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Cultura

12 de Marzo de 2018

Adelanto de la novela “Historia de mis pies” de Federico Galende: Mi primera excitación con el pie de la parvularia

El filósofo y colaborador de este pasquín Federico Galende regresa a la prosa con el libro Historia de mis pies, que saldrá a librerías a mediados de abril bajo la Editorial Alquimia, que tiene entre sus particularidades que no existe una trama lineal en absoluto y narra las largas caminatas de un enigmático personaje por las calles de Santiago o la Quebrada de Macul mientras va reflexionando sobre el mismo acto de caminar, la escritura y la experiencia de habitar una ciudad atravesada por la historia.

Por

La noticia que acabo de recibir no es nada buena y por eso, como lo hago cada vez que estoy en problemas, sigo por inercia pensando en Charton mientras doy la espalda a la puerta de mi edificio, a la espera del clack que me confirme que se ha cerrado. Sucede cada vez que salgo a caminar: le doy un aventón suave a la puerta y espero de espaldas a que choque contra el marco mientras miro a derecha e izquierda, una vacilación de la que al final son las piernas las que me arrancan de un tirón, antes de que el resto del cuerpo las siga sin preguntarse demasiado hacia dónde se dirigen.

Si ellas actúan así -me refiero a mis piernas- es porque cuando estoy afligido me importa menos pasear que moverme, avanzar por la acera hasta alcanzar cierta velocidad primero con el fin de mantener, después, un ritmo uniforme. Esto a pesar de que la ciudad varía ostensiblemente si llegando a cualquiera de los dos extremos de la calle giro hacia el oriente o hacia el poniente: hacia el oriente la ciudad viaja o crece, se ramifica, exhibe hacia la cordillera el éxodo de una civilización renovada, mientras que hacia el otro lado, de Plaza Italia hacia el poniente, las calles conservan un aire remoto pero también más gris o decadente, como un ombligo descuidado o una mancha de nacimiento que el paso del tiempo ha ido apagando.

***

A mi calle el sol no llega o lo hace muy escasamente, en poros de luz que se filtran entre las ramas tupidas de las arboledas, y quizá por esto mismo la esquina que acabo de alcanzar, después de dar veinte pasos, treinta pasos a lo más, me recibe, creo que socorrida por el contraste, con una especie de luz resplandeciente. Es lo primero que noto: ese tajo de luz casi vertical que me hace sentir de repente en un pequeño desierto, como si en pocos metros fuera un bosque profuso, verde y fresco el que dejo atrás para adentrarme, sin proponérmelo de un modo consciente, en esta estepa inhóspita y ruidosa.

La estepa es ruidosa debido a los autos, cuyos motores rugen a esta hora en una oleada continua: el semáforo de la esquina congela momentáneamente una camada mientras aprovecha la otra, la que viene del sur, para doblar por la misma calle. Los nombres propios generalmente los eludo, pero en este caso debo decir que la calle se llama Eliodoro Yáñez y rememora al fundador de un diario en el que curiosamente se tocó por primera vez, bajo la forma de una crónica bien somera, el tema de Ernest Charton.

Lo cierto es que si uno mira hacia la izquierda, tal como lo estoy haciendo en este minuto, la calle se presenta ligeramente curvada y recorrida, a la vez, por una hilera dispareja de edificios bajos y grises entre cuyas fachadas se entreveran pequeños antejardines, alguna que otra casona antigua, modestos negocios crecidos bajo los aleros –almacenes, cafecitos, kioscos y farmacias, sobre todo farmacias– y una serie interrumpida pero persistente de adefesios concebidos por verdaderos dementes. Cuando no es el caso y la construcción, propio de esta calle, preserva algo de su linaje. Los encargados de echarlo todo a perder son los letreros de alguna oficina o empresa que nadie sabe bien a qué se dedica y que, dividida como está la ciudad entre quienes hacen dinero a destajo y quienes los padecen, destrozan con impunidad lo poco que va quedando del paisaje.

