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Opinión

6 de Abril de 2018

Columna de Pablo Schwarz: Castillos en el aire

Mi tío Gabriel era médico; dicen que algo excéntrico y con buen sentido del humor, cosa rara entre sus pares. Visitaba poblaciones y atendía gratis, solo y sin publicidad. Viajaba en una Citrola celeste —que en 1976 era como tener un cuatro por cuatro— a la que le faltaba un tapabarros por un choque y que mi tío, según me contaron, había dejado tirado en la calle porque sabía que nunca iba a perder su tiempo en arreglar un pedazo de fierro.

Pablo Schwarz
Pablo Schwarz
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1976, estábamos en la casa del pasaje con mis viejos, mi hermana y mi tío Gabriel— que no era tío-tío, pero sí— cuando mi abuela trajo desde Israel varios aparatos eléctricos salidos directamente de Perdidos en el Espacio. Artefactos que de puro verlos, facilitaban la vida de quien los poseyera. Quizás más por su efecto hipnótico de juguetes raros, que por su verdadera utilidad. Y es que en esos tiempos y por estos lares, no existían estos artículos tan habituales y ficticiamente indispensables hoy.

Una trituradora con un motor eléctrico que supongo era una proto-Moulinex un, dos, tres. Una especie de secador de pelo—no un secador común de esos de plástico con forma de pistola que todos tenemos— sino una máquina venida directamente del futuro. Un cubo blanco con dos controles grandes que regulaban, supongo, la temperatura y la intensidad del secado. Aparte del botón inconfundible del Power on/off.

Recuerdo que de este cubo plástico salían dos mangueras semi transparentes, rodeadas por un espiral de alambre recubierto en aún más plástico, de unos dos metros de largo. O en realidad, creo que dos metros; en 1976 yo debo haber medido un metro y quince centímetros y como se han fijado, los recuerdos son escala uno a uno, por lo que “dos metros” pueden haber sido uno o menos incluso.

Estas mangueras viajaban desde el cubo plástico hasta conectarse en un gorro de ducha, de esos para no mojarse el pelo, con elástico para asegurar su impermeabilidad y el buen resultado del peinado hecho por ese secador traído del futuro, que imagino, no era gran cosa al final, porque salvo esa tarde de octubre de 1976, nunca vi a nadie usarlo nuevamente.

También había entre esos tesoros del mundo desarrollado y de televisión a color que no llegaba a Chile, una afeitadora eléctrica “for women”, algo muy parecido a lo que por estos lares se le llamó, muchos años y una Constitución fraudulenta más tarde, “Epilady”. Respuesta para tantas mujeres peludas que querían afeitarse las piernas como los hombres su cara, con la ayuda enorme de estos artilugios de 220 volts que hacen que todo quede más prolijo, al ras y duradero, según lo que los mismos fabricantes prometen en sus envases. Esta vez, para corroborar la eficacia de la máquina afeitadora “for women”, mi tío Gabriel —que no era tío-tío, pero sí— se la pasó enérgicamente por una de las piernas, dejándola absolutamente lampiña y provocando en nosotros el asombro que provocaban aquellas maravillas de la modernidad, traída del medio oriente casi europeo, ahora por fin a nuestro servicio.

También recuerdo que mi abuela ese 1976 me trajo desde la lejana Tel Aviv un tanque a pilas con su pintura de camuflaje color Sinaí, con orugas que giraban de verdad y con un cañón sobre una torreta como la de los tanques reales que arrojaba bocanadas de humo mientras apuntaba en todas direcciones buscando enemigos enanos como él, ahora en este rincón de Sudamérica.

Mis padres, también ese 1976, me compraron un terno azul marino para usarlo en el matrimonio de una de mis primas (que con todo respeto y sin ninguno, es una prima bastante mayor) Me veía pésimo, eso pensaba entonces y ahora también. Hay fotos.

Era un traje con chaqueta cruzada de botones plateados, pantalones creo que del mismo color o grises como los escolares, camisa celeste — la misma del colegio, qué duda cabe— corbata colorida para sopesar tanta ausencia de luz y zapatos negros que obviamente también usaba en el colegio, pero ahora muy lustrados. Mi pelo, aún oscuro, peinado como cadete con partidura al limón. Y, para coronar el look de Chicago Boy entrando a Capuchinos, un pañuelo que sólo era un adorno, asomándose por el bolsillo del vestón. Horrible. Pero creo que a mis padres les gustaba como me veía a mis seis años en ese disfraz de adulto aburrido de sí mismo. Tanto les gustaba que hasta existen fotos —y por entonces no era cosa de llegar y tomar una foto— Supongo que el evento para el que me compraron el terno ameritaba verse como me veía, sobre todo en ese 1976 en que tuve que usarlo para ese matrimonio elegante y antes o después, para ir a un concierto al Municipal, me parece.

