Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Mundo

25 de Julio de 2018

El infierno de Ariel Ruiz Urquiola

Ruiz Urquiola estará 16 días sin beber agua y sin comer. Lo sacarán del campamento y lo llevarán de vuelta a la prisión provincial de Pinar del Río, pero no a una de sus barracas colectivas, sino a una celda aislada de castigo. Un calabozo inclemente, sin luz, sin agua, con ratas, y donde solo puede tenderse en posición diagonal.

Por

Nada es azaroso en Ariel Ruiz Urquiola. A sus 43 años, no alberga un ápice de ambigüedad, su enseña es la intransigencia. Nunca ha sido un problema encontrar su camino.

De niño quiso ser veterinario. Cazaba cucarachas y abejorros y les quitaba las antenas para examinarlas, luego alimentaba con ellas a las lagartijas, y a estas, a veces, les abría la barriga con un bisturí para observarlas por dentro. En la playa, mientras su hermana Omara construía castillos de arena, Ariel recolectaba algas y otras especies marinas. Un barquito portugués le explotó una vez en las manos y le irritó los ojos.

Luego aprendió a distinguir, gracias a su madre, Isabel Urquiola, ahora de 71 años, entre la Veterinaria y la Biología. Isabel, por entonces jefa de cátedra de esta última materia en una escuela primaria del municipio Playa, lo complació alternando las salidas de fin de semana entre cuatro lugares de La Habana: el Museo de Ciencias Naturales, el Zoológico, el Acuario y el Jardín Botánico.

Omara muchas veces prefirió quedarse en casa y pronto, a pedido de ella, la familia comenzó a visitar con regularidad el Museo de Bellas Artes. Ariel se molestaba cuando su hermana, apenas 15 meses mayor, falseaba la realidad pintando un león de color verde o rosado.

En la década de 1970, los hermanos Ruiz Urquiola, y el resto de los cubanos que no pasaban de 12 años, recibían, una vez al año, tres juguetes racionados. Cada niño tenía derecho a un cupón que era sorteado mediante un bombo en cada barrio; luego, padres e hijos podían dirigirse a la juguetería para comprar el artículo ganado en suerte.

El gobierno clasificó esos juguetes en “básico”, que era el más costoso, por ejemplo, una bicicleta o una carriola; “no básico”, que podía ser una muñeca o un carrito, y “dirigido”, lo mismo un trompo que un paquete de soldados plásticos o un juego de yaquis. Claro, no era lo mismo obtener el cupón 1 que el 63, porque los juguetes, importados desde la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), llegaban en cantidades dispares y los niños con más suerte eran quienes podían alcanzar los regalos más deseados.

Ariel siempre tuvo más suerte que su hermana; el bombo a menudo le deparaba números bajos. Pero en algún punto decidió obviar los juguetes más sofisticados y comenzó a pedir, si estaba disponible, los elementos para una granja campesina.

La granja, desplegada en el dormitorio, creció año tras año. Tenía decenas de vacas, gansos, caballos, varias casitas y, por supuesto, campesinos. Al paisaje también se le añadió un tren que se desplazaba por toda la finca: un regalo de su tío Armando Urquiola Cruz, fundador del jardín botánico de Pinar del Río.

Finalizado el curso escolar, los hermanos solían viajar al municipio pinareño de Mantua a pasar las vacaciones en casa del abuelo. Ariel y un primo suyo acompañaban a su tío por los pinares cercanos para recolectar especies botánicas. Durante la aventura, los muchachos no paraban de hacer preguntas. Antes de los 10 años, Ariel Ruiz Urquiola realizó su primer herbario.

Las causas de los imposibles

“Ariel es protestón, cuando era estudiante lo era mucho más que ahora”, afirma Elier Fonseca, biólogo de campo y profesor de la Universidad de La Habana.

Fonseca y Ruiz Urquiola son amigos. Se conocieron hace más de dos décadas cuando ambos ingresaron a la Facultad de Biología como estudiantes universitarios. Desde entonces han trabajado juntos en varias oportunidades.

