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Nacional

15 de Agosto de 2017

De peón a ingeniero agrónomo: una historia luminosa de la reforma agraria

Trabajó criando cabras desde niño en un campo de Los Andes donde sus abuelos eran inquilinos. Nunca fue al colegio porque los patrones insistían en que era una pérdida de tiempo. En 1966 el Gobierno expropió la hacienda donde vivía, cedió una parte a su familia, y recién a los 17 años pudo comenzar a estudiar gracias a un programa implementado durante la Reforma Agraria. No sólo salió del analfabetismo, sino que sacó su cuarto medio e ingresó a la Universidad Católica. Terminó sus estudios en Italia y desde su retorno trabaja en proyectos ligados al mundo rural. “Con la Reforma Agraria nací de nuevo”, reconoce.

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Cuando Fernando Arancibia intentó ir al colegio, los patrones de sus abuelos le aconsejaron a todos sus inquilinos que no enviaran a sus hijos a la escuela. “¿Para qué?, si ya saben hacer todo lo que necesitan: regar, limpiar a los animales, sembrar”, decían. Las familias asentían sin alzar la voz. Enviarlos a estudiar significaba un costo extra que complicaba el presupuesto mensual. Los inquilinos recibían como pago por su trabajo comida, regalías, permiso para criar animales y un porcentaje mínimo en dinero.

Fernando creció en el fundo San Vicente hasta que su abuelo fue despedido en 1958 por su patrón, luego que lo sorprendieran en reuniones clandestinas para sindicalizarse junto a otros peones. “Le marcaron la libreta de trabajo con una cruz roja, cargándole la mano con los trabajos. Mi abuelo no aguantó esa diferenciación y lo terminaron echando”, recuerda hoy.

Rápidamente la familia encontró una nueva hacienda. El abuelo, Ernesto Martínez, era domador de caballos, trabajo muy preciado en el campo. La historia, cuando los patrones veían la libreta, se repetía: malos tratos, trabajos excesivos, el abuelo exasperado y un nuevo despido. Desde el 58 deambularon por más de diez fundos.

En 1964, Fernando tenía 13 años. Junto a su familia vivía en la hacienda Bellavista, de San Felipe. Todavía recuerda las visitas al campo de los candidatos de la Democracia Cristiana para hacer campaña. Frei había anunciado su candidatura presidencial con una propuesta concreta: la reforma agraria. “El campo empezó a despertar. Nos mostraron un sueño. El eslogan era ‘la tierra es para el que la trabajaba’. Convertirnos en dueños era algo totalmente impensado”, asegura Arancibia.

Los patrones tomaron una postura crítica. “El mensaje era que la Reforma no era buena para Chile. Se asociaba a un sistema comunista, a las haciendas estatales de la Unión Soviética, que eran propiedad del Estado pero no de ellos”, recuerda Arancibia.

Su abuelo hizo caso omiso de la recomendación y votó por Frei Montalva, que asumió el mando en noviembre de 1964. Un año después empezaron los trámites para las expropiaciones. La Corporación de la Reforma Agraria (CORA), en la mayoría de los casos, pagaba a los dueños de las tierras el 10% del valor de mercado del terreno, mientras que el resto podía ser en cuotas a 30 años plazo.

En 1967 el gobierno concluyó la expropiación de la hacienda Bellavista donde vivía Fernando y los campesinos formaron una cooperativa para hacerse cargo de las 600 hectáreas del terreno. La idea del gobierno era no sólo que las tierras cambiaran de dueño, sino también capacitar a los campesinos para su administración. Las cooperativas tenían directivas. Algunas lideradas por campesinos, otras por gerentes externos que administraban las agrupaciones por un periodo limitado, hasta que los nuevos dueños recibieran las herramientas necesarias. Pasar de inquilinos a propietarios totales, pensaba Frei Montalva, no era un proceso sencillo.