***

Ahora uno las dos cosas: mi resistencia a trotar y mi dificultad para escribir sobre lo que me fascina pero me es lejano, extraño. Me pregunto si no será esto lo que me llevó a deshacerme definitivamente de las aventuras de Charton. Lo lejano, lo extraño tal vez, es la escritura en “tercera persona”, de la que si yo trotara me sentiría un ejemplo: un ejemplo de lo que no soy. Al fin y al cabo si hubiese logrado escribir ese libro, ese o cualquiera de los libros de expediciones que tanto me gustan, la experiencia no habría sido mía y habría tenido que conformarme solo con las palabras.

Por eso la primera vez que intenté escribir algo fue en base a una pequeña experiencia que había tenido. La experiencia no era muy importante (la llamé “pequeña”), pero recuerdo que aquella tarde llegué entusiasmado a casa y, mientras me preparaba algo para comer, me animé con la idea de pasarme la noche escribiendo sobre lo que acababa de vivir. Al igual que en el fútbol, donde una pelota o cualquier sucedáneo de trapo alcanzan para que tenga lugar la acción, descubrí de repente que el escenario de la escritura es también muy frugal: basta con sentarse a la mesa, tomar un lápiz y reclinarse ligeramente sobre el papel.

Fue lo que hice aquella vez, solo que el estímulo inicial, que se prolongó hasta bien entrada la madrugada, no dejó como resultado más que un montículo de colillas aplastadas sobre el cenicero, testigo exclusivo de mis ejercicios. Años atrás había visitado por azar la redacción de un diario: hacía mucho calor y algunos periodistas sudaban frente a sus máquinas de escribir con un cigarrillo encendido colgándole de los labios, en un gesto que se repartía entre la aspereza y la distinción. Ese cuadro inanimado se quedó en mí para siempre, y aunque aquella noche no di con una sola frase que inmortalizara lo que había vivido, sentí que en esa jornada había debutado como escritor. Fue un debut de carácter meramente sentimental; sin embargo, me permitió dar con algo que ya traía: la actitud de escritor. Porque escribir es eso, una actitud, una que consiste en acumular frases desprotegidas a sabiendas de que la inseguridad o la vacilación terminarán en definitiva por imponerse.

***

Después de plaza las lilas, por la que cruzo raudo, casi sin notarlo, Eliodoro Yáñez muere: lo hace en Tobalaba, donde se convierte en Colón. A pesar de que no llevo más de media hora caminando, el sol ha descendido unos centímetros y me pega ahora debajo del cuello, un estorbo del que me desembarazo doblando hacia la derecha por Tobalaba, que del lado poniente se mantiene -a esta altura de la numeración- sombría y misteriosamente húmeda. La vereda, ceñida y dispareja, formada por baldosas puestas sobre el pasto que, a causa de las raíces de los árboles, se levantan cada dos o tres metros, están llenas de musgos, y de los antejardines de las casas, discretas y muchísimo más austeras que las del barrio que acabo de abandonar, emana un olor persistente a caca de perro o a perro mojado. Los mojones se camuflan bajo la chépica o se estiran directamente en una línea amorfa sobre el cemento, producto de alguna pisada anterior, lo que me obliga a caminar con cuidado.

Caminar con cuidado, sin embargo, no es algo que me cueste mucho: toda mi vida he caminado así, mirando hacia abajo, una mala costumbre que no me perdono, en parte porque esto ha hecho que mi conocimiento de la ciudad sea exiguo, insignificante. A menudo paso por calles que no reconozco después, o a lo mejor sí, pero no por el paisaje, las fachadas o la vegetación: las reconozco por algo que no sabría bien cómo describir y que está en el ambiente. Por el tipo de baldosas, sin duda, también.

He leído algunas novelas o ensayos de caminantes en las que lo que resalta es justamente lo que en mí está más oprimido: el conocimiento exhaustivo de una esquina, una calle o un barrio completo, la historia de sus mutaciones, los cambios de sus habitantes o de sus costumbres, o el lamento por un viejo edificio que la memoria recoge al pasar de un tajo en el que se construye un supermercado o un nuevo estacionamiento. Lo peor es que esto no es exclusivo de la literatura de caminantes: hay gente que no camina (o lo hace de manera esporádica) a la que sin embargo he escuchado mencionar que donde se levanta ahora este restaurante había antes un cine y antes, varias décadas atrás, el edificio del sindicato de los trabajadores de la salud.

