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Cultura

18 de Septiembre de 2017

Pueblo y soledad de Violeta Parra

En la más conocida de sus entrevistas, la televisión suiza le preguntó a Violeta Parra qué elegiría si, entre todas las artes que cultivó, tuviera que quedarse con una sola: la poesía, la música, las arpilleras o la pintura. “Elegiría quedarme con la gente”, fue su respuesta, cada día más citada porque ayuda a resumir uno de los proyectos de vida y arte más intrigantes del siglo XX. Y uno de los más trágicos, también, porque en el intento de fundirse con el alma de su pueblo la artista acabó atrapada en su propia soledad. Detrás de esa contradicción vital hubo otra más práctica, quizá insalvable: en los años 60, las motivaciones de Violeta Parra se hacían parte de una utopía de futuro, pero aferradas a la cultura rural que esa misma utopía estaba sepultando. Repasamos esos desencuentros a través de dos de los libros publicados con motivo de su centenario: “Violeta Parra en sus palabras”, compilación de entrevistas a cargo de Marisol García, y “La vida intranquila”, biografía escrita por Fernando Sáez que fue reeditada hace algunos meses.

Por

“Todo el pueblo de Chile es artista. Es él más artista que nadie.”
“Como artista soy una hormiguita que busca bajo la tierra dónde poder refugiar su corazón.”

Alguna vez Violeta Parra dijo que la vida empieza a los 35 años. Máxima discutible y algo sesgada, pues sólo tomaba en cuenta su propio caso. Esa edad tenía Violeta el día que le mostró a su hermano Nicanor –cuyo consejo siempre fue, para ella, el del sabio de su tribu– los cuadernos que durante años había llenado de versos, siguiendo los usos de la poesía popular. Desconcertado por las habilidades de su hermana, de las que ya tenía sospechas, el poeta resolvió darle una tarea a su altura, para que dejara de malgastar ese talento cantando en boliches y quintas de recreo: debía salir al campo a recopilar el cancionero popular que agonizaba en la memoria de los viejos campesinos, un tesoro que sólo ella podía desenterrar pues nadie en Chile lo comprendía mejor. “Me exigió que saliera a recopilar por lo menos un millar de canciones”, contaría después. Y en una sugerente proyección de su relación con Neruda, le advirtió: “Recuerda que tendrás que enfrentarte a un gigante: Margot Loyola”. Sólo a partir de ahí, una cantora de voz terrosa apenas conocida por el dúo que formaba junto a su hermana Hilda, y que se presentaba con vestidos brillantes y el pelo bien recogido tras un rostro despejado, descubrió para qué estaba hecha y empezó a transformarse en lo que hoy entendemos por Violeta Parra.

Las catorce entrevistas reproducidas en “Violeta Parra en sus palabras” (Catalonia – UDP) acompañan el curso de esa fulminante evolución. Primero, la folclorista que recorre fundos y caseríos en busca de museos vivientes como don Isaías Angulo, don Juan de Dios Leiva o doña Rosa Lorca; luego, la artista que triunfa en Europa con su voz y sus arpilleras; finalmente la mujer que, después de grabar lo que hoy pocos discuten como el mayor disco de la música chilena, está próxima a pegarse un tiro en la carpa que había montado en La Reina para concretar el último sueño de su vida artística y personal, si cabe la distinción.

Son en su mayoría textos breves que, así reunidos, parecen una sola entrevista retomada con los años a una Violeta Parra incansable, con la vara siempre más alta y las frustraciones siempre más cerca, enamorada de su pueblo pero rescatando sin ayuda la “casi totalmente ignorada” riqueza de su folclor. Y auscultada por una prensa que, como apunta Marisol García en el prólogo, nunca terminó de entender frente a quién estaba: “¿Una artista de prestigio internacional? ¿Una cantora campesina apegada a la tradición? ¿Una mujer de vida excéntrica ocupando una carpa en el sector alto de Santiago? ¿Una creadora atormentada? ¿Una maestra de folcloristas?”.

