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Cultura

29 de Octubre de 2017

La prodigiosa fábrica del hombre nuevo: César Vallejo en la Rusia de la revolución

Es el Vallejo incómodo, indefendible, al que muchos de sus lectores prefieren no conocer. El gran poeta peruano hizo dos viajes a la URSS a fines de los años 20 y no sólo abrazó la religión del hombre nuevo, sino que admiró sus rigores en vivo y en directo: la mecanización de la vida pública y privada impuesta por una necesaria “dictadura de hierro”. También celebró la extinción del ocio, la bohemia y la concupiscencia en términos que hoy cabría esperar de un puritano. Sin embargo, el Vallejo bolchevique sigue siendo un escritor y observador deslumbrante, y sus crónicas, más atentas a lo social que a lo político, un original registro del experimento soviético en su etapa de gestación. Su idealización de ese experimento, además, inseparable del clasismo que padeció en la sociedad burguesa, parece confirmar una regla ingrata: para quien mira desde abajo, arrasar con las diferencias no siempre es tan injusto como conservarlas.

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Lo primero que observa César Vallejo (1892-1938) al llegar en tren a Moscú es un movimiento urbano mucho más armónico que en las metrópolis del capitalismo, aquellas donde todos se desplazan a las mismas horas, malhumorados y estrechos, y los pobres se demoran el triple que los ricos. El Soviet, como piensa en el bien común, ha impuesto una organización “científica” del tiempo y del espacio, partiendo por reinventar la estructura de la semana: en lugar de cinco días hábiles y dos de descanso, ahora son cuatro y uno, respectivamente. Pero el día de descanso es rotativo –cada día descansa un quinto de la población– y los turnos horarios también, de modo que la nueva sociedad rusa no distingue tiempos de trabajo y de ocio: vive en una jornada productiva permanente, infinita.

Es lo que corresponde a una civilización que se ha descolgado de la historia para ponerse al servicio del “novísimo mito de la producción”, haciendo del trabajo su moral, su estética, su pasión, por el camino que enseñaran los “dos creadores de la nueva humanidad”, Marx y Lenin. “Una aureola sobrehumana rodea sus figuras, y no digo divina, porque la revolución de la que ambos son los forjadores, tampoco es un movimiento celestial ni mítico, sino de riguroso materialismo histórico”.

Es 1928 y en Moscú hay apenas unos doscientos autos, que utilizan dirigentes y extranjeros. Los demás se mueven en tranvía y a pie, medios suficientes para una ciudad que aún parece “una gran aldea medieval, en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira todavía el óxido de hierro de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el vodka destilado de cebada, la sangre de los siervos, los granos de los diezmos y primicias, el vino de los festines del Kremlin, el sudor de mesnadas primitivas y bestiales”. Entre esas ruinas imperiales, que también delatan la violencia que siguió a la revolución del 17 –ventanas rotas, muros reventados, iglesias y palacios destruidos–, crece en ángulos rectos la nueva arquitectura proletaria, al ritmo frenético que demanda la expansión de la clase obrera. Son viviendas de uso compartido y decorado inexistente, pero muy preferibles a las ratoneras en que malvive el obrero del capitalismo: “Las casas proletarias del Soviet son amplias, confortables, higiénicas. Sobre todo, higiénicas. Cada casa es una pequeña ciudad, con jardines, biblioteca, salas de baño, club y hasta teatro. Nada de colorines murales. Nada de banal ni de superfluo”.

Vallejo realizó sus dos viajes a la Unión Soviética –constituida como tal desde 1922, aunque aquí sólo se habla de Rusia– en 1928 y 1929. “Rusia en 1931: reflexiones al pie del Kremlin” se llamó el libro que reunió sus reportajes (disponible en la red para comprar o descargar), antes publicados en prensa española y peruana. El poeta, que vivía entre Madrid y París desde 1923, casi siempre en la pobreza, costeó el primer viaje con un dinero que había recibido del gobierno peruano para regresar a su país y el segundo con la ayuda de Georgette, su pareja francesa. Es decir, nadie lo invitó, y al cronista le importa destacarlo: viajó en calidad de periodista independiente –comunicándose en francés o por medio de una intérprete– y quiere dar una visión objetiva de los hechos. Dicha objetividad, por cierto, es la de un marxista doctrinario que entiende “neutral” como sinónimo de “reaccionario”, pero que no oculta ni disimula lo que pueda parecer indefendible: lo muestra y después, como puede, lo defiende.

