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22 de Febrero de 2018

La obra festivalera de Julio Iglesias Meléndez (1900-1976): Poemas para ganar una gaviota

Julio Iglesias amó sus libros pese a todo, y gracias a ellos coronó al menos a cuatro reinas de la primavera y ganó trofeos, diplomas y cheques en al menos tres festivales del norte y el sur.

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Según se dijo en cierta reseña, si Julio Iglesias Meléndez hubiese tenido que elegir entre sus propios libros y una mujer bella, inclusive la más bella del mundo, se hubiera quedado de seguro con los libros. Podría especularse –a juzgar por la crítica de entonces– que nadie amó tanto aquellos volúmenes como el mismo Julio, poeta de amores a menudo ingenuos y escurridizos, cuando no trágicos. Publicó un poemario y, sin embargo, le auguraron éxito en la prosa; publicó prosas y le recomendaron que mejor volviera a los versos; publicó biografías y el maléfico Nicomedes Guzmán dictaminó que se estaba farreando la posibilidad de escribir novelas. Amó sus libros pese a todo, y gracias a ellos coronó al menos a cuatro reinas de la primavera y ganó trofeos, diplomas y cheques en al menos
tres festivales del norte y el sur. Completamente ajeno a las ínfulas del cantante desafinado y rostizado que acabaría monopolizando el recuerdo de su nombre, Iglesias concibió la literatura como un simple vaso de agüita, la ofrenda pobre pero honrada de “quien nunca tuvo champán”.

Las playas de Antofagasta fueron el disparadero de su estética. De esos ámbitos le interesaban en especial las garumas, un tipo de gaviotín que solía echarse a volar con rumbo a otros puertos y que sirvió para titular su ópera prima. El texto apareció en 1931 y su reducido tiraje se agotó en media hora, no necesitándose de más compradores que los parroquianos de un bar antofagastino, ni de más lanzamientos que un bautizo de sal y aceite derramados sobre la cabeza del vate. Como los gaviotines migratorios, Julio comprendió que era preferible buscar horizontes más propicios, de modo que muy pronto se le vio haciendo clases en una oficina salitrera, y luego trabajando como periodista policial en la metrópoli. Su raigambre provinciana, no obstante, le ayudó a perfeccionar un infalible sistema para embolsicarse los fondos culturales que año a año ofrecía cada localidad: “Crónica de un prócer de Coquimbo” (Premio Municipal de Coquimbo, 1952); “San Javier en el paisaje de Chile” (Premio Municipal de San Javier, 1953); “Los Andes en el tiempo y en la historia” (Premio Municipal de Los Andes, 1955).

La consabida modestia de Iglesias Meléndez no alcanzó a reprimir del todo algún conato de exaltación. En “Garumas”, su debut lírico, habló en primera persona sobre un artista que abusaba impunemente de los meseros, a los cuales pedía llenar una copa hasta el borde, encender un cigarrillo, responder preguntas sobre la humanidad y, por último, llenar la copa de nuevo, sin que se tratase jamás el tema de las propinas. Dedicado a su mamá y al parecer exento de retorcimientos, el libro de Julio incluía oscuras alusiones a una novia muerta y a un coito nocturno, abriendo la tendencia expresionista que tomaría más fuerza en trabajos posteriores. Los decesos de su mentor (Julio padre) y de su hijo (Julito Rolando) pusieron la nota fúnebre en “Ventana a la ternura”, de 1942, y esta propensión al tormento y al duelo se reiteraría en los minirreportajes que el poeta agrupó bajo el título de “Andenes”. Había allí –junto con momentos de dulce nostalgia– una mujer anémica que redactaba estrofas en secreto y que al final enfermaba de trombosis, un gaucho que se extirpaba el apéndice con sus propias manos, y un mago que se alimentaba de hojas de gilette y agujas de vitrola.

Acaso en consonancia con sus estudios de criminología y psiquiatría forense, Iglesias fue derivando de la faena poética a la investigación de vidas de narradores, presidentes, pioneros y genios locos. A ese respecto partió con José Santos Ossa y siguió con Víctor Domingo Silva, Alberto Santos Dumont, Juan Antonio Ríos y Guillermo Wheelwright. La serie le significó suculentos beneficios económicos y, hacia fines de los 40, el padrinazgo de Claude G. Bowers, embajador de los Estados Unidos en nuestro país. Una gran capacidad para ponerse en el pellejo del prójimo, por muy diverso que éste fuera, le permitió al de Antofagasta continuar su carrera con “Los caballeros del mandil”, especie de manual en el que supo resumir los valores y las prácticas de la masonería sin haber pasado nunca por una logia. Y si alguien pudo reprocharle su apego a los espacios donde siempre había canapés, prestigio y plata fácil, la verdad es que Julio también se dio maña para ejercer como prologuista o padrino literario ad honorem, inscribiendo generosamente su firma en ediciones del sindicato de suplementeros y de la beneficencia escolar.

“Delgaducho” y “sereno”, “poeta de pecho adentro” y “amigo de mujeres tristes”, Julio Iglesias falleció el 19 de junio de 1976. Aunque sus coterráneos creyeran verlo volar aún con las garumas y exigieran fijar su nombre en una calle, el auge de la música cursi y el imperio de la caja idiota terminaron haciendo que su sola mención llamase a risas. Igual destino habrían de correr por lo demás –en otras regiones de Chile–, el oficial Julio Iglesias B., responsable de un excelente mamotreto sobre tácticas de artillería; y el empleado público Julio Iglesias Z.; autor de una estupenda novela sobre un borracho de Marchigüe.

PASAJE ESCOGIDO
“Y yo, ¿qué puedo darte…? Nada, ángel mío. Nada tenemos los poetas que no sea el
amor. No sé hacer nada, nada que no sea soñar… Escribir, escribir, ¿y para qué…?”

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