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Cultura

30 de Noviembre de 2017

Emil Cioran: “El interés de los hombres civilizados por los pueblos que se llaman atrasados es muy sospechoso”

"Incapaz de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga sobre esos pueblos el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir sus miserias, los conjura para que afronten un destino que él ya no puede afrontar solo. A fuerza de considerar la suerte que han tenido de no "evolucionar", experimenta hacia ellos los resentimientos de un audaz desconcertado y falto de equilibrio. ¿Con qué derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación al cual él se encuentra sometido desde hace tanto tiempo sin poder liberarse? La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella".

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En 1996, el filósofo y escritor rumano Emil Cioran publica “De La caída en el tiempo”. En el texto, observa que “el encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme, linda con la indecencia”. “Sin duda es deplorable que todavía devoren en ciertas tribus a los ancianos estorbosos; sin embargo, no hay que olvidar que el canibalismo representa, tanto un modelo de economía cerrada, como una costumbre que, algún día, seducirá al atestado planeta. y a pesar de que se persiga sin piedad a los antropófagos, no me conmueve que vivan en el terror y que terminen por desaparecer, minoría ya de por sí, desprovista de confianza en sí misma, incapaz de abogar por su propia causa”, dice.

Apunta además Cioran que distinta, y en extremo distinta subraya, es “la situación de los analfabetos, considerable masa apegada a sus tradiciones y privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a fin de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E incluso pienso que deberemos vestir luto por el hombre cuando desaparezca el último iletrado”.

Así, Ciorán cree que “el interés de los hombres civilizados por los pueblos que se llaman atrasados es muy sospechoso. Incapaz de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga sobre esos pueblos el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir sus miserias, los conjura para que afronten un destino que él ya no puede afrontar solo. A fuerza de considerar la suerte que han tenido de no “evolucionar”, experimenta hacia ellos los resentimientos de un audaz desconcertado y falto de equilibrio. ¿Con qué derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación al cual él se encuentra sometido desde hace tanto tiempo sin poder liberarse? La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella. “Vengan a compartir mis calamidades; solidarícense con mi infierno”, es el sentido de su solicitud, es el fondo de su indiscreción y de su celo. Excedido por sus taras y, más aún, por sus “luces”, sólo descansa cuando logra imponérselas a los que están felizmente exentos. El hombre civilizado ya procedía así incluso en la época en que no era ni tan “ilustrado” ni estaba tan harto, sino entregado a la avaricia y a su sed de aventuras y de infamias. Los españoles, por ejemplo, en la cúspide de su carrera, debieron sentirse tan oprimidos por las exigencias de su fe y los rigores de la Iglesia, que se vengaron de ellos mediante la Conquista”.

“¿Alguien trata de convertir a otro? No será jamás para salvarlo, sino para obligarlo a padecer, para exponerlo a las mismas pruebas por las que atravesó el impaciente convertidor: ¿vigilia, plegaria tormento? Pues que al otro le ocurra lo mismo, que suspire, que aúlle, que se debata en medio de iguales torturas. La intolerancia es propia de espíritus devastados cuya fe se reduce a un suplicio más o menos buscado que desearían ver generalizado, instituido. La felicidad del prójimo no ha sido nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo se la invoca para alimentar la buena conciencia y cubrirse de nobles pretextos: el impulso que nos guía y que precipita la ejecución de cualquiera de nuestros actos, es casi siempre inconfesable. Nadie salva a nadie; no se salva uno más que a sí mismo, aunque se disfrace con convicciones la desgracia que se quiere otorgar. Por mucho prestigio que tengan las apariencias, el proselitismo deriva de una generosidad dudosa, en sus efectos que una abierta agresividad. Nadie está dispuesto a soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha aceptado. La venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol. Su aplicación en convertir no es para liberar sino para convertir” (texto completo acá).

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