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Opinión

25 de Febrero de 2018

Columna de Flor Averiada: La patrona del bar

Otra parte "interesante" de este oficio poco común para una mujer es el trato con los maestros. Los gásfiter porteños, desde Chesito hasta Don Manuel, siempre tratan de cagarte.

Flor Averiada
Flor Averiada
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El 99,9% de mi tiempo lo dedico a administrar un boliche en la “zona patrimonial” de Valparaíso. Tener a cargo un bar en el puerto puede parecer para muchos “su sueño por un día” al estilo Festival de la Una, en especial si uno es curaíto o curaíta, pero la verdad es que cuando superas los diez años detrás de tu barra el sueño se torna a ratos pesadilla y de las peores. Los jugosos y jugosas, los candados meados, los baños güitreados, los amigos que llenan la “libretita con elástico”, el estado de ánimo de los colaboradores, los vendedores de parchecuritas, calendarios, cuarzos, inciensos, aros, el paquistaní cuentero, el poeta esquizofrénico, la chica y el sordo que llega con dos huevos y una marraqueta a pedir que se los revuelvan, entre otros y otras que casi no recuerdo, le llenan el chuico de la paciencia a cualquiera.

Pero son esos mismos personajes los que también dan vida a mis ebrios días. Cómo olvidar a la Chica Pelacable. Pequeña, hija de un lustrabotas de la plaza Echaurren y adicta a la pasta base, fue asidua por años al antro que regento. Delgada y rápida como nadie, pasaba mesa por mesa pidiendo apoyo a los parroquianos. Su aspecto desdichado generaba solidaridad entre algunos que, sensibilizados por el alcohol, le entregaban monedas y billetes. Otros, en cambio, la despreciaban. Al finalizar su recorrido por las mesas simulaba irse, pero regresaba en minutos a tomar por la fuerza celulares, propinas y hasta el dinero de las cuentas de las mesas poco solidarias, que escondía en su boca para luego arrancar en busca del inescrupuloso dealer. Su pipa, hecha con un codo de bronce y una fina rejilla metálica, rodó por el suelo durante uno de sus escapes y descansa como trofeo en algún rincón del antro. Su porfía, su porte y sus maneras de “cabro chico” están en el álbum de mi cabeza como las fotos amarillentas de una prima cercana.

Otra parte “interesante” de este oficio poco común para una mujer es el trato con los maestros. Los gásfiter porteños, desde Chesito hasta Don Manuel, siempre tratan de cagarte. Creen que no cacho nada y me cobran hasta el teflón. Me doy cuenta de que hay trampa pero pago callada porque no me queda otra. Los electricistas y carpinteros dejan todo puerco “pa que limpien las tontas” (la planta del antro es mayoría femenina, a veces no sé si regento un bar o una casa de putas). Los proveedores intentan hacer la cuchufleta en cada factura con cosas de menos o cobrando de más. Hasta el cilindro de gas viene a veces abierto o fallado. Puede que sea parte de mi locura incubada en esta docena de años, pero la impotencia me domina cuando pasan esas cosas y sólo me relaja la ingesta de un tazón de pisco sour con jengibre o un corto de whisky a la vena en la soledad mañanera de la barra.

El trago antes del mediodía ejerce su agradable efecto somnífero y cambio la cortina del sucucho a posición “no molestar”, esto es casi cerrado pero permitiendo la entrada de un hilo de luz a ras de suelo. Regreso a la barra y cual viejito del “Siete Machos” apoyo mi cabeza en el mesón y me duermo con mi caña bien agarrada. La persiana se levanta desde afuera y veo como entre nubes a un hombre de aspecto árabe, de gran nariz y ojos amarillos que me ofrece arreglar, limpiar, sanitizar, desratizar y desinsectar el local. Acepto. Su voz es profunda y sus modos suaves y elegantes. Le ofrezco una cerveza bien fría y la bebe de un solo tarascón antes de comenzar a dejar todo reluciente cuál míster músculo y en tiempo récord. Regresa a la barra sudado y feliz. Le pregunto cuánto le debo y espero el palo en la cabeza o que me saque un ojo, pero en cambio recibo un apretado y baboso beso con lengua. “No quiero dinero”, me dice, mientras se desnuda y me desnuda y nos amamos culeambreramente entre sillas, mesas y latas de cerveza.

Un fuerte ruido me devuelve a la realidad. Es el maestro “cortina” que viene a cobrarme. “¿Cuánto debo?”, le digo y espero una respuesta similar a la del sueño. “80 mil”, me contesta sin arrugarse. Una estafa. Le pago con mi peor cara y vuelvo a mi cuna para retomar la historia perdida. No hay caso, solo sueño con un ratón que vive en el refri o con que Impuestos Internos me cierra el local. Insomne, decido abrir el boliche que rápidamente se llena de voces, colores y exquisitos perfumes humanos. La alegría se contagia y me reenamoro de este oficio que consiste en emborrachar personas de lunes a lunes. Ya al anochecer percibo un movimiento extraño en los baños y decido ir a inspeccionar: un fuerte olor a marihuana sale del lado derecho y sinuosos quejidos porno del lado izquierdo. Me quedo pensando qué puerta debería abrir primero, mientras los parroquianos más fieles se toman las riendas y las copas del lugar, versión desmejorada pero moderna de aquel fallecido bar del barrio puerto cuyo letrero rezaba: “American Bar, su casa”.

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