***

Un balde de agua helada: no es raro que la noticia que recibí hace un rato escoja esta imagen para reaparecer. Lo hace en el momento preciso en que me inclino sobre la orilla para tantear con mi mano la temperatura del agua, que si bien está fría, como sucede generalmente con los ríos que descienden de la montaña, me invita a compensar el calor que siento tras el ascenso. Tan así que huyendo de mi tendencia a darme baños relámpagos, como lo he hecho siempre en el mar o en las piscinas, donde me zambullo como un pato durante unos pocos segundos antes de buscar de nuevo el sol, me recuesto esta vez de espaldas sin que el agua me tape del todo y me quedo durante varios minutos con el cuello un poco erguido, como si fuese un periscopio, mirando atentamente alrededor.

Mirar hacia el cielo, de cuyo centro el sol se ha apartado para descender levemente hacia el valle, no me complace tanto porque me hace sentir apartado, presa de alguna visita intempestiva, por lo que me enfoco en los musgos que crecen sobre las piedras y el agua cristalina que corre por encima de mi cuerpo. Miro también mis pies, que sobresalen desnudos de la corriente con sus puntas hacia arriba, como lo de los muertos, y me doy cuenta que me complacen.

En realidad siempre me han complacido, no solo por el servicio que me brindan, transportándome de un lado a otro como si nada, sino porque me complacen en sí. Recordármelo no es ningún engreimiento: se trata de la única parte de mí que prefiero a la de los demás y a la que podría decirle con sinceridad: “los quiero tal como son”. Esto a pesar de que en una de las uñas tengo un pequeño reborde negro; es en el pulgar derecho, en el mismo punto en el que había antes una manchita amarilla que la podóloga me recomendó hace unos meses cuidar con una pomada especial.

***

Ignoro cuánto del cuidado que generalmente impongo a mis pies provendrá de lo mucho que me costó enderezarme sobre ellos: de los primeros años de infancia, retengo algunas imágenes fragmentarias en las que aparezco ante mí mismo haciendo equilibrio sobre unos botines color crema atornillados a dos placas de metal que se extendían hasta la altura de las rodillas. El mecanismo apuntaba a corregir una pronación: en lugar de caer rectas sobre el centro de mis pies, como es normal, mis piernas se torcían en el camino para terminar apoyándose sobre sus dos bordes internos. Por entonces mis padres me llevaban periódicamente al doctor, sobre cuya camilla me depositaban como un bulto para que éste evaluara los progresos en la corrección del desvío. Hasta donde entiendo, el diagnóstico no había sido nunca que no podría caminar; caminar podía, pero hacerlo sobre esos fémures terminaría por desfigurar mi columna.

Fue por un asunto de prevención que quedé obligado a dar mis primeros pasos atado a ese soporte, con mis pies hundidos en las botas de madera, por lo que algo tan natural como erguirse sobre las dos patas representó para mí desde un principio algo así como un deporte extremo: en la medida en que me era imposible flexionar las rodillas, caía al suelo como un arbolito. A mi modo debo haber estado en conocimiento de que los golpes que estaba dándome eran distintos a los de los demás niños, aunque muy pronto aprendí a caer: lo hacía impulsándome hacia delante, echando el culo hacia atrás y atajándome con las dos manos. Más de una vez, por supuesto, sacudí mi cara de lleno contra el suelo, pero porque llevaba las manos metidas en los bolsillos, tentadas por la custodia de alguna golosina.

Después pasaron los años, me emancipé por fin de esos fierros y estoy ante el primer pie desnudo del que tenga memoria: es el de mi parvularia, la misma que me había denostado con aquellas anotaciones. Aquella tarde nos había arreado en una educada hilera hasta la plaza que estaba cerca del jardín, la hilera se rompió cuando estuvimos frente a los juegos y en un momento la sorprendí quitándose uno de sus zapatos para retirar seguramente alguna piedrita. El pie quedó totalmente al descubierto y de inmediato sentí, impulsado por el plano detalle que alcancé a hacerle, una especie de cosquilleo: fue mi primera excitación.

HISTORIA DE MIS PIES
Federico Galende
Editorial Alquimia, 2018, 96 páginas.

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