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Opinión

6 de Abril de 2018

Columna de Cristóbal Bellolio: La Segunda Transición

Piñera no está inaugurando ningún ciclo histórico. Bachelet tampoco lo hizo. Dejémonos de cuentos. Lo cierto es que Piñera II parece estar cerrando el ciclo de vigencia de los protagonistas de la primera transición. Se trata del ciclo de aquellos que recuerdan perfectamente donde estaban para el golpe de 1973 y sufragaron en el plebiscito de 1988. Es un ciclo que se abre con Aylwin y termina con Piñera.

Cristóbal Bellolio
Cristóbal Bellolio
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Según el presidente Sebastián Piñera, su segundo gobierno nos convoca a una nueva transición en Chile. La primera transición, nos recuerda, fue la que nos hizo pasar de la dictadura de Pinochet a un régimen democrático con libertad política. En este contexto, Piñera aprovecha de destacar la figura unitaria de Patricio Aylwin. La segunda transición, en cambio, consistiría en pasar de la situación socioeconómica actual -expectante pero remolona, sospechosa de haber caído en la “trampa de los ingresos medios”- a convertirnos en un país desarrollado y sin pobreza. En este relato, por supuesto, Piñera es el nuevo Aylwin.

El papel lo aguanta todo, pero el recurso discursivo en comento no se sostiene mucho. En primer lugar, porque trivializa el concepto de transición que utiliza la ciencia política justamente para describir el complejo paso de regímenes autoritarios a democracias plenas. Es decir, es un concepto eminentemente político que da cuenta de un traslado progresivo del poder desde gobernantes no democráticos hacia gobernantes electos y sometidos a la ley. En segundo lugar, aunque pudiera usarse el concepto para describir una transición genérica -sencillamente como el tránsito de una cosa a otra- la verdad es que la transición económica al desarrollo comenzó más o menos al mismo tiempo que la política. Salvo un par de baches, el incremento de nuestra calidad de vida material ha sido progresivo desde hace aproximadamente 30 años. El término, de hecho, lo utiliza Alejandro Foxley -ministro de Hacienda de Aylwin- para titular un libro que publicó en 2017. El propio Piñera lo habría ocupado en su primer gobierno. Es decir, no da cuenta de un momento político distinguible. Parece más bien una muletilla retórica.
Sólo que a Piñera le gusta mucho. Y le gusta por una buena razón: en su recuerdo, la primera transición estuvo marcada por el ánimo transversal de confluir en grandes acuerdos. A él le gustaría gobernar en las mismas condiciones: alcanzando grandes acuerdos a partir de diálogos estrictamente institucionales -sin el alboroto de la calle, por favor- y bajo un clima de unidad nacional -un término aún más jabonoso e impreciso que el de transición. ¿Quién puede culpar al presidente de querer llevar la fiesta en paz? Un gobierno que va por la vida articulando grandes acuerdos es un gobierno que escapa de las olas que levantan los choques ideológicos frontales. Los últimos años de la política chilena han sido ricos en conversación ideológica. Pedir una segunda democracia de los acuerdos justo ahora es como pedir boli, eso que hacen los niños cuando declaran unilateralmente una tregua en sus juegos. Es difícil que la oposición pise el palito: cada movida del gobierno de Piñera será interpretada -o exagerada- como una agresión al legado de Bachelet o un retroceso en la conquista de derechos sociales.

Pero hay otra transición más plausible y a la mano. Piñera no está inaugurando ningún ciclo histórico. Bachelet tampoco lo hizo. Dejémonos de cuentos. Lo cierto es que Piñera II parece estar cerrando el ciclo de vigencia de los protagonistas de la primera transición. Se trata del ciclo de aquellos que recuerdan perfectamente donde estaban para el golpe de 1973 y sufragaron en el plebiscito de 1988. Es un ciclo que se abre con Aylwin y termina con Piñera. En las manos de este último está la transición a una derecha que no tenga vínculos afectivos ni deudas pendientes con la dictadura. Para que eso ocurra, Piñera tiene que jubilar a toda su cohorte y un poco más abajo. Tiene que forzar el tránsito hacia una derecha cuyos líderes hayan adquirido conciencia política en democracia. Hacia una derecha que no sólo sea post-pinochetista en lo ideológico -eso, probablemente, ya lo consiguió- sino que sea plenamente post-Pinochet en lo biográfico.

En su narrativa para alcanzar la presidencia de Francia, Nicolás Sarkozy solía recordar que la suya era la primera generación nacida después de la Segunda Guerra Mundial. De esa manera, hacía un corte simbólico con el largo ciclo en que reinaron los incombustibles Mitterrand y Chirac. La derecha que se construye bajo Piñera tiene la oportunidad de hacer lo mismo y el hito del plebiscito de 1988 le sirve como línea divisoria de aguas: quiénes alcanzaron a votar y quiénes no. Material no falta. La primera línea de Evópoli, sin ir más lejos, es post-Pinochet en este sentido. Dos de las figuras mejor evaluadas de la derecha -el senador Felipe Kast y el diputado Jaime Bellolio- tenían 11 y 8 años respectivamente para ese crucial 5 de octubre. Además, son los que mejor pueden plantar cara a sus coetáneos del Frente Amplio en lo que viene. Piñera ya envió una señal nombrando varios subsecretarios menores de 40 años en carteras importantes.

He ahí el corte, aunque cueste el pataleo de Moreno, Allamand, Ossandón o cualquier otro legítimo pretendiente presidencial. Piñera no les debe mucho. Por el contrario, se asegura para siempre el sitial de primus inter pares si pasa la pelota hacia abajo en vez de compartirla con sus rivales de toda la vida. Sobre todo, he ahí la posibilidad de un relato de transición que tiene patas y cabeza. Ya que no tiene ganas de pasar a la historia como el presidente que optó expresamente por una derecha liberal -como le pidió Carlos Peña hasta el cansancio en su primer gobierno- Piñera podría pasar a la historia como el presidente que produjo el necesario recambio generacional en su sector, dejándolo listo y afinado para competir en el nuevo ciclo que se abre.

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