Un día domingo de 1968, Fernando Arancibia, de 17 años, estaba cosechando maíz en el potrero San Antonio cuando llegó una visita que le cambiaría por completo la vida. Esa existencia de peón de fundo que hasta entonces asumía con su destino inalterable. El hombre se presentó como Juan Fierro y dijo que venía en representación de los institutos de educación rural. “Ando buscando alumnos para estudiar gratis en la localidad Longotoma”, dijo. Fernando, casi instintivamente, levantó la mano. Sólo aceptaron cuatro personas más.

Una semana después debía internarse en un colegio, a varios kilómetros de su casa, para estudiar por un año. Entró corriendo a su casa para contar la buena nueva. Su abuela lo escuchó, pero se enojó. Lo trató de mal agradecido, que como ahora estaba grande los dejaría botados. “Lo siento mucho, pero me voy a estudiar”, le respondió.

***

Fernando Arancibia, de chaqueta blanca y boina, haciendo la práctica en el Instituto de Educación Rural.

Fernando jamás olvidó ese oscuro domingo en que su abuelo lo despertó a las cinco de la mañana para el viaje. La maleta estaba lista. A las seis de la mañana un vecino pasó a buscarlo en una carreta tirada por caballos para llevarlo a él y los otros cuatro campesinos a la estación de tren de San Felipe. Tenía pasajes para las siete de la mañana. “Voy a otro mundo”, pensó.

El internado de Longotoma, localidad cercana a La Ligua, era uno de los tantos institutos de educación rural creados por la Iglesia católica durante la reforma agraria para nivelar la educación de campesinos. Ese año Fernando cursó de primero a sexto básico. “Yo era uno de los más jóvenes del colegio. Enseñaban las materias normales, pero también lechería, ganadería, uso de maquinarias”, recuerda.

Fueron tan buenos sus resultados, que el director del colegio viajó con él hasta la casa de sus abuelos para pedirles que lo dejaran seguir estudiando. Su abuela, la más reacia, aceptó. El año 69, con 18 años, se trasladó a otro internado en Malloco, donde terminó 7°, 8° y 1° medio. De los cuatro campesinos que partieron con él en el viaje, sólo uno perseveró en los estudios. Los otros volvieron a trabajar en el campo.

Las notas volvieron a ser excelentes. Fernando Arancibia estaba decidido a estudiar. “No tenía referentes en mi familia. Fue algo que me nació de adentro, no lo puedo explicar muy bien”, asegura. Cuando tenía que inscribirse en el nuevo colegio para terminar su enseñanza media, le avisaron que había sido llamado al servicio militar.

“En ese tiempo, los jóvenes de las ciudades mostraban un certificado de estudios o acreditaban enfermedades. Pero los campesinos e indígenas estábamos obligados. Yo presenté mis papeles de estudios, pero no me tomaron en cuenta”, relata.

Hizo el servicio durante todo 1970. Desfiló para la parada militar de septiembre, ante Frei Montalva, y también para la de noviembre cuando Salvador Allende asumió la presidencia. Al finalizar la instrucción, decidió quedarse en Ejército. En abril de 1971 se presentó a las 9 de la mañana en la escuela de suboficiales del Ejército, cerca del parque O’Higgins. “A las 10:30 pedí permiso para salirme de la fila y retirarme”, recuerda. Un capitán le preguntó por qué tomaba esta decisión. “Me insultaron y golpearon en el servicio militar. Llego aquí y en una hora hacen lo mismo. Esto no es para mí”, reaccionó.

Fernando decidió volver donde sus compañeros de internado que les había tocado emigrar a la localidad de Hospital, al sur de la región Metropolitana. “Me recibieron con un abrazo. Uno de ellos me preguntó por qué no me reintegraba. Pensé que no se podía. Fuimos a hablar con el director, buscó mi archivo y me aceptó nuevamente”, cuenta.

