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Cultura

30 de Enero de 2018

Cartagena estrábica

En la calle Lozano, encima de un puesto de baratijas y espejuelos oscuros, se puede leer aquel verso que recuerda la incómoda herencia donada por la Conquista: “...del divino progreso, ese progreso / que le trajo a los indios cimarrones, / con la espada y la cruz, el gonococo…”. López nos revela un hallazgo poético hasta ahora ignorado: que la gonorrea es también una consecuencia histórica. Detalle que ilustra lo que representó dentro del movimiento literario hispanoamericano. Aséptico humor, saludable parodia que vino a despegar el sarro impregnado en los exteriores del modernismo. Fue el cartagenero esa nota hilarante, el descompresor necesario que debiera suceder a cualquier canon. Todo Góngora tiene su Quevedo. Todo Lezama su Nogueras. Todo Neruda su Parra. Y, naturalmente, todo modernista de vista aguzada carga con su Tuerto respectivo.

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Luis López no era tuerto, sino estrábico. Donde la posteridad colocó una ausencia, una órbita oscura, sólo había una desviación y su consecuencia. Desde la Plaza Bolívar en el centro de Cartagena, Federico Herrera organiza a lo largo del casco histórico expediciones para turistas, y comenta la obra de López, el icónico poeta cartagenero, con más pronunciado interés que el que suele dedicar al resto de los asuntos.

Herrera, especie de historiador ambulante, y autor de un libro didáctico sobre los mitos y leyendas de Cartagena, interrumpe su partida de ajedrez de la tarde –tal vez una siciliana o un gambito de dama–, y me sugiere la posible ruta a seguir dentro de un vasto repertorio burlesco desperdigado por las calles, pequeño ejército de endecasílabos tallados en placas de piedras, con el cual, a falta de la mirada recta y el tono severo de los muertos, Luis Carlos López custodia la ciudad. Sus sonetos, sin embargo, se moverán dentro de la piedra. Cuando las musas de la lírica excelsa se distraigan, cada estrofa aprovechará, se relamerá los dientes, se hurgará en la nariz y te sacará la lengua.

Con gesto gracioso, alambicado, y la estatua ecuestre de Bolívar a sus espaldas, el señor Herrera toma aire y dice: “Por todas partes hay poemas de prístina originalidad”. Pero su encorsetamiento resulta inofensivo, no clasifica como político aspirante a alcaldía ni como cantor desgarrado por la luna, sino como anticuado juglar. López nunca lo hubiera rociado con su mordacidad bisoja.

En la calle Lozano, encima de un puesto de baratijas y espejuelos oscuros, se puede leer aquel verso que recuerda la incómoda herencia donada por la Conquista: “…del divino progreso, ese progreso / que le trajo a los indios cimarrones, / con la espada y la cruz, el gonococo…”. López nos revela un hallazgo poético hasta ahora ignorado: que la gonorrea es también una consecuencia histórica. Detalle que ilustra lo que representó dentro del movimiento literario hispanoamericano. Aséptico humor, saludable parodia que vino a despegar el sarro impregnado en los exteriores del modernismo. Fue el cartagenero esa nota hilarante, el descompresor necesario que debiera suceder a cualquier canon. Todo Góngora tiene su Quevedo. Todo Lezama su Nogueras. Todo Neruda su Parra. Y, naturalmente, todo modernista de vista aguzada carga con su Tuerto respectivo.

Les pregunto a los vendedores si han leído el soneto, pero no se muestran muy amigables con quienes no les compran alguna bisutería. Sigo de largo. Frente a la Torre del Reloj, hay un ancho portal atestado de mesas con dulces. López también se encargó de bautizarlo. Y aquí hace entrada, digamos, el absurdo estupendo. La ciudad ha entendido a plenitud el espíritu del poeta sardónico y le ha pagado con la misma moneda. En “Mi burgo”, quejándose del marasmo imperante, el Tuerto escribe: “Nada de una protesta. Todo completamente igual: /callejas, caserones de ventruda fachada / y un sopor, un eterno sopor dominical”.