Un libro útil para acercarse el origen de ese misterio es “La vida intranquila” (Planeta), reedición de la biografía de Violeta Parra que Fernando Sáez publicó en 1999 tras entrevistarse con decenas de personas que la conocieron, hoy casi todas muertas. Aunque sin los alcances de lo que se llama una “biografía definitiva”, Sáez aporta suficientes piezas para imaginar cómo se incubó en Violeta Parra todo aquello que demoraría 35 años en germinar. Ahí está, guitarra en mano, Nicanor Parra padre, cantando para sus hijos bajo los árboles de la chacra en Lautaro, aunque más tarde caído al litro; las hermanas Aguilera, de Malloa, a las que Violeta perseguía para que le enseñaran canciones y secretos de la guitarra; los gitanos de paso por Chillán, que quisieron llevarse con ellos a esa niña bruja que se bastaba con su inventiva para leer las manos a los crédulos; la Violeta adolescente que empezó a cantar en ferias y plazas a escondidas de Clarisa, la mamá, para volver con algo de plata a la casa; las correrías con sus hermanos por toda la provincia de Ñuble siguiendo el paso de circos, fiestas de la trilla y procesiones. De a poco se deja ver, entre esas imágenes, el mundo interior de esa mujer cariñosa y dominante, que siempre se sintió fea –blanco de las burlas de sus compañeras de colegio por las marcas que dejó en su cara la viruela de los cuatro años– y encontraba la belleza en todas partes; que solía andar a la defensiva pero no concebía dar un paso atrás; y que a los quince años, cantando con Hilda en Linares, decidió tomarse el tren para el otro lado y llegó con lo puesto a Santiago.


Con Nicanor Parra en 1966. (Archivo familiar Nicanor Parra)

“MI ALMA TAN ANTIGUA”

“Violeta Parra supo llegar al corazón del genio de nuestro pueblo y descubrir sus más preciosos tesoros, los que está dando a conocer a todo Chile”, afirmaba en 1958 la Revista Musical Chilena. La expresión “genio de nuestro pueblo” acusa las herencias de ese romanticismo alemán que a comienzos del siglo XX, con Rodolfo Lenz y otros, inauguró las investigaciones sobre el folclor chileno, pero que ya iba quedando atrás en la medida que la reivindicación de lo popular se identificaba con los ideales de progreso típicamente ilustrados.

En esa transición, sin embargo, el lugar de Violeta Parra es incómodo. No discutiremos aquí qué tan comunista fue (hay versiones para todos los gustos), pero es claro que en su utopía personal había mucho más apego a las tradiciones de la tierra que ganas de barrer con ellas por medio de la técnica y la razón. En el reencuentro del pueblo con sus fuentes originales de creación, de sabiduría, de identidad, mucho más que en la ingeniería política, veía la semilla de una sociedad menos egoísta y más comprensiva. Y esas fuentes del pueblo se hallaban en su folclor rural, destilado de sus siglos de experiencia cantando y llorando, arraigado en las cosas de la vida misma y en los ritmos de la naturaleza. “Basta con conocer un verso a lo divino para conocer el espíritu fino, sabio y delicado del cantor chileno”, decía. Y si en 1954 aseguraba que “la única intérprete verdadera” de folclor chileno era Margot Loyola, en 1962 se permitía este matiz: “Hay una diferencia en nuestros trabajos. Yo recogí lo que ella no apreció del todo. Ella es mujer de ciudad urbanizada. Yo le doy mayor importancia a la expresión legítima del pueblo”.

Por cierto, este apego a la tradición coexistía en Violeta Parra con rasgos acentuadamente modernos, no sólo en línea con los nuevos tiempos sino adelantados a ellos. El más notorio, su carácter matriarcal, que la hizo llevarse por delante las restricciones estipuladas para el deber ser femenino. Nunca arrancó del sufrimiento amoroso (no era esa la autonomía que le interesaba), pero se separó de Luis Cereceda –padre de Ángel e Isabel– porque “él quería una mujer para hacer el aseo”, dejó botado a Gilbert Favre cada vez que su trabajo se lo exigió y se negó a limitar sus viajes por el hecho de estar lejos de sus hijos (“no podemos dejarnos llevar por el sentimentalismo”, respondió sobre el asunto). Tampoco se abstuvo de interpretar repertorios asignados al hombre, como el canto a lo divino, aunque su sello conservador reaparece cuando precisa las cualidades de la mujer en el folclor. Según explica, ellas cantan la tonada, “que es triste, de lamento”, y “cantan impávidas, sin un gesto ni un movimiento. Es como si cantar les diera vergüenza, y esconden el rostro detrás del brazo de la guitarra. Toda la emoción que sienten está en la garganta. Las cantoras de pueblo [no de campo] ponen más picardía en su interpretación, pero al hacerlo se alejan del auténtico folclor”.

