano puede tener para con sus representantes o aspirantes a serlo: el que anhelan el poder más como un fin y no como un instrumento para llevar a cabo un proyecto político o cumplir una promesa ciudadana".

Jorge Navarrete
Jorge Navarrete
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A cuatro meses de las próximas elecciones presidenciales, el oficialismo no está nuevamente entre los protagonistas. La historia es conocida. Hace ocho años atrás, la otrora Concertación enfrentaba un proceso llena de dudas y recriminaciones, con un candidato que no lograba concitar el entusiasmo ciudadano, avizorándose lo que sería una segura derrota electoral. La derecha y Marco Enríquez representaban el cambio, carcomiendo de uno y otro lado esa agotada mística de la centro izquierda, a resultas de su falta de ideas, la incapacidad para seducir al electorado con un renovado proyecto político; pero, por sobre todo, mostrando la peor cara del agotamiento, la conformidad y dando un paso atrás en el necesario proceso de renovación que exigía un ciclo político que había durado ya 20 años.

La derrota golpeó, pero no lo suficiente. Lejos de generarse un genuino debate interno sobre las razones de fondo que subyacían al abandono de la confianza ciudadana, pareció que todo podía arreglarse con un cambio de nombre, la incorporación de un quinto partido, y –era cosa simplemente de esperar- enfrentando la próxima elección con una candidata que asegurara el triunfo sin grandes sobresaltos. De hecho, fue así que rápidamente se cohesionaron las filas, nadie se acordó de las diferencias o matices, se postergó la deliberación política o, aún peor, se supeditó ésta a lo que propusiera un elenco que hablaba por la abanderada. Los contundentes resultados electorales hicieron el resto: la Nueva Mayoría estaba nuevamente en el poder.

Pero la ausencia de la política –esa palabra a ratos manoseada pero que, ni más ni menos, se refiere al arte de gobernar- rápidamente cobró sus víctimas. La falta de oficio, el voluntarismo y la soberbia producto de haber arrasado en la segunda vuelta electoral, nos condujo a un escenario donde muy pronto se puso en riesgo el principal activo con que contaba la coalición. En efecto, las tempranas bajas en la adhesión ciudadana del gobierno fueron la directa consecuencia del desdén por la pedagogía, la incapacidad para enfrentar los cuestionamientos del debate público y la ceguera frente a las objetivas dificultades externas y los errores propios, demasiado frecuentes y garrafales, habría que agregar. Y lo que vino después fue todavía peor. Los casos de corrupción política, donde Caval se transformaría en una suerte de “niño símbolo”, terminaron por tumbar lo poco que había, llevándonos a un escenario de perplejidades, vacilaciones e improvisaciones, que terminaron por frustrar a partidarios y enardecer todavía más a los detractores.

Hoy, con el gobierno peor evaluado desde que recuperamos la democracia, el oficialismo –tal como si lo hubieran metido en un congelador- enfrenta un escenario similar al del 2009. Ya no es Marco, pero sí Beatriz Sánchez; tampoco es Frei, pero sí Guillier. Y aunque falta por dilucidar lo que ocurrirá con la candidatura de Goic, la primera pulsión de la mayoría oficialista fue nuevamente olvidar la política y apostar a la supuesta popularidad. El teatro de eufemismos, deslealtades y traiciones fue de lo más amplio y variado; pero sin lugar a dudas que la escena más patética fue protagonizada por el Comité Central del Partido Socialista, al no optar por dos de sus activos militantes y también desechar la alternativa de un ex Presidente ligado a buena parte de su historia.

Se trata de un expediente conocido. Lo que hay detrás confunde el legítimo reproche ciudadano a la expresión institucional de la política –léase partidos, congresistas y otros dirigentes- con la negación misma de la política. Se trata de una cuestión francamente incomprensible y paradójica para una coalición que se autodefine como “progresista”, es decir, que entiende a la sociedad no como un producto de la naturaleza, sino como una construcción común, cuyo destino –especialmente el de las personas que viven una situación objetivamente injusta- puede modificarse mediante el esfuerzo de muchos en torno a la acción colectiva.

Cuando la política se degrada a la altura de un concurso de popularidad, cuando se traiciona u olvida todo en lo que uno cree por un puñado adicional de votos, termina por evidenciarse la peor de las sospechas que un ciudadano puede tener para con sus representantes o aspirantes a serlo: el que anhelan el poder más como un fin y no como un instrumento para llevar a cabo un proyecto político o cumplir una promesa ciudadana. Cuando eso ocurre, puede también devenirse la peor de las pesadillas para una coalición o partido político: el perder una elección después de (o por) haber transigido en esa identidad y proyecto que los distinguía y que a tantos convocó.
La candidatura de Guillier es la expresión del crudo pragmatismo de corto plazo. Es además el símbolo del deterioro de una coalición que ya no cree en sí misma o en sus ideas; y que frente a la desesperación por recuperar el apoyo ciudadano; no contenta con antes haber dilapidado su pasado, ahora está a punto de hacer lo mismo con su futuro.

* Abogado y columnista

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