Cartagena responde, pues, con una insuperable muestra de desparpajo y progreso: trunca el soneto “Portal de los dulces” y lo deja en trece versos. Tratándose de Luis Carlos López, resulta un homenaje, una relación que ojos normales, no bizcos, pudieran tomar como ríspida, pero que bien mirada (en este caso sería mal mirada) no es más que otro ejemplo de esos amores un tanto violentos, pero definitivamente indestructibles y activos, como un matrimonio de años. Cartagena y su poeta predilecto han fundado sus propias bases, y pocas ciudades, por no decir ninguna, mantienen un diálogo tan vigoroso con su bardo, un diálogo en el que la reverencia incluye menos arqueología que travesura.

Ya sabemos de qué van las cosas. El currículum ciudadano de López, su acercamiento a la urbe bajo los más distintos ropajes, no nos parece del todo posible. Recibe clases de pintura del retratista Epifanio Garay. Dibuja paisajes en tonos oscuros, grisáceos. Piensa los poemas desde un sillón de mimbre. Inmortaliza a una mujer: Sara Román. Dice que su hermosura cura la herida que su misma hermosura ha abierto, o algo así. Rescata personajes populares de su infancia como Antonia la Pelada, una negra casi sin cabello que danzaba por las calles y que López, debido a su rareza, coloca en un anaquel junto a don Rafael Nuñez. Vende, en algún momento, cebollitas en vinagre, desarrolla carrera como comerciante. Dirige la revista literaria Juventud y luego funda el diario La Unión Comercial, de existencia fugaz y abierto compromiso político. Quiere estudiar medicina, de hecho la inicia, pero el ejército conservador lo apresa durante la Guerra de los Mil Días. Se hace parte imprescindible de la bohemia. Funge como cónsul de Colombia en Múnich y luego en Baltimore.

Vuelve a Cartagena y ya decide no salir más. En 1944, Nicolás Guillén –que habla de la “carcajada dolorosa” de López– lo invita a Cuba, argumentando que en La Habana su obra es muy popular, pero López responde que con 75 años solo le queda moverse desde su casa, en el barrio Manga, hasta El Bodegón. Se burla de todos menos de los humildes. En venganza, los descendientes de algunas de sus víctimas blasfemaban contra él. Lo acusan de borrachín, de hazmerreír, de payaso, y termina en el aislamiento y la contemplación. A cambio de una sortija de poco valor –antecesora de las que venden hoy en Lozano–, le escribe un soneto a Daniel Lemaitre, alcalde y amigo personal, pidiendo un cheque que luego Lemaitre le regalará. Se declara López, por si no ha quedado claro, un hombre profundamente anfiscio.

Intentando descifrar lo que tal cosa significa, busco la calle Candilejas. Busco su oda, que según los archivos debe existir. Aparece la calle pero no aparece el soneto. En la acera, frente al bar Puerto Rico, un hombre reposa a la sombra. Es el dueño del bar. Le pregunto. No recuerda soneto alguno en ninguna pared de la calle, pero conoce perfectamente la obra de López. Sin pedírselo, se pone a declamar: “Un pedazo de luna que no brilla / sino con timidez. Canta un marino…”. Le agradezco el gesto. Quizás Cartagena haya sustituido la placa de la calle Candilejas y haya colocado a este hombre en la acera, con el pretexto de la sombra y con la misión de evocar a López. El dueño del bar Puerto Rico es la placa en sí, una placa con voz.

A su vez, en la casa natal, ubicada en Tablón y primera de Badillo, nadie sabe quién es Luis Carlos López. Ni dos señores mayores que conversan en las afueras de la tienda, ni el cajero que en un puesto contiguo cambia monedas. El lugar donde el Tuerto comenzó a experimentar con rimas clásicas, mientras sorbía lentamente anís de coco, ha quedado reconvertido en dos vulgares establecimientos administrativos, y es, de los sitios emblemáticos, el más áspero de todos, donde menos podemos imaginarlo. Aun así, puede leerse la tarja en cuestión, con el soneto “A mi casa”. Las dos primeras líneas suenan alarmantemente proféticas: “¡Pobre casa de mis antepasados! / Si pudiera comprarte, si pudiera…”.

