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Cultura

15 de Mayo de 2018

El juego del reportaje, por Tom Wolfe

The New Journalism, publicado en 1977, reunió una serie de textos canónicos firmados por varios ilustres reporteros estadounidenses de la posguerra que impusieron una nueva narrativa de los hechos y una mirada propia, con alta valor estético, para contar la realidad en las páginas del New York Times o del New Yorker de ese entonces. Si bien no son, como se dice, los creadores de esta corriente más o menos conocida como periodismo literario, sí son la primera generación que como grupo toma conciencia de tal fenómeno, practicándolo de manera asidua en las páginas de los diarios más importantes del país. En The New Journalism destacan figuras como Normal Mailer, Rex Reed o el propio Tom Wolfe, compilador y autor del prólogo del libro. El siguiente fragmento, conocido como El juego del reportaje, pertenece a ese prólogo.

Por

Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan acercado al periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo» periodismo, un periodismo «mejor», o una variedad ligeramente evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a causar tales estragos
en el mundo literario… a provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los géneros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva en medio siglo… Sin embargo, esto es lo qué ocurrió. Bellow, Barth, Updike — incluso el mejor del lote, Philip Roth— están ahora repasando las historias de la
literatura y sudan tinta, preguntándose dónde han ido a parar. Malditos sean todos, Saul, han llegado los Bárbaros…

Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y mucho menos en cuestiones literarias, cuando conseguí mi primer empleo en un periódico. Me impulsaba un ansia desatada y artificial hacia algo completamente distinto. Chicago, 1928, y todo lo que eso significaba… Reporteros borrachos huidos de los pupitres del News meando en el río al
amanecer… Noches enteras en el bar escuchando cómo cantaba «Back of the Yards» un barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos de leche en vez de ojos… Noches enteras en la oficina de los detectives… Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística. Los reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película entera, sin que le faltase una escena…

Yo era consciente de que aquello había reducido mi ánimo a esta estúpida condición de Príncipe Estudiante. Daba lo mismo, yo no podía evitarlo. Acababa de cursar cinco años de estudios superiores, una aclaración que tal vez nada signifique para quien nunca se haya sometido a tan bárbaro tratamiento; lo explica todo, sin embargo. No estoy
seguro de que pueda darles a ustedes la más remota idea de lo que son los estudios superiores. Millones de norteamericanos cursan ahora estudios superiores, pero al pronunciar la frase —«estudios superiores»— ¿cuál es la imagen que se forma en nuestro cerebro? Ninguna, ni siquiera borrosa. La mitad de los compañeros de estudios
superiores que he conocido iban a escribir una novela sobre el tema. Yo mismo tuve tal intención. Nadie ha escrito ese libro, que yo sepa. Todos olían bastante bien la atmósfera. ¡Qué mórbida! ¡Qué ponzoñosa! ¡Sin equivalente en el mundo! Pero el tema acabó siempre por derrotarles. Desafía la estilización literaria. Una novela semejante
sería un estudio de la frustración, pero una clase de frustración tan exquisita, tan inefable, que nadie sería capaz de describirla. Intenten imaginar la peor escena de la peor película de Antonioni que hayan visto, o leer El planeta de Mr. Sammler1 de un tirón, o simplemente intenten leerlo, o imagínense que están encerrados en un vagón de ferrocarril de la Seaboard, a dieciséis millas de Gainesville, Florida, en dirección norte hacia la línea Miami-Nueva York, sin agua y con el radiador que se pone al rojo, enloquecido por el amok, y mientras George McGovern, sentado junto a ustedes, explica su filosofía de gobierno. Eso les dará una idea general de la atmósfera.