Recuerda Fonseca que, en segundo año de la carrera, durante un trabajo evaluativo de ecología, un profesor propuso sacrificar lagartijas en cantidades desproporcionadas. Ruiz Urquiola se levantó del asiento y dijo que la metodología diseñada para el estudio era incorrecta, poco profesional, una aberración. Alumno y profesor sostuvieron un careo fuera de tono ante las miradas atónitas de los demás estudiantes. Una discusión que culminó con Ruiz Urquiola zanjando: “Profesor, esa investigación es mediocre”.

“Lo que quiso decirle Ariel era sencillamente que se estaba quedando a medias. Mediocre, en el sentido literal, no despectivo. Muchos de sus problemas vienen por ahí, porque la gente no entiende su lenguaje”, explica Fonseca.

Tras aquel y otros encontronazos durante la carrera, Ruiz Urquiola se graduó en 1999 de Biología por la Universidad de La Habana. Le fue otorgado un diploma de oro y fue seleccionado el estudiante más destacado de su curso en la categoría de investigación.

Sus primeros pasos como científico fueron en el Centro de Investigaciones Marinas, una institución adscrita a la Universidad de La Habana, donde se especializó en el estudio de las tortugas.

“La profesora Georgina Espinosa me dijo que mi conocimiento del tema era vasto y que era suficiente para desarrollar una tesis doctoral”, cuenta Ruiz Urquiola. Entonces decidió realizar su investigación sobre las tortugas carey en Cuba, y lo primero que descubrió fue que los especialistas del ya desaparecido Ministerio de la Industria Pesquera autorizaban la pesca de esta especie, protegida por la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de la Fauna y Flora Silvestre (CITES, siglas en inglés).

Las autoridades cubanas exportaban las conchas de carey a Australia, Inglaterra, Francia, Países Bajos, los países nórdicos y Japón valiéndose de un amparo legal sobre el supuesto patrimonio genético de estas especies.

Japón era el destino predilecto para la exportación de carey. Los nipones tienen la industria manufacturera más antigua y lujosa del planeta. El carey, obtenido del carapacho de las tortugas, se utiliza para la confección de prendas tradicionales de esa cultura oriental: peinetas, cintillos, pendientes, entre otras.

“Encontramos muchas mentiras”, dice Ruiz Urquiola. Por ejemplo: más del 70 por ciento de las tortugas pescadas en Cuba no pertenecían al patrimonio genético de la isla.

El biólogo se percató de que, en Nuevitas, ciudad portuaria de la provincia de Camagüey, el Centro de Investigaciones del Ministerio de la Industria Pesquera adulteraba los estudios genéticos de la especie. “Iban a una playa de anidación, mataban a una tortuga y le tomaban la cantidad de muestras de carne que necesitaban. Las mandaban a nuestro laboratorio, pero todas pertenecían al mismo individuo. Obviamente, eso decía que todo lo que Cuba pescaba era nacido aquí”, explica Ruiz Urquiola.

El biólogo señaló al Estado cubano como gran beneficiario de la explotación de la tortuga carey. Amén de las violaciones asociadas a la pesca y exportación de una especie en peligro de extinción, se incumplía una disposición ministerial de la propia industria pesquera que declaraba la carne de esas tortugas, exclusivamente, como alimento prioritario para niños y ancianos. La investigación demostró, con datos y entrevistas, que ningún círculo infantil, ningún policlínico, ninguna escuela y ningún hogar de ancianos había recibido, siquiera una vez, un trozo de carne de tortuga.

Ruiz Urquiola y su grupo de trabajo expusieron estos y otros resultados en un congreso internacional celebrado en Baja California, México, sobre la conservación y la biología de las tortugas marinas. Presentaron además una campaña de bien público para salvaguardar la especie; la primera iniciativa de su tipo en la isla después de 1959.

