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Cultura

13 de Enero de 2018

Borges ninguneado

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Todos sabemos ya que la lista de los escritores que se quedaron a las puertas del Nobel es tan significativa como la lista de (algunos) de los que lo ganaron. Y también sabemos qué premio sentencia a quién. Kazuo Ishiguro, el menos mediático de todos, acaba de sepultar las aspiraciones, al menos por más tiempo del que ellos debe estar dispuestos a soportar, de sus pares ingleses de generación: Ian McEwan, Martin Amis, Salman Rushdie, Hanif Kureishi. El Nobel de Dylan, por ejemplo, dejó en la estacada de manera directa a Philip Roth, gringo y judío como él, y de seguras también a Cormac McCarthy y a Don DeLillo, y todo eso deprime bastante, ciertamente.

A Borges, sin embargo, no parece haberlo desplazado nadie (por la simple razón de que no había nadie en la lengua capaz de desplazarlo), salvo él mismo. Un diario sueco acaba de desclasificar que en 1967 el presidente en ese entonces del Comité del premio lo despachó de un plumazo en la ronda final porque le pareció “demasiado exclusivo o artificial en su ingenioso arte en miniatura”. Mirado desde otro cristal, bien parece un elogio, una de esas sentenciosas líneas de contratapa. Ese año el Nobel lo ganó Miguel Ángel Asturias, a quien nadie lee hoy, y cuyo El señor presidente ha quedado inscrito como el capítulo piloto de las novelas de dictaduras latinoamericanas que todavía parecen manosearse: Yo, el supremo; El recurso del método, La consagración de la primavera.

No fue, sin embargo, 1967 la única vez ni muchos menos que Borges estuvo en las quinielas del Nobel, un purgatorio que recorrió, con mayor o menor fuerza, durante unos treinta años. El criterio del presidente del Comité del premio, un tal Anders Osterling, pudo en algún momento haber sido corregido o pasado por alto, ya que en 1966 este mismo señor había tachado “la tendencia nihilista y pesimista sin fondo de la obra de Samuel Beckett”, y tres años después Beckett obtenía el galardón.

Fue ese famoso doctorado Honoris Causa otorgado en 1976 por la Universidad de Chile, y recibido de manos de Pinochet, lo que sentenció a Borges, que en sus declaraciones se explayó de lo lindo. Calificó al país de “patria fuerte” en tiempos de anarquía y a Pinochet de “excelente persona”.

Como contraparte, tenemos aquel monólogo de Lucía Hiriart hablándole a Augusto en Tengo miedo torero: “Dicen que el pobre se perdió el Premio Nobel porque habló bien de ti. Mira tú qué desgraciados son esos suecos que se hicieron los suecos con el pobre viejo. Dicen que sus libros son muy interesantes, pero la verdad, Augusto, yo no entendí ni jota cuando traté de leer el Olé, Haley, Alf. ¿Cómo se llama ese libro famoso? Tú me dirás que no tengo corazón, ¿pero qué sabía yo que Borges era ciego? Y cuando me lo presentaron, en vez de darme la mano, agarró el brazo del sillón”.

Yo recuerdo haber leído un poema de Roque Dalton, escrito evidentemente después de que Borges recibiera la Cruz al Mérito en Santiago, en el que Dalton se encontraba atrapado en el mismo dilema que, por poner un caso, se encuentran atrapados hoy tantos fans de Woody Allen. Uno, realmente, no debe esperar nada de estos hombres, ni de ninguno. Conocer decepciona.

Puestos en situación, la Academia Sueca debió haber adoptado aquel titular que no venía a cuento, y que es tan absurdo como salomónico, del diario Granma en 2010, y que voy a parafrasear: “Vargas Llosa: Nobel de Literatura, Antinobel de la Paz”. Pero el premio es lo que es desde el arranque, cuando tuvieron la eternidad de diez años para dárselo a Tolstoi y –qué fruslería– no se lo dieron.

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