En cualquier caso, al conseguir mi doctorado en literatura norteamericana en 1957, yo me hallaba en las garras crispadas de una enfermedad de nuestro tiempo cuyos pacientes experimentan un arrollador deseo de incorporarse al «mundo real». Así empecé a trabajar en los periódicos. En 1962, después de unas tazas de café aquí y allá, llegué al New York Herald Tribune… ¡Ése debía ser el lugar!… Contemplaba la oficina del Herald Tribune, a cien polvorientas yardas al sur de Times Square, con una especie de atónito embeleso bohemio… O eso es el mundo real, Tom, o no hay mundo real… El lugar parecía el cepillo de limosnas de la iglesia de la Buena Voluntad… un confuso montón de desperdicios… Escombros y fatiga por doquier… Si el redactor-jefe de noticias locales, por ejemplo, disponía de una silla giratoria, la articulación estaba rota, de tal modo que al levantarse, se desplomaba cada vez como si hubiera recibido un golpe lateral. Todos los intestinos del edificio aparecían a la vista en anillos y líneas diverticulares: conductos eléctricos, tuberías de agua, tubos de calefacción, conductos de ventilación, mangueras contra incendios, todo ello bamboleándose y chirriando por entre el techo, las paredes y las columnas. Todo ese desbarajuste, había sido pintado, de pies a cabeza, con algún légamo industrial, gris plomo, verde metro, o ese increíble rojo mortecino, esa mezcla siniestra de pigmento y suciedad, con que se pintan suelos en los trabajos de ornamentación. En el techo había abrasadores tubos fluorescentes, que hacían la atmósfera azul como el radium y quemaban las zonas sin cabello en la cabeza de los correctores, quienes nunca se movían. Era una gran fábrica de pasteles… El Sueño del Propietario… No había paredes interiores. La jerarquía social no aparecía delimitada por zonas de oficina. El redactor ejecutivo trabajaba en un espacio tan miserable y astroso como el del último reportero. La mayoría de los periódicos era así.

Tal disposición se instituyó décadas atrás por razones prácticas. Pero se ha perpetuado a causa de un hecho curioso. En los periódicos, muy pocos empleados editoriales al final de la escala —esto es, los reporteros— abrigaban en absoluto ambiciones de ascenso, de convertirse en redactores locales, redactores ejecutivos, redactores en jefe, o cualquier otra cosa del resto. Los directores no temían amenazas de abajo. No necesitaban paredes. Los reporteros no exigían demasiado… ¡únicamente convertirse en estrellas! ¡y de tan inmediato fulgor!

Esa era una de las cosas que nunca se han contado en los libros sobre periodismo o en esas fraternales, descomedidas, resbaladizas, bañadas-en-alcohol recopilaciones de recuerdos sobre los días del periodismo y los hijos del siglo… esto es, las fantásticas sinuosidades de la competencia por situarse en el periodismo… Por ejemplo, en la mesa detrás de la mía en la oficina del Herald Tribune se sentaba Charles Portis. Portis era el prototipo del impertinente lacónico. En una ocasión, le llamaron para que tomase parte en un programa de televisión al estilo de Meet the Press con Malcolm X, y Malcom X cometió el error de largarles a los reporteros una pequeña conferencia sobre el tema de que no quería que nadie le llamase «Malcolm», porque no era el camarero de un vagónrestaurante: ocurría que su nombre era «Malcolm X». Hacia el final del programa Malcom X estaba furioso. Se subía por las dichosas paredes insonorizadas. El prototipo del impertinente lacónico, Portis, le había estado llamando invariable y continuamente «Mr. X»… «Ahora, Mr. X, permítame preguntarle… ». El caso es que Portis tenía la mesa detrás de la mía. Más abajo, confinado en otro extremo de la sala en algo así como una celda de castigo, estaba Jimmy Breslin. Encima, a un lado, se sentaba Dick Schaap.

Todos nos hallábamos empeñados en una forma de competición periodística de la que nadie, que yo sepa, ha hablado jamás en público. Y sin embargo, Schaap había dejado de ser redactor-jefe local del New York Herald Tribune, que era uno de los puestos legendarios en periodismo —en otras palabras, había descendido en su categoría profesional—, con el exclusivo fin de entrar en este juego secreto. Todo el mundo conoce esa peculiar forma de competencia entre los reporteros, el llamado pisotón. Los especialistas del pisotón luchan con sus colegas de otros periódicos, o servicios informativos, para ver quién consigue una noticia primero y la redacta más deprisa; cuanto «mayor» sea la noticia —id est, más relación tenga con temas de poder o de catástrofe—, mejor. En suma, les atañe lo que constituye la materia principal de un periódico. Pero había también esa otra categoría de periodistas… Tendían a ser lo que se llama «especialistas en reportajes». Lo que les confería un rasgo común es que todos ellos consideraban el periódico como un motel donde se pasa la noche en su ruta hacia el triunfo final. El objetivo era conseguir empleo en un periódico, permanecer íntegro, pagar el alquiler, conocer «el mundo», acumular «experiencia», tal vez pulir algo del amaneramiento de tu estilo… luego, en un momento, dejar el empleo sin vacilar, decir adiós al periodismo, mudarse a una cabaña en cualquier parte, trabajar día y noche durante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo final. El triunfo final se solía llamar La Novela.