LA MÚSICA DEL TRABAJO

Casi indiferente a la política, Vallejo ha ido a Rusia a ver cómo funciona la ingeniería social del proyecto comunista. En 240 páginas, apenas nombra a Stalin dos o tres veces, pero parece un apasionado etnógrafo cuando visita las fábricas, sindicatos y centros de formación donde se está programando a la humanidad futura. Si sus crónicas sorprenden, es porque permiten constatar que los rusos no estaban imaginando ese mundo ideal que hoy nos suena inverosímil: lo estaban creando.

Y cundía el optimismo. Superada ya la crisis que siguió a la Revolución de Octubre, el proyecto andaba sobre ruedas. La producción agraria se estaba colectivizando, el país se industrializaba, el salario real se había duplicado en tres años, la matrícula universitaria se había más que triplicado desde 1917 (hijos de obreros y campesinos que ahora serían ingenieros y técnicos) y el analfabetismo había caído desde el 65 al 37% de la población. La meta, como sabemos, es socializar todos los medios de producción para abolir las clases y el Estado, merced a un provisorio Estado totalitario destinado a autosuprimirse y a la tiranía, igualmente provisoria, de un disciplinado ejército de burócratas. Cumplido ese trámite, la verdadera libertad, la genuina democracia, reinarían sobre la Tierra encarnadas en el trabajador, modelo único de la virtud: sincero, racional, deportivo, higiénico. Sobre todo, higiénico.

Vallejo visita el Instituto Central del Trabajo de Moscú, laboratorio humano y electromecánico donde el rendimiento de los obreros es monitoreado como si se tratase de deportistas de élite. Allí el doctor Golberg, un eminente bioquímico, lidera una investigación que pretende suprimir la fatiga en los seres humanos. Su laboratorio está conectado, por medio de tubos, con un taller industrial modelo “para recoger y traer la respiración, el aliento, la presión arterial, los menores movimientos y hasta el reposo y los gestos del trabajador”. También se comparan los efectos productivos que arroja cada variación en la cantidad de luz, en el color del campo visual que abarca el obrero o en “el movimiento circular o angular, ascendente y descendente, del cuerpo y de cada extremidad”.

A ratos desconcierta que sea el autor de “Trilce” y “Poemas humanos” quien se deslumbra con estos demiurgos mecánicos que recuerdan a los mentores de Iván Drago, pero son otros tiempos y las máquinas, promesa de libertad, también pueden ser poesía pura. De pronto, Vallejo enmudece en medio del taller y escucha: “La música del trabajo, regular, plástica, tubulada, a gajos, de una cadencia elíptica y de una monotonía bárbara y grandiosa. A veces, el ritmo hace un grand-écart entre dos corrientes de alta frecuencia. Otras veces se oyen algunas campanas en espacios caprichosos, asimétricos o chafándose entre sí, como un jazz-band. Luego se produce un arrebato de motores, martillos y pilones, que dura algunos minutos. Es entonces el alegretto de un oratorio hebreo de Milhaud”.

Muravief, el director del instituto, le explica al poeta que su objetivo es hacer “lo más automático posible el trabajo, el cual debe ser ejecutado con el mínimum de raciocinio”. El modelo a imitar y superar es Henry Ford, pues “la racionalización fordista es la menos inhumana de los Estados Unidos”. Pero el fordismo se basa en la competencia y así el obrero, lejos de ser un autómata, “vive en un aprendizaje permanente” de nuevas técnicas que amenazan con dejarlo obsoleto. El trabajo, de esta forma, se le vuelve un suplicio. “No hay organismo proletario que resista mucho tiempo a este régimen.” La técnica socialista, al dispensarlo de pensar en lo que hace, “deja intacta e intocada la vida espiritual del trabajador. Mientras laboran sus manos, puede dedicar sus facultades intelectuales a lo que quiera: a soñar, a contemplar, a recordar, a afrontar, en fin, los grandes e íntimos problemas de su vida personal”.

