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Mundo

9 de Enero de 2018

Reporte desde Cuba: Bachelet entra en La Habana y nadie se entera

Los cubanos también pudieron enterarse, por boca de Bachelet, de unos números francamente irrisorios, casi cándidos, si intentan convencer de que esa es la verdadera razón por la que el mandatario de un país visita otro país. Diecisiete mil quinientos turistas chilenos visitaban Cuba en 2010. Para 2015 –la última información con que contaba la presidenta–, nos visitaban cuarenta y nueve mil.

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Michelle Bachelet arribó a La Habana este domingo, en una mañana inusitadamente fría, y esa fue justo la reacción que la visita de la presidenta chilena despertara no ya en la gente –que jamás ha esperado con expectativa, ni le importa en realidad, la visita de ningún mandatario que no sea Barack Obama o alguno de los últimos tres Papas–, sino también en la cobertura de los órganos de prensa oficiales.

En ese sentido, Bachelet tuvo la mala fortuna de que su visita coincidiera con una de las más importantes fechas históricas de la Revolución, uno de los eventos conmemorativos fundamentales que echan la maquinaria propagandística a rodar y la ponen a punto. Aunque es difícil que alguien llegue a Cuba y la Revolución no esté en ese momento celebrándose a sí misma por cualquier cosa, el 8 de enero de 1959 Fidel Castro entró a La Habana, y luego durante un discurso apoteósico una paloma blanca se le posó en el hombro. Se entiende la importancia del suceso en la construcción y el lustre del mito.

Justo esa foto enorme, con un breve panegírico debajo, cargado de lirismo, fue la que encabezó el lunes la portada del diario Granma, el más importante del país. No hay rastro alguno de Bachelet hasta la página cuatro –de un periódico de ocho–, una breve información que reseña las actividades oficiales realizadas por la presidenta durante el día.

En una prensa que vive de efemérides, donde las noticias siempre ocurrieron hace sesenta años, un acontecimiento actual tiene que ser verdaderamente trascendente o escandaloso para que ocupe los titulares. Para el gobierno cubano la visita de Bachelet no clasifica dentro de ese tipo de acontecimientos. Después de todo, parece haber también algo de razón en ello.

Esta suerte de indiferencia informativa, incluso las cuotas de normalidad y protocolo con que normalmente suelen cubrirse desde los medios de comunicación este tipo de visitas, impide que los cubanos sospechen siquiera por un momento el revuelo mediático que provoca en la mayoría de los países occidentales las visitas de sus presidentes a Cuba.

Pero el apparatchik político de La Habana sí lo sabe –conocen bien lo que implica que alguien visite una isla que ellos mismos gobiernan con mano dura, en la que las libertades civiles son escasas o nulas y la crisis económica y social parece no acabarse nunca– y no siempre responden con toda la deferencia posible a estos actos de generosidad. Es casi un milagro que aún suceda, pero el caudal simbólico de la Revolución le sigue gestionando algunos favores –no tantos– a la dictadura.

El rey Felipe de España canceló a fines de 2017 una visita, largamente esperada desde La Habana, programada para comienzos de 2018. En su lugar, podríamos decir, ha venido uno de los que siempre viene, de los que Cuba está acostumbrado a recibir. Casi yéndose Bachelet, arribaba al país el presidente etíope Mulatu Teshome Wirtu.
Por otra parte, nunca se supo muy bien, ni ha quedado claro después de su partida, a qué vino Bachelet a Cuba. La presidenta se reunió con una delegación de la UNEAC, la famélica Unión de artistas y escritores. Recorrió la escuela Pedagógica Salvador Allende y largó un breve discurso en el que resaltó (o sea, nada) los lazos de solidaridad históricos entre ambos países. Además, según una nota online de Granma, “destacó que la cooperación es uno de los pilares de la política exterior de su gobierno, y recalcó la importancia de la visión Sur-Sur, algo que el país sudamericano comparte con la Isla”.

A su vez, el reporte del noticiero de televisión nacional de las ocho de la noche destacó la firma de un convenio marco de colaboración entre el Hospital Pediátrico de Centro Habana y el hospital Dr. Exequiel González de Santiago, así como la cifra anual promedio del intercambio bilateral comercial entre ambos países, la friolera de unos cincuenta millones de dólares.

Los cubanos también pudieron enterarse, por boca de Bachelet, de unos números francamente irrisorios, casi cándidos, si intentan convencer de que esa es la verdadera razón por la que el mandatario de un país visita otro país. Diecisiete mil quinientos turistas chilenos visitaban Cuba en 2010. Para 2015 –la última información con que contaba la presidenta–, nos visitaban cuarenta y nueve mil.

Al periodista del Sistema Informativo de la Televisión que cubrió el recorrido e hizo este breve reporte de tres minutos, su jefe solo le preguntó si Bachelet, en su intervención, había dicho algo venenoso, cualquier cosa que esto signifique. “No dijo nada, ni venenoso ni demasiado amigable”, me contó el periodista luego. “Afuera, a Bachelet la acusan de radical y cómplice castrista por visitar Cuba, pero en Cuba ella es vista como parte de esa izquierda latinoamericana traidora, izquierda suave”.

Es justo que Michelle Bachelet haya llegado a un país cuya portada de su periódico principal sea Fidel Castro entrando en La Habana el 8 de enero de 1959, porque ese es el país que probablemente ella quería visitar. El país de su memoria y su juventud. Un país que, cabe recordar, ya no existe.

*Carlos Manuel Álvarez es periodista, escritor y Editor Internacional de The Clinic.

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