Eso sería Algún Día, ¿comprenden?… Mientras tanto, esos seres ideales continuaban allí batiéndose, en cualquier lugar de los Estados Unidos donde hubiera un periódico, luchando por una diminuta corona que el resto de los mortales ni siquiera conocía: el Mejor Especialista en Reportajes de la Ciudad. El «reportaje» era el término periodístico que denominaba un artículo que cayese fuera de la categoría de noticia propiamente dicha. Lo incluía todo, desde los llamados «brillantes», breves y regocijantes sueltos, cuya fuente era con frecuencia la policía —por ejemplo, ese provinciano que tomó una habitación en un hotel de San Francisco la noche pasada, resuelto a suicidarse, y se tiró por la ventana de un quinto piso… para romperse la cadera tres metros más abajo. Lo que no sabía es… ¡que el hotel se hallaba emplazado sobre una colina en declive! — hasta «anécdotas de interés humano», relaciones largas y con frecuencia repugnantemente sentimentales de almas hasta entonces desconocidas acosadas por la tragedia o de aficiones fuera de lo común dentro de la esfera de circulación del periódico… En cualquier caso, los temas de reportaje proporcionaban un cierto margen para escribir.

Al contrario de los periodistas de pisotón, quienes trabajaban en el reportaje no reconocían abiertamente que existiese competencia entre ellos, ni a sus propios colegas. Ni existía tampoco marcador de ninguna clase. Aun así, cada uno de los que tomaban parte en el juego sabía con exactitud cuanto pasaba y dejaba de pasar a través de los
más mortificantes asedios de la envidia, incluso el resentimiento, o bien a través de oleadas de euforia, según evolucionase el curso del juego. Nadie admitiría jamás tal cosa, y sin embargo todos experimentaban las consecuencias, casi a diario. El ruedo en que lidiaban los expertos del reportaje difería del de los periodistas de escuela también en otro sentido. La competencia no consistía necesariamente en que trabajaras para otra publicación. Podría resultar igualmente probable tener que competir con gente de tu propio periódico, lo que hacía aún menos probable que sintieras deseos de hablar sobre el asunto.

Así que allí me encontraba frente a la mitad de la competencia de Nueva York, justo en la misma oficina que yo, porque el Herald Tribune era como la plaza de toros principal de Tijuana para los especialistas del reportaje… Portis, Breslin, Schaap… Schaap y Breslin tenían su columna, lo que les permitía mayor libertad, pero yo imaginé que podía vencerles a los dos. Había que ser valiente. Encima, en el Times, estaban Gay Talese y Robert Lipsyte. En el Daily News estaba Michael Mok. (Había otros competidores también en todos los demás periódicos, incluyendo el Herald Tribune.

Menciono únicamente a los que recuerdo con mayor claridad. ) Mok y yo habíamos sido rivales antes, cuando yo trabajaba en el Washington Post y él en el Washington Star. Mok era un duro competidor, porque, por cualquier cosa, no vacilaba en arriesgar su pellejo con el mismo valor insensato que más tarde mostró en sus reportajes sobre el Vietnam y la guerra arabe-israelí para Life. Mok era capaz… de cosas fantásticas. Por ejemplo, el News mandó a Mok y a un fotógrafo para hacer un reportaje sobre un hombre gordo que intentaba perder peso encerrándose en una barca de vela anclada en Long Island Sound («Soy uno de esos tíos que pasan delante de una charcutería, respiran hondo y engordan inmediatamente cuatro kilos»). La lancha que alquilaron se jorobó a un kilómetro y medio de la balandra del gordo, sólo cuatro o cinco minutos antes de la hora del cierre de la redacción. Era marzo, pero Mok se tiró al agua y empezó a nadar. El agua estaba a poco más de un grado sobre cero. Estuvo nadando hasta que se quedó medio muerto, y el gordo tuvo que pescarlo con un remo. Así consigue Mok el reportaje. Él marca la hora de cierre.