Los miembros de la comunidad científica que participaron en el congreso quedaron consternados. La reacción de varias organizaciones internacionales fue inmediata. Dos días más tarde, Cuba se vio obligada a declarar el cese total de la pesquería legal de tortugas marinas en la isla.

Tras el congreso, a Ruiz Urquiola le esperaba una sanción laboral que impedía la defensa de su doctorado. Una apelación ante la Comisión Nacional de Grado Científico salvó su investigación.

Finalmente, en 2008, Ariel Ruiz Urquiola se acreditó como Doctor en Ciencias Biológicas. Una de los exergos de su tesis dice: “A las causas de los imposibles”. Otro reza: “La diversidad genética significa para las poblaciones silvestres, lo mismo que la Libertad para el Homo sapiens. Un H. sapiens sin pensamiento es víctima de las circunstancias y con pensamiento lo es de sí mismo, es más libre”.

En una reunión le comunicaron que podría continuar laborando en el Centro de Investigaciones Marinas, pero que se le vetaba la posibilidad de volver a trabajar con alguna especie de importancia pesquera para el país.

A Ruiz Urquiola no le quedó otra alternativa que girar su lupa. Generó así otro proyecto investigativo, esta vez sobre la genética de los moluscos en la Sierra del Infierno, Viñales, con el que ganó una beca en la Universidad de Humboldt, Alemania. Creó nuevamente un tándem con la profesora Georgina Espinosa y juntos impulsaron una plataforma colaborativa entre la Universidad de La Habana y el Consorcio de Ciencias Leibniz.

Pero, al parecer, la burocracia cubana no olvidó lo ocurrido en Baja California y una vez más puso trabas que imposibilitaron el desarrollo del proyecto, el cual terminó diluyéndose. Desde su primera estadía en Europa, Ruiz Urquiola se ganó con su trabajo el respeto y la estima profesional de los científicos alemanes, lo que le valió para seguir adscrito al grupo de investigadores de aquella institución europea.

“A Ariel le ofrecieron muchas veces contratos en Alemania, que le hubieran permitido radicarse aquí, y prefirió siempre volver a Cuba”, dice el Dr. Alexandro Rodríguez, biólogo y profesor de la Universidad Libre de Berlín.

Rodríguez pertenece a la misma generación de biólogos de Ruiz Urquiola; aquellos graduados a finales de los noventa en Cuba. Pero Rodríguez decidió pronto ir a hacer ciencia a Europa, y allá se reencontraron.

“Cuando Ariel estaba en Alemania, vivía con una frugalidad extrema, ahorraba cada euro que podía para levantar su finca en Viñales”, asegura Rodríguez, quien a menudo llevó en su auto a Ruiz Urquiola hasta el aeropuerto cuando este regresaba a Cuba. El vehículo transitaba por las calles de la capital alemana atestado de equipaje. Las maletas iban cargadas de herramientas de trabajo.

“Todo eso era a costa de un sacrificio personal que yo siempre le reprochaba, pero a la vez admiraba. Su equipaje difería bastante del de cualquier otro cubano que regresa”, dice Rodríguez.

El horcón moral

Isabel Urquiola nunca imaginó lo que ocurría. Durante la temporada de exámenes finales en la escuela primaria, ella se percató de que la piel de su hijo, su tez blanca, se hacía cada vez más bronceada, como si tomara el sol en la playa.

Un día, sin avisar, se presentó en la escuela. Se asomó al aula y todos los alumnos estaban en sus pupitres, hacían un examen, pero no vio allí a su hijo.

“Ariel estaba en la terraza, castigado bajo el sol. Hacía su prueba solo, en su pupitre de madera. Él estaba en contra del fraude de las profesoras, que les soplaban las respuestas a los estudiantes, y esa fue la medida que ellas tomaron para que él no las increpara por semejante actitud”, cuenta Isabel.

