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Opinión

3 de Octubre de 2017

Columna de Benjamín Galemiri: Ronald Kay

"Aprendí mucho de este sujeto impredecible, magnético y brillante, pero lo que nunca podré olvidar eran los tecitos que, por su iniciativa, tomábamos en mi casa. Era su gran gesto poético".

Benjamín Galemiri
Benjamín Galemiri
Por

Antes de conocerlo, ya era un mito de los grandiosos. Su nombre se repetía una y mil veces entre la “inteligenstia” contra/dictadura, de la cual me había obligado a pertenecer. Era mi hermosa y rabiosa novia comunista que, por cierto, amaba a Ronald Kay. Ella era egresada de Licenciatura en Letras y Licenciatura en Filosofía y hacía mis películas, y me rogaba que moviera mis influencias (no tenía ninguna, pero yo hacía como si) porque quería conocerlo la muy excitada. En verdad sí, yo tenía el mejor de los contactos, mi gran amiga Rebeca, su alumna (pseudopolola) y ayudante. Un día, invitado por Rebeca, apareció en el Instituto Goethe (un oasis en medio de las balas de la noche pinochetista que se escuchaban en plena dictadura afuera en las calles). Yo estaba estrenando una de mis inmaduras, pero liberadoras peliculitas. De manera que ahí estaba. No sé cómo, pero hablamos todo el post-estreno. No sé que le había encontrado a la película, después me di cuenta que era una de sus famosas tretas para conquistar intelectualmente a sus amigos. “Podríamos vernos mañana”, me dijo en un español asombroso, tomando en cuenta que había nacido en Alemania, de padre alemán y madrastra chilena. “Bueno”, y para hacerme el entendido le dije: “En el Puskin” (que era el restaurante ruinoso pero emblemático del piedragógico). “No, me dijo, mejor tomemos once en tu casa”. Francamente, me pareció que estaba hablando con un niño, no con el tótem intelectual de Chile. Mi novia suspiraba, aunque no se había dado cuenta de que él no la había integrado. Después yo sabría porqué. Otra de las movidas de los maestros. Al día siguiente, como buen pseudoeuropeo, llegó a las cinco en punto a mi casa. Para que no se fuera a perder, yo lo esperaba ansioso en la calle. De pronto oigo un trueno, y veo a toda carrera una figura acercándose en una moto Harley Davidson negra que frena justo frente a mí. El conductor se saca el casco, y sonríe entrañablemente con un carisma arrollador, era Ronald que venía a tomar once conmigo. Su aspecto, que ahora comprendo por qué tenía seducida a todas las mujeres de Santiago, era una especie de Kris Kristofferson a la chilena/alemana. Me miraba a mí, el pequeño judío/chileno, y se sonreía con benevolencia, mientras yo le inspeccionaba su ropa, su chaqueta inglesa de cuero negra, sus Levi´s también negros, y sus inmensas botas rojas. Apagó el motor de la imponente Harley que, indudablemente para él y todos los demás, era una especie de caballo, como salido de uno de los mejores westerns de todos los tiempos, “Pat Garrett and Billy the Kid” del inmenso Sam Peckinpah, con música nada menos que de Bob Dylan. Dejó su moto en medio de la acera sin ningún tipo de seguro y entramos a mi casa. Lo llevé al jardín, con agradables mecedoras, y se estiró como un oso de buen humor. Me estuvo hablando con más seriedad de mi película y me hizo muchas preguntas. Verdaderamente era un tipo brillante. Después, pasó al tema que quizá más le fascinaba, las mujeres (al igual que a mí). Se que interesaba por todo lo que yo le decía, en eso demostraba que era un hombre generoso, mira que venir a comparar mi curriculum intelectual y de don Juan con el mío. Se que comportaba como padre. Me dijo que había encontrado muy guapa a mi novia, “comprendo por qué está contigo”, dijo. Estaba mintiendo. Ahora entiendo porqué yo lo veía como Kris Kristofferson, quien debe haberse cogido a todas las mujeres de Hollywood. Tomé esas palabras como un aviso de lo que iba a hacer tarde o temprano con ella. ¿Y tu novia?, le pregunté. “Es demasiado buena para mí”, respondió. Con esa frase escondía las mil y una mujeres que había conquistado sexualmente hasta el presente, no sintiendo ningún remordimiento, más bien un estado inmensa de lucidez.

De pronto se largaba a hablar, y verdaderamente era un manantial de prédica hermosa, atrayente, encriptada como en la Biblia y la Kabbalah, donde las palabras esconden números. Era muy culto, tanto que me recordó cuando trabajé con Raúl Ruiz. Ambos de gran cultura, pero humildes a la vez.

Con Rebeca -amiga pseudopolola de Ronald- fuimos a presenciar conversaciones del grupo CADA, conformado por intelectuales y poetas. Discursos enclavados, sin significación inmediata, donde nadie entendía nada -yo creo que ellos tampoco- especies de happenings orales en medio de la dictadura. ¿Qué iban a prohibir los estúpidos militares si eran los primeros en no entender nada o en creer que habían entendido? El líder de este grupo era indudablemente Ronald, secundado por Nelly Richard, Raúl Zurita, y otros, como Carlos Leppe que hacía unas instalaciones devoradoras, como ponerse a la entrada de la tienda la Casa del Mueble, semidesnudo, diciendo de la mañana a la noche: “Yo odio a mi madre, yo amo a mi madre, yo odio a mi madre yo amo a mi madre”.

Kay, inmenso pensador, escribió un libro/leyenda, “Del espacio de acá”, un hermoso estado estático de pensamiento, del que uno podía quedarse horas mirando solo el título, “Del espacio de acá”, y recorrer la vida entera, nuestra búsqueda de la condición humana, el sentido del poder y otras ramas de la filosofía y de la vida en forma poética. Pero lo que más amaba Ronald era la poesía. Tradujo mucho, también a teóricos, pero quería publicar, era un acto un poco vanidoso, pero era a la vez su manera de mostrar que su raigambre era la poesía, o sea Chile. Como buen visionario escribió “Deep Freeze”, un título adelantado en Chile, que me tocó la suerte de leer con él en la casa de su pseudonovia. Eran hermosos poemas, pero fríos, congelantes. Cuando los leyó frente a público se armó un quilombo, pero no me importaba nada, algo que aprendí de él, yo los encontraba supremos y ese era el fin de todos nuestros actos.

Naturalmente mi amiga pseudonovia, se enteró de las aventuras sexuales del cowboy y trató de componerlo todo, pero fue como en un filme de Howard Hawks, todo pétreo, él se fue en su caballo/moto, aunque siempre mantuve la amistad con él, propio de los donjuanes. Conmigo fue paternal y no tocó a mi novia, eso creo.

Cuando pasó por Chile la genial Pina Bausch, se enamoró de este alemán/chileno, y lo raptó hacia Alemania. Cada cierto tiempo venía a Chile, con proyectos tan difíciles que no se hacían, y sus post-poemas que se publicaban o leían. Pero tal como Bolaño, venía a poner orden en el ex -CADA.

Aprendí mucho de este sujeto impredecible, magnético y brillante, pero lo que nunca podré olvidar eran los tecitos que, por su iniciativa, tomábamos en mi casa. Era su gran gesto poético.

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