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Opinión

23 de Mayo de 2018

El caso de Pablo Iglesias e Irene Moreno en España: Ética política igualitaria y vida privada

Ser político determina que tu credibilidad no depende de lo que eres, sino de lo que pareces, pues quienes deben conocerte no son amigos privados sino miembros de una comunidad política.

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Texto de Javier Franzé, ilustración de J.R. Mora.

La controversia pública alrededor de la vivienda comprada por los dos máximos dirigentes orgánicos de Podemos es rica porque muestra los distintos criterios circulantes para evaluar la ética de las acciones políticas.

Un argumento esgrime que los adquirientes se han ganado honradamente su dinero y pueden hacer con él lo que les parezca mejor. Otro, que resulta incoherente que aquellos que predican la igualdad y critican los privilegios de la clase política adquieran un bien al alcance de pocos. Finalmente, encontramos el relato según el cual esto sólo favorece a los adversarios —incluidos los medios dominantes— y que por tanto la crítica a los dirigentes de Podemos es caer en la trampa de sus opositores, hacerle el juego al adversario. Una variante de este último argumento es circunscribir la crítica a un error estratégico impropio de dirigentes lúcidos como los de Podemos.

La ética política camina entre dos precipicios: el de la moralina a lo Savonarola y el del exitismo anti-maquiaveliano según el cual el fin justifica los medios.

El criterio de que cabe disponer con libertad del dinero ganado honradamente es ambiguo. Por una parte, convoca a nuestro sentido común respecto de la libertad individual y el respeto de la vida privada. Por otro, deja de lado que se trata de dirigentes políticos con un ideario crítico del poder del dinero. Ser político determina que tu credibilidad no depende de lo que eres, sino de lo que pareces, pues quienes deben conocerte no son amigos privados sino miembros de una comunidad política a los que te has ofrecido a representar. Si un político quisiera convencer por lo que es contra lo que parece, no estaría enfatizando la autenticidad, sino privatizando la política, al obligar a sus conciudadanos a creerle desde una posición de debilidad para comprobar ese presunto ser. En definitiva, les quitaría poder de control a base de fe. Por otra parte, resulta paradójico que sea el dinero —si bien honradamente ganado— el que para este argumento habilita a ejercer la voluntad libre. ¿Por qué no decir lo mismo de otros bienes? ¿Qué diríamos si un político en su libertad dejara en su casa correr el agua, maltratara a sus amigos o no reciclara su basura? Cabe aducir que esos bienes son comunes. También lo es la cultura cívica, cuyo pilar es la exigencia éticopolítica para con los dirigentes. Sólo que es intangible y no viene dominada por el dinero, que en el reino del capital consagra el derecho de uso y abuso. Para quien sostiene la igualdad, lo privado nunca es neutral ni un refugio personal, sino que más bien contiene importantes trazos políticos.

El argumento que mide a quién le conviene “el caso” es débil porque renuncia a construir una ética política propia, en este caso la de aquellos que luchan por la igualdad. Elige subordinarse al cálculo comercial de ganancias y pérdidas en la economía diaria de la relación de fuerzas. Si el hecho favorece al adversario, debe ser olvidado y es de tontos útiles mentarlo. La ética quebradiza de este argumento sólo es superada por su contracara lógica: si el hecho nos favorece… hay que explotarlo. ¿Cómo podría ser legítima la crítica del mercado capitalista como regulador social sin una ética política que determine lo deseable y lo rechazable para una cosmovisión sustentada en la igualdad?

Desde mi punto de vista, para una ética política igualitaria, el caso en cuestión presenta dos problemas. Uno, el más claro y central, es la contradicción entre el bien adquirido y las declaraciones del máximo dirigente orgánico de Podemos acerca de que un político no puede vivir “encerrado” en una urbanización, pues pierde contacto con “la gente”. No cuenta aquí la endeblez argumental del axioma principal: no hace falta decir que “el contacto” con “la gente” no depende de dónde se viva físicamente, pues eso haría inexplicable que mucha “gente” que habita barrios obreros vota a la derecha. Salvo que se caiga en la moralina de considerar “que no hay nada más tonto que un obrero de derechas” y no se quiera saber ni analizar nada más. Por cierto, también haría inviable la comprensión histórica y la imaginación y sensibilidad literarias que un político cabal debe tener para comprender a los otros dada la imposibilidad fáctica de conocerlos directamente. Tampoco cuenta que se trate de “palabras”, pues éstas conforman el mundo; la contradicción es por tanto entre dos prácticas: lo dicho y lo hecho.

Esto conduce a otro problema. Si no se hubiera afirmado ese axioma antecitado ¿sería ético políticamente que un político igualitarista adquiriera el bien de marras? Volvemos por una parte al parecer. Pero, aun visto en términos del ser, no deja de haber algo malsonante: resulta difícil entender que se pueda disfrutar de un bien al alcance de pocos, en un país en el que la crisis ha establecido una relación especialmente cruel entre los sectores populares y la vivienda. No se trata de coartar la libertad privada del político, sino de imaginar que alguien imbuido de los valores de la igualdad pueda reclamar esa libertad para el disfrute de esos bienes en esas circunstancias.

Otra característica de la ética política es que, si bien define una serie de acciones deseables y rechazables, ninguna de éstas lo es en términos absolutos e incondicionados, pues el mal no es una foto sino una película: en el caso más doloroso y extremo, incluso un pacifista debe a veces entrar en el mal de la guerra para restaurar la paz. Esto quita centralidad al análisis del hecho en sí: el problema no es en definitiva lo adquirido, sino su justificación pública. Coherentemente dentro de una ética política igualitaria, los adquirientes podrían haber explicado la operación en clave de mal menor. Para ello deberían haber asumido la contradicción política que generaron con aquellas declaraciones axiomáticas respecto del “vivir aislado de la gente”.

En cambio, lo que tenemos es una primera rueda de prensa de la número dos de Podemos en la cual elige como mal menor negar que ha dicho lo pronunciado un minuto antes: que esa compra es para vivir, mientras que la de los adversarios es para especular. Y una segunda comparecencia conjunta en la que ambos dirigentes eligen como mal menor no afrontar la situación al no identificar el problema que motiva la consulta (¿la compra en sí, la contradicción con las declaraciones previas sobre “el encierro de la casta”, la honestidad, la credibilidad?) y, consecuentemente, transfieren la responsabilidad éticopolítica inexcusablemente íntima y personal a las bases partidarias, al inconmensurable precio del descabezamiento de la formación. En ambas comparecencias, a la fragilidad argumental se suma un innecesario ejercicio del arte del simular, que remata la inconsistencia éticopolítica de todo el suceso.

Texto de Javier Franzé publicado primero en Ctxt.es

Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid

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