En quinto grado de primaria, Ruiz Urquiola ya tenía tatuadas en su conciencia una serie de lecciones éticas impartidas por su abuelo. Todo empezó cuando, con seis años, quiso irse a trabajar con el padre de su madre a Mantua, Pinar del Río. La idea era darle una mano sembrando arroz y frijoles, enyugando bueyes.

Su madre accedió. La única preocupación de Isabel era la preparación docente de sus dos hijos. En casa les dio todas las libertades, y solo exigía buenos resultados académicos.

“Nuestro abuelo —dice Omara— era masón y nunca comulgó con los extremismos de este gobierno. No lo verbalizaba, pero su actitud tan recta en la vida y su intransigencia contra la corrupción y el abuso influyó en nuestra forma de pensar. Fue un horcón moral en la familia y eso a mi hermano lo marcó”.

En una ocasión, el padre de Isabel Urquiola debió cumplir un año de privación de libertad. Un hermano de masonería se presentó en su finca y le pidió un favor: necesitaba dos caballos, uno para él y otro para un amigo que lo acompañaba. Los hombres querían llegar hasta la costa más occidental de la isla para marcharse en algún artefacto marítimo. El gobierno cubano estaba detrás de sus pasos. Uno de ellos formaba parte del movimiento insurreccional que tras el triunfo de la revolución se alzó en el Escambray (centro) con la intención de derrocar a Fidel Castro.

Años después, el hombre buscado regresó de visita a Cuba procedente de Estados Unidos. Lo detuvieron y, en el interrogatorio, mencionó el nombre del abuelo Urquiola, quien fue procesado por delito de conspiración.

Algo que marcó la niñez de los hermanos Ruiz Urquiola fue la condena de su padre, Máximo Omar Ruiz Matoses, a 17 años y tres meses de prisión.

“Conocimos la prisión política a través de mi padre. Hemos tenido que pagar una cuota de culpa por ser hijos de él”, opina Omara.

Ruiz Matoses, 71 años, vive hoy en España y es un ex alto oficial de ejército cubano. Ingeniero especializado en radares y telecomunicaciones, obtuvo el grado de Teniente Coronel y lideró el Grupo de Desarrollo Técnico del Ministerio del Interior (MININT). “Él era —afirma Omara— quien compraba desde los somatones hasta los walki-talkies. Todo el equipamiento y la técnica que necesitaba Cuba para espiar. Fue quien interceptó la señal de Radio y TV Martí”.

Al final de su carrera militar, Ruiz Matoses se convirtió prácticamente en un disidente dentro de las filas del MININT. En reuniones del Partido Comunista comenzó a fustigar la conducta de la alta dirigencia del país. Por entonces, las fuerzas armadas cubanas estaban enfrascadas en el célebre caso del General de División Arnaldo Ochoa, fusilado en el verano de 1989 junto a otros tres militares por cargos de alta traición y narcotráfico internacional.

“Mi padre estaba absolutamente decepcionado y pidió su jubilación. Antes había solicitado un despacho con Raúl Castro para hablarle del desvío de recursos”, explica Omara.

A Ruiz Matoses lo enviaron a esperar su retiro en una unidad de tropas guardafronteras. Días después fue arrestado y procesado bajo acusaciones de salida ilegal del país, desacato, conducta deshonrosa, espionaje y deserción.

“Mi papá salía con millones de dólares en la maleta a comprar tecnología a Japón. Si de verdad hubiera querido irse del país, lo hubiera hecho. Lo acusaron sin pruebas”, dice Omara, y agrega: “Él no tiene nada que ver con Ochoa, cuando han querido hacernos daño a nosotros siempre nos achacan que él estuvo en la causa de Ochoa, pero eso es mentira”.

Después de salir de prisión, Ruiz Matoses solicitó asilo político en Estados Unidos, pero le fue denegado.

“No te voy a dejar sola”

Omara Ruiz Urquiola tiene ahora 45 años y es profesora del Instituto Superior de Diseño de La Habana (ISDI). Hace ya bastante tiempo que está luchando por su salud.