En 1973, con 22 años, Fernando Arancibia Martínez ya había terminado su enseñanza media. Sus profesores le aseguraron que tenía capacidades suficientes para entrar a la universidad. Dos de ellos, de matemática y lenguaje, le ofrecieron ayuda para preparar la Prueba de Actitud Académica (PAA) los sábados por la mañana.

El Golpe de Estado, sin embargo, alteró la planificación. La prueba que tenía que realizarse en noviembre se suspendió hasta nuevo aviso. No fue lo único que cambió: el régimen rápidamente inició una contrareforma, desmantelando la red de apoyo para los campesinos.

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De más de 9 millones de hectáreas expropiadas hasta septiembre de 1973, sólo un millón alcanzaron a ser entregadas a campesinos. La familia de Fernando Arancibia recibió su parte. Tras el golpe, sin embargo, perdieron toda la asistencia técnica, créditos, asesoramientos y capacitaciones recibidas desde 1966.

Pese a las dificultades, Fernando se había puesto una meta. “Yo quería entrar a la universidad, a pesar de lo dramático que fue el Golpe”, recuerda . En enero de 1974 rindió la Prueba de Aptitud Académica. Sacó 720 puntos ponderados y quedó en ingeniería en agronomía en la Universidad Católica.

Una beca para hijos de campesinos, impulsada por Rafael Moreno, ex vicepresidente ejecutivo de la CORA, le permitió cursar sus estudios en forma gratuita. Un beneficio que marcó todo su periodo formativo en la universidad, debido al vínculo que establecían profesores y compañeros entre la reforma agraria y el mundo de la izquierda política. El ambiente agitado de esos tiempos lo llevó a militar en la Democracia Cristiana. Participaba en reuniones clandestinas, entregaba panfletos, denunciaba abusos.

En 1980, cuando le faltaba un semestre para egresar, los directivos de su carrera le borraron arbitrariamente doce ramos cursados, lo que le impedía titularse. Reclamó ante el Consejo Supremo de la universidad, quienes le dieron la razón. Las autoridades de su carrera, en cambio, recomendaron que no era conveniente que Fernando Arancibia se titulara. Después de años de esfuerzo, a diferencia de sus compañeros, se quedó sin poder egresar de la carrera.

En 1986, Rafael Moreno, el hombre que había creado la beca en la Universidad Católica, consiguió desde Italia cinco invitaciones para jóvenes que quisieran estudiar en Bologna. Arancibia solicitó una. Allá convalidó sus ramos y egresó con el título de doctor en Ciencias Agrarias.

***

Apenas regresó a Chile, en 1991, convalidó sus estudios en la Universidad de Chile. Casado y con dos hijos, se dedicó a trabajar en ayuda de los campesinos chilenos. En el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle fue parte del ministerio de Agricultura, como Secretario Ejecutivo de la Comisión Interministerial de Desarrollo Rural. Hoy se desempeña como ejecutivo de la Fundación para la Innovación Agraria.

¿Cómo fue ese proceso de pasarse a la otra vereda, ahora como ingeniero, ayudando a campesinos?
Cuando volví había mucho miedo a organizarse. El individualismo entró muy fuerte en el mundo campesino. Para muchos profesionales como yo, que estudiamos afuera, había cierta frustración por la transición tan tranquila que vivimos, sin invertir mucho en la articulación del movimiento social, las cooperativas, los sindicatos. Eso fue un error. Debimos haber apostado a empoderar a la sociedad chilena. Tendríamos que haber tomado más riesgos. Hoy es necesario volver a apostar por una economía más solidaria.

¿Qué significó la Reforma Agraria para usted?
Chile cambió en sus raíces. Quizás cuantos talentos se perdieron por un sistema que no les dio ni una oportunidad. No teníamos derecho. La reforma los equilibró. Ahora los campesinos son libres. Tenemos derecho a elegir, a ser elegidos, a casarnos libremente sin preguntarle al patrón. Ahora somos parte de la sociedad sin tener que pedir permiso a nadie.

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