¿Cómo resistirse a unos tiempos voraces sin por ello darle la espalda al presente? Es la pregunta que Violeta Parra parece hacerse varias veces y que la va situando en una posición frente a la sociedad moderna bastante similar a la de Nicanor, como buscando los puntos de apoyo de una precariedad sustentable, resistente a la desmesura exterior.
La siguiente cita es elocuente: “La vida actual es un torbellino del cual me alejo lo más posible. Intento conservar todo lo verdadero y quedarme cerca de la naturaleza. […] La tradición es casi un cadáver. Es triste. En el fondo, el cerebro humano es tan poderoso que siento miedo… pero estoy feliz de poder pasearme entre mi alma tan antigua y esta vida de hoy. Aunque una se considere apegada al pasado, hay que mirar de frente todo lo que ocurre. Si una sufre, hay que guardar el dolor dentro de sí, resistirlo; esto nos ayuda a vivir mejor”. Asimismo, el entusiasmo por los festivales de folclor que había percibido en Europa le parecía sintomático de “una vuelta del alma humana a sus cosas”, por donde creía posible que los pueblos encontraran un cauce de salida para sus problemas y aspiraciones.

LA SERIEDAD QUE CORRESPONDE

“Transmitido de boca en boca, por generaciones, el folclor auténtico sigue siendo siempre igual y se le interpreta con la seriedad que corresponde.”

Si las críticas de Violeta Parra a las adulteraciones de la tradición se acercan por momentos a un purismo radical, incluso nacionalista, vale la pena profundizar en su relación con esa tradición para entender qué está defendiendo.

Al insistir en un folclor “con elementos legítimos: gente de campo, cantores sacados de la tierra”, se oponía a dos tipos de deformaciones: el folclor comercial y el académico. El primero correspondía a los conjuntos “que se fabrican en el medio de la Plaza de Armas”, propensos “a la estilización, a los gorgoreos en la interpretación y a las sonrisas postizas de los intérpretes en el momento de estar bailando una cueca de los dientes para afuera”, según declaraba a El Siglo en 1961. Implacable, agregaba: “Como conjuntos, el más destacado era el Cuncumén. Digo era, porque con su última presentación en el Municipal las cosas cambiaron: perdieron la autenticidad y, completamente disfrazados, partieron a Europa presentando nuestras canciones […] Hay un elemento masculino que interpreta las canciones folclóricas increíblemente bien, y que es Víctor Jara”. Atenta observación, pues Víctor Jara ni siquiera había grabado su primer disco.

A la academia también le rayó la cancha con frecuencia: “El dolor no puede estar cantado por una voz académica, una voz de conservatorio. Tiene que ser una voz sufrida, como lo es la mía, que lleva cuarenta años sufriendo”. Y si era presionada a teorizar su trabajo, ponía el freno con respuestas de este tipo: “Todo lo que hago es porque me nace así. Escribo, pinto y canto en forma espontánea e instintiva”.

Lo interesante es que esa presunción de inocencia sólo era un escudo contra la teoría que viene de afuera. Con las reglas internas de los géneros folclóricos, en tanto provenían de una imbricación natural entre las formas del arte y su sentido vital, era extremadamente rigurosa. En sus entrevistas, realmente disfruta de poder explicar en qué consiste cada género, las estructuras de sus estrofas, las emociones que pone en juego, sus elementos rituales, qué corresponde y qué no. Un ejemplo entre muchos: “La medida de verso es una sola en poesía popular. Versos octosilábicos y estrofas bien delimitadas: cuartetas, quintinas, sextinas, décimas. Por otra parte, musicalmente hablando, los chilenos cantamos en tono mayor; esa es una buena pauta. Los compositores urbanos, comerciales, hacen música en tono menor”.

