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Opinión

14 de Agosto de 2017

Columna de Rafael Gumucio: ¿Qué hacemos con los pobres?

"Sospecho que la incomodidad que habita hasta en los tics de Sebastián Piñera y sus amigos, reside también en esa contradicción esencial: comprarse la tierra entera porque el paraíso ya no será tuyo".

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Estamos en guerra contra la pobreza, dice Sebastián Piñera. Es uno de las pocas ideas suyas que nadie en su sano juicio se atrevería a contradecir. Ante el horror de Alto Hospicio, los suburbios de Calama o Coyhaique y los campamentos -que no acaban nunca de acabarse-, la discusión se detiene, y cualquier asomo de discusión o duda se convierte en un insulto. La igualdad, el tamaño del Estado, los impuestos, el aborto, el matrimonio homosexual, todo es discutible, pero nadie podría discutir que la pobreza es un flagelo, un enemigo, una vergüenza contra la que debemos emplear todas nuestras fuerzas.

¿Pero es tan mala la pobreza?

El cristianismo, el judaísmo, el islam, el budismo, el estoicismo, el epicureísmo, el marxismo, el ecologismo, nos dicen en diversas formas y tono, que la pobreza no sólo no es una calamidad, sino una bendición. Un estado superior de la vida humana, un camino hacia cualquier tipo de transcendencia. Al revés, la riqueza, el lujo, la posesión de muchos bienes es -según la mayor parte de las religiones y filosofías que nos rigen- un impedimento serio para llegar al cielo, o al nirvana. Claro, la pobreza de Alto Hospicio, o Bajos de Mena es algo que ninguna religión o filosofía auspicia o defiende. ¿Pero qué es lo horrible de esa pobreza? Esos pobres comen, beben, respiran, juegan y mueren, antes que los demás, pero no de forma tan distinta a los demás. No son libres, es cierto. Piden para vivir. Son humillados y ofendidos en el metro, en el hospital, en la escuela, en el trabajo, en las comisarías y las cárceles donde su pobreza, que los hace sospechosos o cómplices de todo tipo de delitos -imaginarios o reales-, hijos de ese único y definitivo delito: ser pobres.

La mayor parte de los horrores de la pobreza nacen del trato que le propinamos a los pobres. La mayor parte de sus muertos y heridos, nacen de la dificultad en distinguir la “guerra contra la pobreza”, de la guerra contra los pobres que la encarnan y contagian. Si, como lo piden la mayor parte de las religiones a las que adhieren los líderes de hoy, de ayer y de mañana, pensáramos sinceramente que Bajos de Mena, o Alto Hospicio no es el infierno sino el paraíso, si llegáramos a concebir la loca idea que sus habitantes no son réprobos castigados por no se sabe que mal karma, sino dioses y príncipes, la pobreza dejaría inmediatamente de ser tal, para convertirse en lo que pensaba Cristo que era: el privilegio de ser como dios, dueño de todo, es decir de nada.

Es el horror a la pobreza lo que hace la pobreza horrible. Un horror que no es sin embargo, un simple capricho. Los pobres mueren más y lo hacen antes que los ricos, porque se enferman de bacilos y pestes que se creían extintas en el país, y viven con una intensidad temible esa ración de pan, esa frazada, ese abrazo, esa botella de vino, de vida o muerte. Es eso lo que nos da miedo de los pobres, que mueren más y que viven más intensamente que nosotros. Que desmienten a cada paso la abrigadora idea de que somos inmortales porque no hace frío en nuestra casa, que somos sanos porque pagamos la isapre, que somos queridos porque nos espera una esposa o un esposo, presos también del miedo sin fin a quedar a la intemperie si no se abraza a alguien, muerto de miedo cuando a media noche toca la puerta un desconocido.

Pero a pesar del crédito, las calles pavimentadas y los programas sociales, la duda corroe de noche: ¿Si ellos son vulnerables, por qué yo no soy invulnerable?

Dependen del clima, de la salud de sus miembros, de la economía mundial, del amor o la traición, depende de todo y de todos. ¿Pero de nosotros no? ¿Al fin y al cabo, no es como los pobres la forma en que voy a morir? ¿Y entonces, los libros, los curas, los chamanes y los filósofos que me dicen que debo aprender de la pobreza, porque la pobreza es la forma más desnuda, más pura de la condición humana, no están tan equivocados? ¿Cómo puedo admitir de mis maestros su error, como puedo de día luchar contra la pobreza como si fuera un invasor al que hay que lanzar de vuelta al mar, y de noche leer y predicar que los pobres tienen la razón, que debería ser como ellos, cuando todo me fuerza a separarme de su miseria, que es la mía?

“Si tanto le gusta la pobreza, regala todo y ándate a vivir a una población, huevón fresco de raja”, pensarán los lectores que hayan llegado hasta aquí. Y sí, lo confieso, mis hijas estudian en un colegio caro de niñitas adorables, y vivo en Providencia en un departamento que es cualquier cosa menos modesto. Amo la comida fina, pago por todo el doble de lo que vale, compro con desesperación en cualquier supermercado y mall que encuentro. Me horroriza la sola idea de la austeridad. Compré un Mercedes Benz del año 90, que pasó más tiempo en pana, que demostrándole a todos los vecinos la aplastante largueza de mi estilo. No puedo evitar nada de eso, como no puedo evitar a mi tío Esteban sonriendo en la población Joao Goulart de donde era párroco, y a mi mamá en el Hogar de Cristo, no puedo evitar que los libros, la música y las películas me recuerden que la verdad está en otra parte, y el cielo, y el infierno y el purgatorio y la salud incluso, y la felicidad tal vez.

Ese choque entre dos culturas, entre dos maneras de vivir, no es sólo mío. Sospecho que la incomodidad que habita hasta en los tics de Sebastián Piñera y sus amigos, reside también en esa contradicción esencial: comprarse la tierra entera porque el paraíso ya no será tuyo. Condenar tu eternidad a cambio de más y más tiempo en la tierra que, quieres convencerte -a pesar de que rezas, vas a misa y crees ser católico- que es lo único que existe. Separado de tu cultura, la austeridad o despreocupación de tus padres y abuelos, condenado a no poder ser como en el colegio decían los curas que debías ser, no te queda más que morder lo que sea que esté a tu disposición para extraer hasta la última gota de tu propia desesperación. Todo el esfuerzo de la política chilena -incluido la que cree ser de izquierda- ha sido hacer sagrado el derecho de propiedad sobre la tierra, el agua, el aire, y el tiempo a treinta y cuarenta años, el crédito que logra quitarle a los pobres y los ricos la única propiedad con que nacen: el tiempo.

Las políticas para combatir la pobreza de este gobierno, del anterior, y del que vendrá no han logrado, ni querido lograr, que esos pobres tengan voz, que su lenguaje sea parte del nuestro, que su forma de vivir, de ahorrar o de amar, sea parte de la nuestra. La guerra contra la pobreza ha empobrecido a la sociedad entera, viviendo la esquizofrenia de no poder acceder al núcleo mismo de su cultura: Violeta Parra, Gabriela Mistral, Jesucristo, el blues, la cueca, Karl Marx, Tolstoi, el Buda, el bife a lo pobre y el Lazarillo de Tormes. Al quitar a los pobres de la mesa, al combatir su inevitable existencia, todo eso que era de nosotros queda como letra muerta. Sin cultura, sin Dios, ni dioses, nos arrastramos en la miseria de acallar cualquier recuerdo de que todo eso que es mío, mío hasta el hartazgo no es de nadie, porque el que es, sólo lo que tiene es menos que nadie.

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