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Opinión

29 de Agosto de 2017

Columna de Constanza Michelson: ¿ Les falta pico?

"La hipérbole de la masculinidad es una defensa frente a la propia debilidad. Las mujeres, el objetivo sexual, o ideológico es sólo la excusa para hacer visible la hombría, frente a otro hombre. La exageración del estereotipo masculino, es precisamente la señal del fracaso de un hombre. El chiste nombra esa intuición: mientras más grande el alardeo, más pequeño es su ego viril".

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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Hace algunos años, en este mismo pasquín, escribí “Me falta pico”. Haciéndome cargo de una ofensa recurrente a mis reflexiones de ese entonces. Sólo una mujer amargada, podía criticar lo que en ese momento parecía por fin un arreglo entre los sexos: ahora las chicas por opción propia, compartían una erótica similar a los machos. Recuerdo que la acusación de que me faltaba un pene que me calmara, fue a partir de una crítica a la supuesta libertad con que una reina de Viña del Mar decide recibir la corona prácticamente en pelota.

El sentido común se ha movido rápido, todo indica que ya no nos falta pene a las mujeres y podemos tener una voz propia para develar lo que nos inquieta. La idea misma, de que a la mujer la calma un hombre parece haber caído en cierto descrédito. Yendo aún más lejos, la posmodernidad empuja a que lo masculino mismo vaya cayendo en descrédito. Cierto que en muchas esferas es lo hombruno lo que domina, pero en la esfera de la moral cultural, la pirámide se invierte y es lo femenino, la diversidad sexual, las llamadas minorías las que parecen hoy tener el símbolo fálico en las manos. Y quizás no es raro que el ataque histérico entonces, hoy esté del lado de algunos machos.

De ninguna manera quiero promover el activismo abusivo que criminaliza lo masculino. Precisamente, pienso que tal exceso es parte del problema que pretendo desarrollar acá. Sin embargo, hay una observación innegable, más allá de las múltiples teorías respecto de los radicalizados del hemisferio norte, tanto del supremacista blanco, como del yihadista occidental. Me refiero a aquello más visible, el dato estético, el disfraz del cuerpo. Músculos, cabezas rapadas, rictus de bulldog, armas, o bien, barbas, gritos de guerra, bombas, suicidios heroicos. Se trata del cuerpo duro del lenguaje del guerrero.

Cuando trabajaba en adicciones, verificábamos que más allá de las causas singulares, existen algunas versiones que se repiten. Por ejemplo, el “poliadicto”, aquel que se mete de todo (en el amplio sentido de la palabra), porque está inhabilitado de elegir nada, precisamente porque dejó de haber un alguien en ese cuerpo. Por el contrario, existe una adicción de elección muy clara: el adicto a la cocaína y a las putas. Es una adicción performática, en que un hombre (nunca escuché de alguna mujer con esta compulsión) monta una escena en que juega a poseer a varias mujeres, digo juega, porque está mentalmente duro, pero blando físicamente de tanto jalar. Si esta actuación recuerda de alguna manera al guerrero contemporáneo, es porque prima el simulacro. Así como en el adicto, la búsqueda parece estar menos en el placer sexual que en la simulación de una escena de potencia, en la violencia del radicalizado hay más un tributo a la virilidad y al orgullo fálico que a la propuesta de un mundo nuevo. Es pura destrucción y autodestrucción, donde por supuesto lo más seguro es que no haya ninguna fe religiosa ni en la supremacía de ningún tipo. Así, como el cocainómano sabe que en su exceso no verá más que su carne caída, el yihadista solitario sabe que no accederá a ninguna virgen en el paraíso. Nadie es tan idiota.

Ocurre que muchas veces la hipérbole de la masculinidad es una defensa frente a la propia debilidad. Las mujeres, el objetivo sexual, o ideológico es sólo la excusa para hacer visible la hombría, frente a otro hombre. La exageración del estereotipo masculino, es precisamente la señal del fracaso de un hombre. El chiste nombra esa intuición: mientras más grande el alardeo, más pequeño es su ego viril. La antropóloga Rita Segato, en su investigación con violadores, encuentra la recurrencia del sentimiento de humillación, que se intenta resolver por la vía de la violencia hacia alguna mujer, aunque no tenga nada que ver con ella. El asunto es reivindicarse frente a lo masculino antes que una descarga de placer sexual.