Le molestaba especialmente el mito de que los velorios de angelitos eran pretextos de huasos para emborracharse. “Son una tradición trágica y sentimental, absolutamente seria y auténtica, que se mantiene como un ritual. Suele haber ruedas de seis y ocho cantores que interpretan décimas a lo divino sentados alrededor del angelito vestido y con alas a la espalda, como si estuviera vivo. La madre no debe llorar, pues si lo hace su hijito muerto no irá al cielo”. Y este valioso relato, recuerdo de los velorios que atestiguó en su infancia: “Se mandaba buscar a la madrina para que hiciera el ‘alba’, que tiene que ser cortada en tela nueva, con tijeras, hilo y aguja usadas por primera vez. Los miembros masculinos de la familia partían a caballo a buscar la gente. Las mujeres de la casa dividían la pieza en tres secciones: en una punta el velorio, al medio un mueble con loza y al otro extremo una mesa cubierta con mantel blanco y un brasero con carbones bien encendidos. Cuando llegaban los hombres se colocaban al lado del angelito, que ya estaba arreglado en su altar y las mujeres se apretujaban alrededor del brasero. Entonces, en un silencio impresionante, comenzaba el canto. También se bailaba la cueca fúnebre sin zapateo”.

Por último, es digna de hacer notar la constante atención de Violeta –reconocible también en sus letras y en casi toda nuestra poesía popular– por los números, en su doble función de talismán y de medida de orden en una tradición oral. No por nada su primera invención formal fue la centésima, como variación de la décima, y en 1954 declaraba haber creado “sesenta composiciones originales” y “doscientas cuarenta coplas”. En Salamanca, un cantor se presentó ante su grabadora con estas palabras: “Yo me llamo Alberto Cruz. Tengo 35 años, trabajo en peluquería y mi padre cantaba trescientos sesenta versos”. Luego le explicó: “Con la muerte de él y con la música moderna, la gente se dejó de cantar a lo divino. […] Pero eso duró hasta que un día fui a Los Vilos. En una cantina la radio estaba cantando un verso por el fin del mundo. Entonces, dije yo, ¡pero si ese verso lo cantaba mi paire! Y corrí pa la casa a dar la noticia: ¡En la radio están cantando a lo divino!, les dije a todos. Desde entonces que les estamos cantando a los angelitos otra vez”.


Con Lalo Parra en la Quinta Normal. Cuentan que Violeta puso distancia entre ambos para poder recortar la foto si algún día se peleaban.

FUNDIR EL ALMA

–¿Qué tipo de satisfacciones le ha reportado su carrera artística?
–Absolutamente ninguna. Solamente sacrificios y continuas luchas. Todo lo que usted ve aquí es producto de mis propias penurias. En Chile no se comprenden ciertas cosas.

La declaración recién citada data de 1966, aunque la indiferencia general del país frente a sus esfuerzos fue para Violeta Parra una fuente permanente de frustración. “Me enojo con medio mundo para salir adelante, porque todavía ni la décima parte de los chilenos reconoce su folclor, así que tengo que estar batallando casi puerta por puerta y ventana por ventana”, decía ya en 1960. Siempre llena de proyectos y carpetas, pero muy intolerante a la burocracia y las dilaciones, su mal carácter afloró cada vez más seguido a medida que requería apoyo para conservar y difundir el material que iba recopilando. No pocos funcionarios de la U. de Chile o del Ministerio de Educación, tras deshacerse en explicaciones sobre conductos regulares y partidas presupuestarias, supieron lo que era ser empapelado a chuchadas por Violeta Parra. Cada tanto, algún pequeño desquite, como al regreso de su éxito en el Museo de Artes Decorativas del Louvre: “Fueron los mismos tapices que, cuando los expuse en la Feria a orillas del Mapocho, no los vio la gente. Mi mayor gusto fue cuando vi entrar a la exposición a Germán Gassman, director de la feria. Seguramente fue a la copucha. Entró al son de las mismas cuecas que en la Feria me silenció. ‘Estas son las arpilleritas del Mapocho’, le dije”.