En 2004, Omara empieza a sentir una molestia en la mama derecha. Su hermano, a través de unas amistades, le resuelve una consulta en el Instituto Nacional de Oncología y Radiología (INOR).

A Omara la examinan físicamente una doctora y dos estudiantes de medicina. Le realizan además una biopsia y un ultrasonido. Los imagenólogos dicen: “No tienes problemas si se acaba el agua en tu casa; todo lo que tú tienes son quistes de agua”.

Un año después, las molestias no desaparecen. Cada vez que Omara toma café o come chocolates, aparece el dolor. Los supuestos quistes de agua habían crecido, y la mama comienza a drenar un líquido ambarino, sangre. Cuando sale a la calle, Omara tiene que ponerse dentro del sostén un puñado de algodón.

Su hermano se percata de la gravedad del caso y hace una nueva gestión para que lo evalúe otro doctor.

En el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (CIMEQ), le realizan a Omara una extracción de líquido de la mama y el Dr. Catalá, jefe de quimioterapia, le informa que al día siguiente le colocarán “unos sueritos preventivos”.

Al otro día es Ariel quien entra a la consulta y habla a solas con el Dr. Catalá mientras Omara se queda afuera, sentada junto a mujeres que ya han perdido el cabello. Cuando se abre la puerta, ella se pone en pie. Observa a su hermano en el umbral.

—¿Tú estás dispuesta a luchar? — pregunta él.

“Ahí me percaté de que tenía cáncer”, recuerda Omara, pasados más de 12 años.

—No te voy a dejar sola, pero me tienes que dar la completa seguridad de que vas a luchar. Lo que viene es duro —dice el biólogo.

Los “sueritos” que anunciaron a Omara eran el primer ciclo de citostáticos.

Ariel Ruiz Urquiola comienza a estudiar la enfermedad de su hermana. Los resultados de una tomografía axial computarizada y una mamografía declaran que los demás órganos de Omara están limpios, así que hay esperanza.

“Mi hermano luchó mucho. Se levantaba todos los días a las 5:00 am para sentarme en la cama y darme el desayuno antes de irse al trabajo. Después me llamaba todo el tiempo para que no me volara los turnos de alimentación y por la noche me traía la comida. Yo tenía que estar fuerte para aguantar los seis ciclos de tratamiento”, recapitula Omara.

Una noche, Ruiz Urquiola recuerda una conferencia de cuando era estudiante. El conferencista aseguraba que en la Amazonia habían identificado un árbol de cuya corteza se extraía un medicamento citostático extremadamente eficiente. Según informes, los indígenas de la zona donde crece ese árbol prácticamente no contraen cáncer.

El biólogo habla al Dr. Catalá sobre el descubrimiento de los taxanes y este responde que tales medicamentos son muy caros y que no existen en Cuba. Una vez más gracias a gestiones personales, Ruiz Urquiola consigue dos ciclos de taxanes para su hermana. Se presentan en la consulta dispuestos a comenzar el tratamiento, pero el Dr. Catalá se niega a aplicarlo.

“Nos dijo —sostiene Omara— que no me los iba a poner porque no valía la pena gastar unos medicamentos tan caros en alguien que nada más iba a durar tres meses, que lo que mi caso llevaba era un ciclo de cuidados paliativos para mejorar la calidad de vida hasta que muriera”.

Al escuchar la posición del galeno, Ruiz Urquiola se levanta de su silla y espeta: “Bajo mi responsabilidad de Dr. en Ciencias Biológicas me llevo a la paciente de aquí”.

—Tú no eres médico —dice el Dr. Catalá.

—Y usted tampoco —dice Ruiz Urquiola.

En el INOR los hermanos logran comenzar otro tratamiento. A Omara le aplican una inmunoterapia con Paclitaxel y, más tarde, radiaciones de cobalto, lo que finalmente permite la aparición de margen quirúrgico. Los nuevos doctores les comunican que hay solo un problema: no habrá turnos para entrar al salón de cirugía hasta dentro de tres meses.