Por alguna razón, el resentimiento hoy se está vistiendo de macho alfa. Pero debemos sospechar que sea sólo una reacción a la avanzada feminista. Tal linealidad llevaría a nada más que conclusiones desafortunadas y exacerbar la criminalización de lo masculino. El odio es expresión de resentimiento, pero hay que analizar de qué está hecho.

Respecto de ISIS, diversos analistas han insistido en que la oposición no se trata de occidente vs el islam. Ello oculta la otra cara del conflicto: E.E.U.U colabora con los saudíes, estos a su vez ayudan a articular a Daesh para frenar la influencia ruso-iraní en la región. Un enredo que habla, como dice Rodrigo Karmy, de que el verdadero Dios del fundamentalismo, es el mismo de Wall Street, el capital. Antes que opuestos, se trata de una lucha por el mismo objetivo. El asunto es que luego de la caída del muro de Berlín y la promesa del mundo globalizado y sin ideologías, los conflictos pasan a ser nombrados como asuntos de choques culturales (raza, religión, género).

Se culturiza la política, y las desigualdades o la violencia sistémica comienzan a salir del lenguaje. Incluso hemos visto como se abusa de estas categorías, por ejemplo, el acusar de machismo o racismo para evitar la discusión política. Sin ir más lejos, lo que presenciamos en la pelea de Frente Amplio, donde se acusó utilitariamente de violencia de género a Alberto Mayol.

Lo cierto es que el mundo global, aunque de semblante diverso, de discurso tolerante no alcanza para todos. Triunfa el marxismo cultural, pero las cabezas se estructuran de modo neoliberal. Hay quienes gozan de la cultura global pero hay quienes quedan definitivamente arrasados. Y no me refiero sólo a los pobres. Sino al que es humillado por el sujeto tolerante, feminista, educado, ese que domina la pirámide moral hoy. Los despreciados son el musculoso considerado estúpido, el heterosexual demasiado noventero, el taxista siempre machista, por su parte, el inmigrante resulta un exotismo que viene a mejorar la raza, si mueren de frío o ahogados es sólo un tema que indigna un par de minutos. Por supuesto, que los despreciados no son atacados directamente por el sujeto inclusivo. Más bien lo invita a incorporarse, incluso a hablar con su lenguaje correcto, a pensar como él. Doble humillación.

Escuché alguna vez a un entusiasta de la llamada “economía colaborativa”, decir que hoy un ingeniero cesante puede ser parte de esta revolución del trabajo y ser parte de Uber. ¿No se llama eso precarización laboral? Así, hay una serie de conflictos que no son nombrados, por ejemplo cuando en nombre de la ecología – que por supuesto que es un asunto relevante – se carga a una clase trabajadora que queda sin sustento. Porque otra característica del sujeto del progresismo globalizado es que se supone que desprecia al sistema económico, cuando al mismo tiempo se beneficia de él. No se pone de acuerdo consigo mismo, pero espera que todos vivan acorde su moral. Cuando los únicos que pueden vivir en un sistema parecido al socialismo utópico, respetuosos del medio ambiente, con una dieta equilibrada, conectados con la naturaleza y ellos mismos, son los barrios cerrados de las clases pudientes.

Lo que no se puede nombrar retorna como acto. Así es como lo ridículo, esa mueca exagerada de quien quiere atemorizar, o quien amenaza con tener la bomba más grande – en el fondo caricaturas de la potencia – hayan dado el paso a la violencia real. Aunque la cultura insista en que todo es líquido, el odio es real y sólido.

Al que se siente un pelele ¡no le falta pico, por el amor de Dios! Le falta politizar los efectos de las desigualdades y los residuos del capitalismo posmoderno. Para eso primero, debe sentirse autorizado a nombrar su conflicto, antes de ser acusado de anacrónico.

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