Ahora Vallejo recorre una fábrica metalúrgica a las afueras de Moscú. “Los obreros rusos ponen en su trabajo una abnegación que conmueve y una esperanza exultante”, constata. La intensa propaganda de los centros académicos revolucionarios los ha dotado de una amplia cultura sociológica, y por ello entienden que trabajan en beneficio de su propio porvenir. Así le habla un obrero de 24 años: “Mi vida es sobria, como la de todos mis compañeros, como la del mundo entero en Rusia. El Soviet establece los salarios según las necesidades reales y racionales del proletario. […] Nada de lujo. Nada de fantasías ni refinamientos inútiles y propios de regoldantes estragados y de ociosos decadentes. Lo justo solamente, lo imprescindible; en una palabra, lo natural, lo sano”. ¿Y cómo se comprueba que el salario de cada uno está en equilibro con sus necesidades? “Examinando la salud del trabajador fisiológica y psicológicamente. Si su salud es normal, el equilibrio es perfecto”.

“El trabajo es el padre de la vida, el centro del arte”, afirma Vallejo al concluir una brillante apología del cine de Eisenstein. Brillante y poco profética, en la medida que decreta, siempre con Eisenstein, que el “cinema hablado” no tiene la menor relevancia y además es contrarrevolucionario, por las barreras idiomáticas que impone entre los trabajadores del mundo. No por nada en los colegios soviéticos se enseña el esperanto, preparando la proyección del comunismo en una futura “nacionalidad universal” o “conciencia cósmica” que terminará por ahogar las lenguas nacionales. La directora de un colegio que atiende a 1200 alumnos le confirma esto a Vallejo, así como el objetivo central del proyecto educativo: hacer del niño de octubre –así se llamaba a la nueva infancia– “un temperamento pragmático, como dirían los yanquis, eliminando de él al antiguo hombre contemplativo”. La diferencia es que el pragmatismo ruso persigue fines espirituales, aunque bien delimitados: “El horizonte espiritual del niño debe terminar donde las ideas, sentimientos e intereses humanos cesan de comunicar, de modo afirmativo —por endósmosis o exósmosis— con el fenómeno de la producción económica”.

En la sociedad soviética, por supuesto, trabajar es obligatorio. Quien no trabaja “es y debe ser considerado como delincuente”, sea rico o pobre, porque en ambos casos parasita del esfuerzo colectivo. Cierto día, saliendo de un restorán junto a una joven militante del Partido, los aborda un mendigo. El poeta se mete la mano al bolsillo, pero su amiga lo instruye: “Este hambriento es un vagabundo, un bohemio, un ocioso temperamental. Es joven y fuerte. Puede y debe trabajar”. Vallejo, imbuido de piedad burguesa, quiere saber qué hacen entonces con los mendigos, porque ha visto que aún pululan en alto número por la ciudad. La respuesta no es ambigua: “El Soviet observa ante la mendicidad dos procedimientos: atraer al mendigo e incorporarlo al trabajo, y, en caso imposible, exacerbar su miseria para suprimir el mal por eliminación de la vida del mendigo”.

El poeta no consigue abstenerse de darle unos kopeks al vagabundo, que en este caso pertenece al lumpen-proletariado. Pero muchos otros provienen de las antiguas clases altas, tan altaneros que prefieren mendigar o vender en la calle sus últimas ropas antes que sumarse al nuevo orden social. Para ellos no hay piedad: “Resulta verdaderamente inaudito, por lo insensato, este grado de rencor, de orgullo y de pereza, al que puede llegar una clase social derribada por una revolución […] este fin, absurdo y repugnante, de la burguesía y la nobleza destronadas. Es una agonía nauseante y retorcida de alcohólico, de epiléptico o de leproso. ¡Poder trabajar y no querer trabajar! ¡Y preferir mendigar y descamisarse en medio de la vía pública y a los ojos precisamente de la clase enemiga!”.