En 1965, volvió por última vez de Europa y se encontró con un panorama más alentador. Una nueva ola de folclor, liderada por conjuntos más genuinos, se estaba ganando el favor del público, mientras la Nueva Canción Chilena forjaba sus primeras armas de la mano de Patricio Manns, Víctor Jara, Rolando Alarcón y sus hijos Ángel e Isabel, anfitriones de la muy concurrida Peña de los Parra en la calle Carmen. La tradición popular estaba siendo reinterpretada, pero por quienes la comprendían, y una entusiasta Violeta Parra se mostraba más abierta a las corrientes experimentales. Sólo que ella tenía en mente un experimento más ambicioso.

El año anterior, tras la exposición de París, había explicado en Suiza su presente como artista: si caminando por Chile había descubierto a su pueblo, “ahora continúo con las personas”. A su “sangre india” atribuía el don de ser “un poco bruja para llegar a captar a los otros”, condición que la obligaba a trabajar: “Cuando siento que alguien es amable, sensible, no puedo quedarme tranquila: tengo que hacer algo. No puedo explicarlo”. Fue por esos días que, forzada a elegir entre las disciplinas artísticas que había cultivado, contestó en su apacible francés que “elegiría quedarme con la gente”. Y explicando una arpillera titulada “Contra la guerra”, hacía este curioso comentario: “En mi país hay mucho desorden político. Eso no me gusta, no me gusta nada”. No sabemos exactamente a qué se refería, aunque poco después, en la última entrevista que concedió en Europa, dirá lo siguiente: “En Chile algunos periódicos no son buenos conmigo, sobre todo los de derecha, de la burguesía. Para ellos la palabra folclor ya es algo racista. […] Pero también hay personas pertenecientes a la burguesía que son muy abiertas y me aprecian. Lo que hay que hacer es juntar a todo el mundo… y a veces los enemigos son más interesantes que los amigos”.

El hecho es que esta necesidad de encuentro o de comunión mediados por el arte se transformó en el proyecto de una pequeña utopía a escala. Para darle forma montó la carpa de La Reina, desoyendo numerosas advertencias de sus cercanos sobre la dudosa viabilidad del plan. Capaz de albergar a mil personas en un sector retirado de Santiago, la carpa debía convertirse en un espacio de incesante actividad cultural donde la distancia entre artistas y público quedaría superada: música, exposiciones de arte popular, clases de guitarra, canto, baile, pintura y modelado en greda, mistelas y empanadas, sillas de totora y mesas de madera… En palabras de su creadora: “Yo creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundirse, el fundir su trabajo en el contacto directo con el público. Yo estoy muy contenta de haber llegado a un punto de mi trabajo en que ya no quiero ni siquiera hacer tapicería, ni pintura ni poesía así suelta. Estoy contenta de haber podido levantar la Carpa y trabajar esta vez con elementos vivos, con el público cerquita mío, al cual yo puedo sentir, tocar, hablarle e incorporarlo a mi alma”. También le gustaba mostrar a los periodistas su modestísima vivienda, una pieza contigua a la carpa con piso de tierra y un tosco pedazo de tronco a modo de velador. Desde luego, no pretendía ostentar pobreza, sino contagiar un modo de vida. Volver, de algún modo, al principio.

Inaugurada el 17 de diciembre de 1965, la carpa nunca se transformó en aquello que Violeta Parra había soñado despierta. A fines de ese mes, sus nervios y su mal humor –que la ponían excesivamente mandona– agotaron la paciencia de Gilbert Favre, Run Run, que agarró sus cosas y se fue a Bolivia. A comienzos de enero, Violeta Parra intentó suicidarse. Al día siguiente, en cama y con las manos vendadas, recibió a una periodista de la revista Ecran: “¡Ahora me vienen a ver! ¡Tanto que he invitado a la radio y a la prensa a visitar mi carpa! ¡Quiero que todo Chile sepa que en calle Toro y Zambrano esquina de La Cañada, en la comuna de La Reina, está funcionando lo que algún día será la Casa de la Cultura de La Reina! […] ¡No pretendo actuar y hacer funcionar todo para que disfruten las sillas nomás! He trabajado hasta donde mis fuerzas alcanzan. […] No podía pagar empleada porque las entradas no alcanzan, y debo cocinar yo. Servir, atender, y después cantar… ¿no le parece demasiado?”. Por cierto, tampoco había plata para hacer funcionar las clases ni las exposiciones que contemplaba el proyecto original. “Estoy aburrida de batallar. Que sigan los demás ahora”.