El News publicó fotos de Mok nadando para hacer llegar esta saga de la dieta del gordinflón a dos millones de lectores. Por el contrario, de haberse ahogado, de convertirse en pasto de los peces en el hepatítico estercolero del Sound, nadie habría solicitado una medalla para él. Los directores guardan sus lágrimas para los corresponsales de guerra. En cuanto a los que escriben reportajes… cuanto menos se hable, mejor. (Precisamente el otro día vi cómo
uno de los grandes sursuncordas del New York Times reaccionaba con sorpresa ante el elogio superlativo a uno de los redactores más populares de su periódico, Israel Shenker, en estos términos: «Pero, ¡si escribe reportajes!». ) No, si Mok llega a incrustarse en el banco de ostras aquella tarde, no hubiera conseguido siquiera la más modesta recompensa del periodismo, que consiste en medio minuto de silencio en la cena del Club de Prensa Extranjera. Y sin embargo, ¡se arrojó al Long Island Sound en marzo! ¡Tal era la furiosa competencia en nuestro extraño y diminuto cubil! Al mismo tiempo todos quienes tomaban parte en el juego pasaban por momentos terriblemente amargos, durante los cuales se les encogía el corazón y se decían: «No haces más que engañarte a ti mismo, chico. Esta no es más que otra de tus tortuosas excusas para postergar la decisión de poner toda la carne en el asador… irte a la cabaña… y escribir tu novela. » ¡Tu Novela! A estas alturas —en parte por causa del propio Nuevo Periodismo— resulta difícil explicar lo que significaba para el Sueño Americano la idea de escribir una novela en los años cuarenta, los cincuenta, hasta principios de los sesenta. La Novela no era una simple forma literaria. Era un fenómeno psicológico. Era una fiebre cerebral. Figuraba en el glosario de Introducción General al Psicoanálisis, por algún sitio entre Narcisismo y Obsesiones Neuróticas. En 1969 Seymour Krim escribió para Playboy una extraña confesión que empezaba así: «La novela realista norteamericana de mitad a final de los años treinta literalmente me creó, conformó, talló y me proporcionó un mundo con un objetivo. Desde los catorce a los diecisiete años me atiborré de obras de Thomas Wolfe (empezando con Of Time and the River, entusiasmándome con Ángel y manteniendo el ritmo hasta el pasmoso final de Big Tom), Ernest Hemingway, William Faulkner, James T. Farrell, John Steinbeck,
John O’Hara, James Cain, Richard Wright, John Dos Passos, Erskine Caldwell, Jerome Weidman y William Saroyan, y los latidos de mi corazón me hicieron comprender que quería ser novelista. » El artículo se convertía en una confesión, porque Krim empezaba por admitir que la idea de ser novelista había sido la irresistible pasión de su vida, su llamada espiritual, en fin, el motor que había mantenido el tictac de su ego a través de las desdichadas humillaciones sufridas por su flamante condición de hombre, para luego enfrentarse con el hecho de que ahora, ya cuarentón, aún no había escrito una novela y era más que probable que jamás la escribiría. Personalmente me fascinó el artículo, pero no comprendía por qué Playboy lo había publicado, a menos que se tratara de los 10 c.
c. mensuales de penicilina literaria de la revista… para mantener a raya a gonococos y espiroquetas… No podía imaginar que nadie que no fuese escritor se sintiera interesado por el Complejo de Krim. Ahí, sin embargo, es donde me equivocaba.

Después de pensarlo más despacio, comprendí que la palabra escritor implica sólo una parte de los norteamericanos que han experimentado la peculiar obsesión de Krim.

Estoy ansioso por apostar a que, no hace tanto tiempo, la mitad de las personas que iban a trabajar en editoriales, lo hacían en la creencia de que su destino real era el de ser novelistas. Entre la gente que forma lo que llaman el sector creativo de la publicidad, aquéllos que realmente conciben los anuncios, el porcentaje ha debido de llegar al 90 por ciento. En 1950, en The Exurbanites, el fallecido A. P. Spectorsky pintaba al espléndidamente remunerado genio publicitario de Madison Avenue como individuo que no empezaba un libro sin examinar el texto de las solapas y la foto del autor en la contraportada… y si ese cabrito de ego inflamado con camisa desabrochada y cabellos ondeando al viento era más joven que él, no soportaba la idea de abrir el maldito libro.

Tal era el influjo de la abominable Novela. Lo mismo entre los que trabajaban en televisión, relaciones públicas, cine, en las facultades de literatura de universidades y escuelas superiores, entre empleados, administrativos, hijos solteros que viven con Mamá… todo un enjambre de fantaseadores que se cocían y proliferaban en los acolchados egos de América…

La Novela parecía el último de uno de aquellos fenomenales golpes de suerte, como encontrar oro o extraer petróleo, gracias a los cuales un norteamericano, de la noche a la mañana, en un abrir y cerrar de ojos, podía transformar completamente su destino.