Es en estos poemas en los que entendemos cuán rigurosa es la lírica socarrona de López, y es probablemente esta versión, un tanto menos desacralizadora, la que convenciera a los padres antecesores de que López, ciertamente, era un poeta total. Unamuno, que condenó a Vallejo por aquel verso de “Los heraldos negros” donde el pan a la puerta del horno se quema, sin siquiera sospechar la altura que luego Vallejo tomaría, se mostró sin embargo bastante preventivo con López, y laudatorio, algo que finalmente también Darío hizo. Parece haber en ambos una especie de temor. Sus elogios, sobre todo los de este último, tienen algo de pacto, de concesión del poderoso ante el labriego indomesticado. La bizquera del autor de Posturas difíciles resultaba un peligro, y nadie quería caer bajo su lengua.

Hay una tradición de la trastada en la literatura hispana a la que López logra endilgarle un sello visual, el sello del estrabismo. Quevedo pasa a ser, en buena medida, un poeta estrábico. Parra es un estrábico total. Roque Dalton lo mismo. López fue, en integridad, el poeta que su físico le permitió. López escogió –o quizás ya le venía dado– el estilo que mejor encajaba con su defecto, y lo elevó a categoría de arte. ¿Imaginamos un bizco incólume, erudito? Esos son predios del ciego. Borges es la cara emblemática de una literatura, y Luis Carlos López de otra. La patria de Borges es, digámoslo así, el polvo atemporal, y la de Luis Carlos López, la pura, dura y tórrida Cartagena. Allí donde Borges no ve y, por tanto, lo ve todo, Luis Carlos López ve distinto, diagonal. Como consecuencia, a Borges nunca le levantarían un monumento efusivamente sincero y, al mismo tiempo, sutilmente equivocado.

El “Tuerto” murió en octubre de 1950, de una insuficiencia cardíaca. Siete años después, la ciudad contrató al famoso escultor y coterráneo Tito Lombana para que se inventara algo en homenaje a un hombre que vestía de traje entero hecho de lino blanco, que usaba sombrero panameño, una boquilla francesa en los labios, al final un cigarrillo, y botines de media caña. El invento, por su parte, desembocó en un par de botas viejas, intertextualidad directa con la última línea del soneto “A mi ciudad nativa”, donde, para mayor exactitud, no se habla de botas, sino de zapatos.

La primera pieza, solo a base de hormigón, se erigió en la entrada de la Media Luna, y terminó, al cabo, erosionada. Para el segundo monumento, ubicado en los exteriores del Castillo de San Felipe, Cartagena contrató a Héctor Lombana, quien no cometió el mismo error y esculpió unas botas de bronce de dos metros y medio de largo y casi uno y medio de altura.

En la estatua de la Plaza Bolívar, sobre la cabeza del Libertador, siempre se yergue una paloma, casi como una extensión del bronce. Más abajo, se lee una frase donde Bolívar le agradece a Cartagena la gloria que le ha traído. En su diestra, el gorro emplumado de prócer, como extendido para que adentro le depositen la gloria: dos centavos, tres kilogramos, o cinco siglos, nunca sabemos bien cuál es la medida de la gloria.

Dentro de las botas del Tuerto, en cambio, lo que hay son piedrecillas, desechos plásticos, envolturas de caramelos, pitillos, vasos rotos, las huellas húmedas de algún desamparado que parece haberse ocultado en el interior al menos durante la última noche. Entendemos que ese es justamente el monumento que Luis Carlos López, de haber podido, se hubiera erigido a sí mismo.

Frente a las botas viejas, Camilo Jaramillo, joven recién llegado desde Bogotá, aguarda con cámara y trípode, para sacarle fotos a quien decida posar. Cobra cinco mil pesos. Intenta sobrevivir mientras espera la entrega de un crédito bancario que le permita montar un estudio fotográfico. Nadie lo molesta. Ni la policía ni los vendedores de su alrededor.

Le pregunto si conoce al Tuerto y me dice que solo de oídas. No le sobra tiempo para leer poemas. Tiene jornadas de solo tres fotos y otras en que sobrepasa las veinte. Eligió este lugar antes que la Gorda de Botero o la Fuente de la India porque lo visitan muchas más personas. Jaramillo ofrece la opción de repetir la foto antes de imprimirla. Le pregunto si algunas no le salen con la calidad requerida y me dice que a veces, puede ocurrir. ¿Cómo quedan, desenfocadas? Sí, desenfocadas, responde.
Obturador estrábico. Algunos de ello suelen hacer un poder.

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