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Opinión

11 de Enero de 2018

Rubios del Mundo, Uníos

Tanto Trump como JAK dicen hablar por el ciudadano promedio –que en su imaginario es hombre, blanco, maduro, heterosexual, creyente y patriota- que se ve sitiado por una serie de restricciones en favor de las mujeres, las etnias minoritarias, la monserga LGTB, los ateos y los migrantes. En lenguaje marxista, serían la nueva clase oprimida.

Cristóbal Bellolio
Cristóbal Bellolio
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Días después de la primera vuelta concurrí a las dependencias de la Fundación para el Progreso (FPP) a comentar los resultados con un grupo de jóvenes que participan habitualmente de sus actividades. En los últimos años, la FPP ha sido un activo polo de discusión intelectual en torno a las ideas del liberalismo clásico. Cuenta con destacados polemistas –probablemente el más conocido es Axel Káiser- y desarrolla un trabajo formativo envidiable. Por eso me llamó la atención cuando averigüé que la inmensa mayoría de la concurrencia había votado por José Antonio Kast (de aquí en adelante, JAK) en la elección presidencial.

JAK no sólo no es liberal. Es un antiliberal. En campaña fue tan liberal como pudo serlo Artés o Navarro. Los jóvenes de la FPP no pertenecían a la familia militar ni parecían ser evangélicos u Opus Dei. Es cierto que JAK prometió bajar impuestos y achicar el Estado, pero a estas alturas no hay liberalismo serio que crea que ésa es la verdadera batalla. El liberalismo se trata de construir reglas donde personas con distintos proyectos de vida puedan vivirla en condiciones de relativa autonomía y el poder político las trate a todas con igual respeto. JAK, por el contrario, no cree en las virtudes del pluralismo. Piensa que su particular idea de la vida buena –que en este caso coincide con una creencia religiosa- tiene que ser respaldada por las instituciones públicas. No hay tal “liberalismo” de JAK.

Al rato comenzaron a fluir mejores explicaciones: JAK dice lo que piensa, aunque no sea popular; JAK dice las cosas como son, lo que muchos estamos pensando pero no nos atrevemos a decir públicamente para evitar la camotera; JAK, en cambio, va de frente contra los “progres” y su intolerancia frente a las opiniones minoritarias; JAK es el líder que desafía la corrección política; JAK no le teme a la policía tuitera ni a la funa de las redes sociales; JAK es de los pocos políticos que entiende que nos encontramos en una batalla cultural contra la moralina de la izquierda, que amordaza nuestra libertad de expresión.

He ahí la novedad de JAK. No se trata de si apoya a los reos de Punta Peuco o si pide feriado para la visita del Papa. El contenido de sus declaraciones no es tan relevante como el lugar desde donde las produce. JAK se pone a sí mismo en el lugar de una minoría vulnerable a la cual le han cercenado su derecho a disentir en un mundo donde corrección política del progresismo se ha hecho hegemónica. JAK trasmite a los suyos que están bajo asedio y que la única manera de resistir es peleando de vuelta, sin amilanarse.

¿Le suena conocido? En los últimos lustros, especialmente en universidades, medios de comunicación y redes sociales, en Estados Unidos se instaló una restrictiva cultura de corrección política, atentísima a penalizar socialmente cualquier transgresión al código de los Social Justice Warriors –la versión Millenial del progresismo. En lo central, este código prescribe políticas y modos de expresión que eviten cualquier tipo de ofensa, exclusión o marginalización de grupos históricamente desaventajados. Lo que partió con medidas estructurales de acción afirmativa o discriminación positiva, derivó en exigencias del lenguaje inclusivo y patrullaje de micromachismos hasta la demanda por espacios libres de comentarios despreciativos o incluso que criticaran ciertas adscripciones identitarias. Tal como lo fueron narrando en forma magistral las últimas temporadas de la serie gringa South Park, el celo excesivo de la PC Culture terminó pariendo su propia reacción. En el gigante del norte, esa reacción fue Donald Trump. En Chile, está siendo JAK.

Tanto Trump como JAK dicen hablar por el ciudadano promedio –que en su imaginario es hombre, blanco, maduro, heterosexual, creyente y patriota- que se ve sitiado por una serie de restricciones en favor de las mujeres, las etnias minoritarias, la monserga LGTB, los ateos y los migrantes. En lenguaje marxista, serían la nueva clase oprimida. Su mensaje es algo así como “rubios del mundo, uníos”.

Ahí radica la potencia del fenómeno JAK. Jamás llegará a ser presidente de la mano de un puñado de canutos delirantes o de una tribu de viejos decrépitos que insisten en la gesta libertadora del 73. Su crecimiento político será proporcional a la magnitud de la reacción criolla a la cultura de la corrección política. Por esos sus enemigos favoritos son los Social Justice Warriors chilensis, apretujados en los colectivos del Frente Amplio. Su hinchada se excita cada vez que los enfrenta, pues sienten que – ¡al fin!- alguien pone coto al tonito pontificante de la izquierda.

He ahí el entusiasmo de los jóvenes de la FPP (el mismo que sienten por Káiser). Pero también lo celebran quienes reclaman su caducado derecho a proferir tallas sexistas, xenófobas, racistas u homofóbicas. Es decir, quienes añoran regresar al mundo donde la libertad de expresión lo amparaba todo. Finalmente, también lo festejan los que volverían a ese país donde el catolicismo se presumía por defecto y el Estado podía promoverlo sin pedir permiso ni dar explicaciones. En esta narrativa, los privilegiados de antaño, son los perseguidos de hoy. JAK es su profeta, y les promete volver a la Tierra Prometida.

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