LA PESADILLA DEL DESEO

El entusiasmo moralizante de Vallejo ante la nueva sociedad rusa sólo se entiende a contraluz de la decadencia moral que atribuye a la sociedad burguesa, atrapada en lo que él llama “la pesadilla del deseo”. El individualismo del mundo capitalista, afirma, “ha engendrado un sinnúmero de apetitos y preocupaciones egoístas: el afán de distinguirse de los otros, aventajándolos a todo precio; la vanidad, la concupiscencia, el sibaritismo, la pereza con todos sus vicios y cobardías”. Consecuencia de esa sociedad librada al egoísmo sería “esa atmósfera de concupiscencia, de obsesión sexual y de vicio que flota como una onda de fuego”, disfrazada de galantería, modas de vestir o gustos artísticos. “En el teatro, en la calle, en el baile, en el trabajo, en la iglesia, la pesadilla sexual brilla en ojos de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, de ricos y pobres”.

Al llegar a Rusia, en cambio, “el aire se purifica”, pues la función creadora del deseo ha sido racionalmente limitada. No hay cabarets, cafés, tertulias, salones de baile ni nada de lo que Occidente entiende por vida mundana. Los trabajos y los placeres, en la urbe soviética, no se alternan. En fábricas y oficinas el trabajo se despliega tan armonioso y espontáneo, “y tan penetrado del trance propiamente deportivo del esfuerzo, que no sabe uno si los obreros están trabajando o si están divirtiéndose”. A su vez, en el teatro o en el estadio bulle “un esfuerzo tan serio y un empeño tan vigilante de creación colectiva, que tampoco sabe uno si la reunión está divirtiéndose o si está trabajando. […] En suma, ningún placer sin esfuerzo creador; ningún esfuerzo sin placer creador”.

Es pertinente tener en cuenta la repulsión que sentía Vallejo por el bon vivant de París, ciudad en la cual vivía pobre y enfermo, mientras una pléyade de escritores de salón –seguramente inferiores a él– colmaban su vanidad y su apetito en los cenáculos de la bohemia cultural. De ahí su satisfacción cuando en Leningrado, al asistir a una reunión de escritores bolcheviques, éstos le informan que “ha muerto el escritor bohemio, soñador, ignorante y perezoso”. Las escuelas y cofradías han cedido paso al Frente Único de Escritores Revolucionarios, que sigue la doctrina del “realismo heroico” y cuyos temas literarios “corresponden estrictamente al pensamiento dialéctico de Marx”, en guerra con la metafísica y la psicología. “No demuestran por mí esa melosa curiosidad protectora que los eminentes plumíferos burgueses demuestran ante un escritor desconocido y extranjero. Me hablan y me tratan con sencillez fraternal”, resalta el poeta peruano.

Algo parecido observa en Moscú al asistir a una función de teatro. Un obrero puede sentarse hoy en el antiguo palco del zar, y el ambiente general de la sala es descrito de esta manera: “Nadie ni nada desentona ni sobresale en la multitud. Ningún desnivel. Ninguna persona está más arriba ni más abajo que las demás. […] Todo es aquí sobrio, esencial, veraz, pudoroso, franco, fraterno. No es la pompa de unos cuantos y la miseria de la mayoría, sino la limpieza y decencia sumaria de todos por igual. […] Ni el oblicuo vistazo del despecho ni el insultante ceño de la vanidad. Ni galantería ni perfidia. Ni sordas murmuraciones ni adulaciones vergonzantes. Y ninguna etiqueta almidonada”.

Los efectos culturales de la revolución son más profundos aún. Muchos sentimientos han cambiado de signo; entre ellos, nada menos que el amor. “¡El amor!… ¡Qué contenido tan distinto posee esta palabra en Rusia!” En el mundo burgués, individualista, donde toda relación entraña un juego de jerarquías, hombres y mujeres se eligen casi siempre a partir de su posición social, aunque la mayoría de las veces no se dan cuenta. Al menos eso cree Vallejo, que aquí no tiene para qué decirlo pero ha sufrido más de un menosprecio amoroso por esta causa. En Rusia, la abolición de las clases y de la competencia le devolvió al amor su naturaleza puramente afectiva, como prueban “las innumerables parejas de un gran escritor y una cobradora de tranvía, de un director de sindicato y una portera de hotel o de una periodista y un picapedrero”. Se confirma así que el comunismo promueve, en todos los ámbitos, la verdadera libertad de elección.