La carpa siguió funcionando, siempre a duras penas y con un público integrado por matrimonios y gente mayor que rara vez llegaba a copar la décima parte de las sillas. La juventud no se daba por enterada, y eso a Violeta Parra le dolía. La música nacional tomaba vuelo, pero en otros escenarios; la dignidad campesina era reivindicada, pero al calor de banderas emancipatorias que, al menos en la capital, no encontraban su viento más fresco en las profundas raíces de su repertorio. Volvía a la carga contra los nuevos conjuntos folclóricos: “Una cosa me gustaría: que estos autores e intérpretes se sacaran de una vez por todas la máscara. […] Si quieren jugar con nuestra música, lo están haciendo. Si quieren ganar dinero, lo logran efectivamente. Pero si quieren ser la bandera de la música nacional, habría que preguntárselo al escudo”. En abril viajó a Bolivia a recuperar a Gilbert, sin éxito. En junio fue de nuevo. Gilbert triunfaba en La Paz con su grupo Los Jairas y se había emparejado con una joven boliviana.

De regreso en Chile, sin embargo, la soledad que crecía adentro suyo le dio una tregua. Claro que no en la carpa de La Reina, sino en el lugar del país más alejado de ella. Una gira organizada por René Largo Farías la llevó a Punta Arenas, donde el público la recibió con tal devoción que Violeta Parra recuperó la fe. Así lo explicó en su última entrevista, un mes antes de suicidarse: “He podido comprobar que el pueblo de Chile sabe reconocer el esfuerzo de una persona que se ha roto el alma y ha sangrado para llegar a eso: fundir su alma de artista con el alma de artista del público […] Yo creo que con el viaje a Punta Arenas empecé a sentir; empezaron mi corazón y mi sangre a vibrar como un ser que había nacido de nuevo”. De ese viaje, agregó, surgieron sus tres “canciones más lindas, las más maduras”. Se refiere a “Gracias a la vida” (que antes de ese viaje “estaba esquelética”), “Volver a los 17” y “Run Run se fue pal norte”. Contenta de asumirse, recién ahora, como una legítima compositora, termina diciendo en esa entrevista: “Que todos los deseos de los chilenos se cumplan, y que la Violeta Parra tenga la suerte de seguir cantando como hasta ahora, para terminar el trabajo que se ha propuesto”.

Finalmente, la experiencia de Punta Arenas y la composición de esas canciones no fueron un nuevo comienzo, sino el insuperable epílogo de una vida excepcional que ya no encontraba punto de fuga. A mediados de enero de 1967 se publicó el disco “Las últimas composiciones”, que además de las tres citadas contiene otras tantas de las canciones que hoy nos permiten dimensionar su figura con la claridad que no tuvieron sus contemporáneos (“Maldigo del alto cielo”, “Mazúrquica modérnica”, “Rin del angelito”). Gilbert, mientras tanto, había anunciado su matrimonio con la joven boliviana.

El domingo 5 de febrero de 1967, un cuarto para las seis de la tarde, Violeta Parra se disparó en la sien con un revólver que había comprado en Bolivia. Pasó las horas previas encerrada en su pieza, escuchando repetidas veces la canción “Río Manzanares” grabada por sus hijos Ángel e Isabel, con este estribillo: “Río Manzanares, déjame pasar, que mi madre enferma me mandó llamar”. Fernando Sáez consigna que El Mercurio sólo dedicó a la noticia tres breves párrafos, en la página 30 del tercer cuerpo, sin mencionar a Violeta Parra en sus ediciones posteriores. El martes 7, mientras la artista que proponía “juntar a todo el mundo” era despedida por una multitud a las puertas del Cementerio General, dicho periódico informó en primera página, con grandes titulares y foto a color, de la muerte de la actriz francesa Martine Carol, sex symbol de aquella época.

La vida intranquila.
Biografía esencial de Violeta Parra
Fernando Sáez
Planeta, 2017, 211 páginas
Violeta Parra en sus palabras
Marisol García (Editora)
Catalonia – UDP, 2017, 114 páginas

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