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Cultura

17 de Enero de 2018

Escrito de Tolstoi: Historia de un caballo

Los hombres no gobiernan en la vida con hechos, sino con palabras. No les preocupa tanto la posibilidad de hacer o dejar de hacer algo, como la de hablar de distintos objetos, mediante palabras convencionales. Tales palabras, que consideran muy importantes, son, sobre todo: mío o mía; tuyo o tuya. Las aplican a toda clase de cosas y de seres. Incluso a la tierra, a sus semejantes y a los caballos. Además, han convenido en que uno sólo puede decir mío a una cosa determinada. Y aquel que pueda aplicar el término mío a un número mayor de cosas, según el juego convenido, se considera la persona más feliz.

Por

Comprendí muy bien lo que decían acerca de los azotes y del cristianismo. Pero quedó completamente oscura para mí, por aquel entonces, la palabra su, por la que pude deducir que la gente establecía un vínculo entre el jefe de las caballerizas y yo. Entonces no pude comprender de modo alguno en qué consistía aquel vínculo. Sólo mucho después, cuando me separaron de los demás caballos, me expliqué lo que significaba aquello. En esa época, no era capaz de entender lo que significaba el que yo fuera propiedad de un hombre. Las palabras mi caballo, que se refería a mí, a un caballo vivo, me resultaban tan extrañas como las palabras: mi tierra, mi aire, mi agua.

Sin embargo, ejercieron una enorme influencia sobre mí. Sin cesar, pensaba en ellas; y sólo después de un largo trato con los seres humanos me expliqué, por fin, la significación que les atribuyen. Quieren decir lo siguiente: los hombres no gobiernan en la vida con hechos, sino con palabras. No les preocupa tanto la posibilidad de hacer o dejar de hacer algo, como la de hablar de distintos objetos, mediante palabras convencionales. Tales palabras, que consideran muy importantes, son, sobre todo: mío o mía; tuyo o tuya. Las aplican a toda clase de cosas y de seres. Incluso a la tierra, a sus semejantes y a los caballos. Además, han convenido en que uno sólo puede decir mío a una cosa determinada. Y aquel que pueda aplicar el término mío a un número mayor de cosas, según el juego convenido, se considera la persona más feliz. No sé por qué las cosas son de este modo; pero me consta que son así. Durante mucho tiempo traté de explicarme esto suponiendo que redundaba en algún provecho directo: pero resultó inexacto.

Por ejemplo, muchas personas que me consideraban de su propiedad ni siquiera me montaban; lo hacían otros. No eran ellos quienes me daban de comer, sino otros. Tampoco eran ellos quienes me cuidaban, sino los cocheros, los albéitares y, en general, personas ajenas. Más tarde, cuando ensanché el círculo de mis observaciones, me convencí de que ese concepto de propiedad no tenía ningún otro fundamento que un bajo instinto animal que ellos llaman sentido o derecho de propiedad, y no sólo con respecto a nosotros, los caballos. El hombre dice «mi casa», pero nunca vive en ella; tan sólo se preocupa de su construcción y de su mantenimiento. El comerciante dice «mi tienda» o «mi pañería», por ejemplo, y el paño de sus prendas es peor que el que vende en la tienda. Hay gente que considera suya una parcela de tierra que nunca ha visto ni pisado. Hay gente que llama suyos a hombres que jamás ha visto; y toda su relación con ellos consiste en hacerles daño. Hay hombres que llaman suyas a algunas mujeres, pero esas mujeres viven con otros hombres. En la vida los hombres no se preocupan de hacer el bien, sino de poder llamar suyas al mayor número de cosas. Ahora estoy convencido de que ésa es la diferencia fundamental entre los hombres y nosotros. En suma, sin mencionar siquiera otras cualidades que nos hacen superiores a los hombres, sólo por eso podemos afirmar con toda seguridad que, en la escala de los seres vivos, nos encontramos por encima de ellos. El comportamiento de los hombres, al menos de aquellos a los que he tratado, se rige por las palabras; el nuestro, por los hechos.

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