El panorama es tan auspicioso que tampoco existen ya los celos. En parte porque los rusos “no son ligeros ni variables de sentimiento”, pero también porque sus nuevas tareas colectivas les dejan poco tiempo para el extravío sentimental. “Nadie está en su casa antes de las doce. Todo el mundo tiene algo que hacer socialmente hasta esa hora. Si no es en el trabajo, según la rotación de los equipos de obreros, es en conferencias, teatros, lecciones, sesiones de comités o de consejos, estudios en las bibliotecas, etc.”.

Medida con parámetros actuales, la revolución de la vida privada que Vallejo atestigua en la URSS es una extrañísima combinación de progresismo liberal y moralismo totalitario. En materia de igualdad de género, por ejemplo, los rusos van tan adelantados que la idea de la mujer como sexo débil ha sido sepultada. Como sus derechos igualan a los del hombre en cualquier ámbito de la vida política, social y familiar, las relaciones de pareja se han vuelto más naturales, y hasta más espirituales. En los clubes obreros, cada cual paga su consumo. Al caminar por la vereda, a ninguno le importa quién toma el lado de la calle. Para despedirse, un simple “hasta luego”: “Ni besos, como los obreros de Saint-Denis, ni melosidades sensibleras como los horteras de Buenos Aires. El marido y la mujer soviéticos son, ante todo, buenos amigos. El amor conyugal en Rusia es más amistad que pasión, más fraternidad que atracción sexual”.

Esto se enmarca en la total bancarrota de la familia tradicional, cuyos valores han sido disueltos. El matrimonio ya no cuenta con ninguna ventaja legal ni moral por sobre la pareja de hecho. La patria potestad ha sido abolida y la relación entre padres e hijos se muestra cada vez más horizontal, pues ambos comprenden que pertenecen a la sociedad, a la gran familia del trabajo. La familia nuclear “ha dejado de ser un pequeño Estado dentro del Estado”. El calor del hogar se ha trasladado de la casa a la fábrica, “fuente matriz de todas las relaciones, sentimientos, intereses e ideas de cada individuo”.

Desde luego, estos atentados a la vieja moral se complementan con la nueva moral del Estado, no menos celosa de la libertad individual. La mujer ha ganado dignidad, pero tanta que “una mujer honesta” no puede entrar ni salir de un hotel en compañía de un hombre, conducta de prostitutas. La institución del matrimonio ha sido relativizada, pero la poligamia es perseguida con fiereza para eliminar cuanto antes las “formas recalcitrantes del amor prerrevolucionario”. La familia soviética aspira a “basarse únicamente en una monogamia rigurosa y austera, al propio tiempo que espontánea y temperamental del hombre nuevo”. Como el polígamo, también son resabios de psicología reaccionaria el suicida y el vegetariano, aunque la sanción a este último se limita a la burla social.

El aborto por indicación médica no sólo es legal, sino obligatorio, incluso ante el caso de una enfermedad grave del padre. Vallejo conoce a un carpintero que, casado hace cinco años, no puede tener hijos porque es tuberculoso y la ley le prohíbe ser padre hasta que no se cure. El aborto sin causas médicas, en cambio, se considera un crimen egoísta y se castiga con severidad. La mujer embarazada es protegida por el Estado, aunque también castigada si llega a incumplir el estricto régimen de conducta que le prescribe un médico, para lo cual es vigilada y visitada en su casa sin aviso previo. Vallejo quiere dejar claro que estas violaciones de la intimidad no responden a una moral religiosa que pretenda eternizarse, sino a imperativos tácticos, momentáneos. “La revolución necesita a veces de un exceso de transparencia en las relaciones sociales, como medio de estimular con sanciones objetivas y ejemplarizantes el espíritu naciente del nuevo hombre moral”.