En ese matrimonio, cuando se casó una de mis primas, en el tiempo en que a los niños nos daban un poco de champaña “para que celebre con nosotros, si ya está grande”, en un hotel que no sé si estaba en La Reina o en el centro, habían unos sillones azules como mi terno, que tengo grabados por un hecho puntual; los pies me llegaban al suelo como a un adulto. Estaba sentado ahí, con mi terno con chaqueta cruzada, mirando a los invitados, todos disfrazados de elegantes como yo, riendo, tomando y fumando —porque fumar no era tan malo en 1976— algunos comiendo, otros conversando, cuando entra bailando y con mucha risa mi tío Gabriel— que no es tío-tío, pero sí— bailando al son de lo que fuera que sonaba esa noche en el salón de eventos, con un espejo ovalado con un marco de madera con rayos como solares yendo desde el centro de toda su circunferencia hacía el espacio. Yo creo que lo compró en modulares Cic. Reía mi tío con ese espejo como sol en las manos que trajo de regalo para los novios —y que recuerdo haber visto por años colgado en su casa, con sus rayos de madera para todas partes— quienes felices fueron a su encuentro para darle la bienvenida. No sé cuándo en 1976 pasó esto, pero sí sé que fue antes de octubre. De eso no tengo ninguna duda.

Mi tío Gabriel era médico; dicen que algo excéntrico y con buen sentido del humor, cosa rara entre sus pares. Visitaba poblaciones y atendía gratis, solo y sin publicidad. Viajaba en una Citrola celeste —que en 1976 era como tener un cuatro por cuatro— a la que le faltaba un tapabarros por un choque y que mi tío, según me contaron, había dejado tirado en la calle porque sabía que nunca iba a perder su tiempo en arreglar un pedazo de fierro.

En ese 1976, o puede haber sido 1975, hubo un brote de influenza y mi tío—que no es tío-tío, pero sí—nos vacunó a todos en el barrio: un héroe sin capa ni delantal ni “me gusta”.

Siempre advertía que iba a contar hasta tres y que ahí te iba a poner la inyección. Y decía “a la una” “y a las dos” y cuando estaba tomando aire para decir el “y a las treeeeeeeee…”, te pinchaba sin llegar terminar la frase, con una suavidad que realmente era un talento. Así terminaba esa leve tortura, que supimos rapidamente, no era tal.
Pero lo mejor de ese procedimiento sanitario autogestionado, fue cuando después de vacunar a casi toda la calle, le tocó el turno a él y fue él solo, sin ayuda de ningún tipo, el que se arremangó el brazo izquierdo y con una derecha tiritona, se concentró en ese autopinchazo que los niños fuimos a mirar en masa curiosa, haciendo que todo se le volviera a mi tío Gabriel más difícil. Finalmente, sudando nervioso, se clavó la aguja en el hombro izquierdo para entonces apretar el émbolo muy lentamente, como si fuera un sádico, dejando escapar unos “ayayaicito, ayayaicito” de tanto en tanto y por fin conseguir su objetivo, sacándose la aguja del brazo y mirándonos sonriendo satisfecho y celebrando con nosotros haber logrado autoinocularse y además con tantos niños (y no tan niños) de espectadores asombrados de semejante hazaña.

—“¡El tío Gabriel se vacunó solo, el tío Gabriel se vacunó solo!”— gritamos a todo pulmón dando la noticia a quienes no habían tenido la suerte de nosotros de ver en vivo aquella proeza propia de un Rambo que en 1976 no existía ni en la mente Dios.

También cuentan que semanas después de las vacunas, después también del matrimonio de mi prima, y también después de que mi abuela llevara toda clase de artilugios eléctricos a la casa de mis padres, mi tío Gabriel un día de octubre de 1976 —que parece, según relatan algunos, fue el 12, el mismo año que Pinochet mandara a matar a Orlando Letelier y ya que estamos, a su secretaria Ronnie Moffitt, un día de septiembre (¿qué tienen con septiembre estas bestias) en la capital de Estados Unidos, así tal cual, como quien no oye llover— en 1976, mi tío que no era tío-tío pero que yo le decía tío, fue visto saliendo de su casa en la calle José Zapiola, —que tenía un árbol con un neumático de columpio y donde las avionetas pasaban volando muy bajo para aterrizar en Larraín— seguramente en su Citroneta celeste que nunca iba a desabollar, para no llegar nunca a su consulta, nunca más.

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