Había muchos ejemplos con que alimentar a la fantasía. En los años treinta todos los novelistas parecían saltar a los resplandores de la fama desde la más absoluta oscuridad. Eso parecía acreditar la autenticidad del ejemplar. Las notas biográficas en las solapas de las novelas eran tremendas. El autor, podías tener la completa seguridad, había
trabajado antes como albañil (Steinbeck), despachante de transportes (Cain), botones (Wright), repartidor de la Western Union (Saroyan), lavaplatos de un restaurante griego en Nueva York (Faulkner), chófer de camión, leñador, cosechador de fresas, mecánico, piloto agrícola… Era interminable… Algunos novelistas podían exhibir ristras enteras de credenciales por el estilo… De esta manera podías cerciorarte de que el género era auténtico…

Hacia los años cincuenta La Novela se había convertido en un torneo de amplitud nacional. Existía la mágica suposición de que el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945 significaba el amanecer de una nueva edad de oro en la Novela Norteamericana, comparable a la era Hemingway-Dos Passos-Fitzgerald que siguió a la Primera Guerra
Mundial. Existía incluso una especie de Club Olímpico donde los nuevos niños prodigio se encontraban cara a cara todos los domingos por la tarde en Nueva York, por ejemplo, la White Horse Tavern en Hudson Street… ¡Ah! ¡Ahí está Jones! ¡Ahí está Mailer! ¡Ahí está Styron! ¡Ahí está Baldwin! ¡Ahí está Willingham! ¡En carne y hueso… precisamente aquí en esta sala! El escenario estaba estrictamente reservado a los novelistas, gente que escribía novelas, y gente que rendía pleitesía a La Novela. No había sitio para el periodista, a menos que asumiese el papel de aspirante-a-escritor o de simple cortesano de los grandes. No existía el periodista literario que trabajase para revistas populares o diarios. Si un periodista aspiraba al rango literario… mejor que tuviese el sentido común y el valor de abandonar la prensa popular e intentar subir a primera división.

En lo que concierne a la división pequeña de especialistas del reportaje, dos de los contendientes, Portis y Breslin, lograron convertir en realidad la fantasía. Los dos escribieron sus novelas. Portis lo consiguió de un modo muy parecido a como ocurre en el sueño, fue increíble. Un día abandonó de repente su corresponsalía en Londres del Herald Tribune. Algo que se consideraba como un empleo de excepción en el negocio periodístico. Portis se fue un día de improviso; así, tranquilamente, sin avisar. Regresó a los Estados Unidos y se mudó a una cabaña de pescadores en Arkansas. En seis meses escribió una hermosa y pequeña novela titulada Norwood, Luego escribió True Grit, que fue un bestseller. Las críticas fueron fenomenales… Vendió los derechos cinematográficos de ambos libros2… Ganó una fortuna… ¡Una cabaña de pescadores! ¡En Arkansas! Era demasiado puñeteramente perfecto para ser verdad, y aun así lo era. Lo que equivale a decir que el viejo sueño, La Novela, jamás había muerto.

El caso es que al comenzar los años sesenta un nuevo y curioso concepto, lo bastante vivo como para inflamar los egos, había empezado a invadir los diminutos confines de la esfera profesional del reportaje. Este descubrimiento, modesto al principio, humilde, de hecho respetuoso, podríamos decir, consistiría en hacer posible un periodismo que… se leyera igual que una novela. Igual que una novela, a ver si ustedes me entienden. Era la más sincera fórmula de homenaje a La Novela y a esos gigantes, los novelistas, desde luego. Ni siquiera los periodistas que se aventuraron
primero en esta dirección dudaban por un momento que el escritor era el artista soberano en literatura, ahora y siempre. Todo cuanto pedían era el privilegio de revestir su mismo ropaje ceremonial… hasta el día en que se armaran de valor, se mudaran a la cabaña y lo intentaran de veras… Eran soñadores, es cierto, pero no soñaron jamás una cosa. No soñaron jamás la ironía que se aproximaba. Ni por un momento adivinaron que la tarea que llevarían a cabo en los próximos diez años, como periodistas, iba a destronar a la novela como máximo exponente literario.

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