Pero no todo funciona a fuerza de garrote. Mientras Vallejo está en Moscú, en Estados Unidos rige la desastrosa ley seca. Años atrás, el Soviet también implementó esta medida y la indignación popular se le vino encima. Pero a diferencia del imperio yanqui, “el leninismo es de una ductilidad desconcertante”, así que cambió la prohibición por campañas educativas, tan exitosas que en numerosas aldeas se ha suspendido la venta a petición de sus habitantes y cada vez más jóvenes ven al amigo del alcohol como enemigo del socialismo. El secreto de este éxito es que el obrero vive embriagado de sus nuevas tareas sociales: “Su entusiasmo y su embriaguez cívica provienen de la convicción que tiene de que él, como individuo, es algo viviente e importante en la colectividad […] No hay deporte que distraiga más de los vicios al pueblo, como el ejercicio de la soberanía, con todos sus derechos y funciones democráticos. A una partida de cartas y hasta de football, prefiere el trabajador, sin duda alguna, la redacción de un dictamen que, según él, va a determinar en tal o cual medida la clase de casas en las que van a vivir muchas gentes”.

Reconocemos en esas líneas el significado siempre paradójico de la soberanía en los dominios del hombre nuevo. A la salida del Club Obrero, Vallejo le pregunta a un albañil si practica algún deporte. “Sí. Pertenezco a un equipo de carrera. El doctor opina que los obreros de construcción necesitan este género de deporte para resarcirse de nuestra clase de trabajo”. Sorprendido, el reportero pregunta si acaso no son libres de escoger el deporte que le guste a cada cual. “Nuestra libertad individual acaba donde empieza el interés social. Si aquélla fuese ilimitada y absoluta, muchas veces tomaríamos un deporte contrario al que nuestra salud y condiciones de trabajo requieren”.

***

“La revolución tiene sus exigencias provisorias, pero terribles”, reflexiona Vallejo al pie del Kremlin. Tales exigencias suponen “un régimen excepcional de fuerza, una dictadura de hierro” que juzga a sus enemigos en “fulminantes sumarios de guerra”, y que terminará –para siempre– cuando los medios de producción se hayan socializado. Pero eso “no se hace en un año ni en veinte”.

Hecha la confesión, el poeta pide considerar en frío la importancia histórica de estos sacrificios. Por primera vez se está creando una sociedad que privilegia el interés de las mayorías, de lo cual sus crónicas, aun con toda su credulidad, ofrecen evidencias concretas. Se está aniquilando el derecho a ser distinto a cambio de resguardar, como nunca antes, el derecho a ser igual. Un campesino que antes trabajaba para un terrateniente en condiciones de esclavitud, y que ahora come de lo que siembra y tiene prohibido trabajar más de ocho horas al día, dice en una reunión: “Los pobres no entrábamos a los salones de los ricos, ni a sus comedores. Sus fiestas y sus comidas no eran para nosotros. Ellos tenían sus placeres y los pobres no hacíamos más que servirles y sufrir. Ahora es otra cosa, compañero. Ya no hay salones, ni comidas, ni fiestas para ricos. Ahora todos disfrutamos de pocos placeres. […] Yo voy a donde van todos: al cinema, al teatro, al club obrero, al restaurante, al té, a la pastelería, a los estadios deportivos. No hay más sitios de placer a donde ir”.

Eso fue lo que Vallejo vio o quiso ver en la Unión Soviética. Es cierto que lo peor aún no había ocurrido, aunque también es verdad que tuvo a la vista suficientes indicios de ese futuro y su convencimiento doctrinario, apuntalado por las heridas de su propia biografía, le impidió descifrarlos. Su ingenuidad llega a inspirar compasión cuando se encomienda a “Stalin y sus compañeros” para poner atajo a los abusos de poder, que atribuye en modo exclusivo a los funcionarios subalternos. Pero lo que pierde en lucidez como analista político lo gana en complejidad como ser humano cada vez que busca los efectos de la revolución en el trato directo con otras personas. Ahí radica el indudable interés histórico que siguen teniendo sus crónicas rusas, y la explicación de que hayan envejecido tan mal mientras su poesía envejece tan bien.

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