Ruiz Urquiola, desesperado, busca al Dr. Miguel Fleites, quien los recibe en su casa y examina a Omara. Les dice que sí, efectivamente, existe el margen quirúrgico, pero que no se puede esperar, porque puede desaparecer en breve.

En ese momento, el Dr. Fleites no se encontraba activo en el Ministerio de Salud Pública; había sido expulsado de su cargo de jefe de cirugía del INOR por criticar irregularidades en los tratamientos médicos de la institución.

A través de un amigo logra que le presten durante nueve horas un salón de operaciones en el hospital “Manuel Fajardo”, donde le opera la mama derecha a Omara. Cinco meses después, en un salón del Hospital Nacional, conseguido también de favor, le opera la mama izquierda.

En 2016, la compañía farmacéutica suiza Roche vendió a MediCuba, empresa cubana importadora y exportadora de medicamentos, un lote del fármaco Trastuzumab con fecha de caducidad casi inmediata. Cuando los medicamentos fueron entregados al INOR, el hospital se quejó de la negligencia y rechazó los fármacos exigiendo la readquisición de un lote completo con garantías de vencimiento.

La inmunoterapia de Omara y del resto de las pacientes del INOR se interrumpió por dos ciclos continuos como consecuencia de la falta de Trastuzumab. Durante dos meses los pacientes estuvieron sin el medicamento. Omara comenzó a sufrir derrames cancerosos en la piel y en sus dos reconstrucciones mamarias.

Después de reclamos sin respuesta, Ruiz Urquiola decidió comenzar una huelga de hambre y sed frente al INOR a favor de la obtención del Trastuzumab para los pacientes enfermos.

Una tarde, después de impartir una conferencia en el ISDI, Omara llegó a casa y se encontró una nota que decía: “Omi, esta ha sido mi solución ante la indolencia y la frustración. Comenzaré una huelga de hambre y sed frente al INOR, entrada de quimioterapia, hasta que te vea con el tratamiento en la mano. No sé cuánto pueda durar este proceso y espero ver la luz. No quiero a nadie de nuestro cerca de mí. La meta será el Trastuzumab”.

La policía golpeó a Ruiz Urquiola, lo encerró en un calabozo y luego lo liberó. Una sucesión de hechos que se produjo otras dos veces sin que el científico ofreciera ninguna resistencia física. Poco después arribó el medicamento a Cuba.

“Ahora de nuevo está en falta, pero para mí lo hay. Las demás pacientes no tienen, pero el mío lo guardan aparte”, dice Omara.

Oscar Casanella fue bioquímico del INOR y es amigo de la familia Urquiola. Sobre la enfermedad de Omara apunta: “De la única cosa que se arrepiente Ariel en la vida es de aceptar un trato para que le trajeran los medicamentos a su hermana. Él tendría que callarse la boca porque los medicamentos solo serían para su hermana, y no para el resto de los pacientes”.

El Infierno

Cuando amanece, “El Infierno” queda encima de las nubes. Desde allí, una neblina espesa se escurre a todo lo largo y ancho del Valle de Viñales. Los mogotes asoman solo sus cimas como si fueran arrecifes que sobresalen del mar. Los gallos cantan y el resto de los animales despiertan.

“El Infierno” es la finca de Ruiz Urquiola. Y el irónico nombre responde a su ubicación geográfica: Sierra del Infierno, en la Sierra de los Órganos, provincia de Pinar del Río.

Allí, en 2015, el Dr. en Ciencias Biológicas compró una casa a 300 metros sobre el nivel del mar y solicitó tierras en usufructo para desarrollar una finca agroecológica. El Estado cubano tardó un año en entregarle la propiedad.

El proyecto está enclavado en el Parque Nacional de Viñales, declarado Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, y Ruiz Urquiola lo diseñó con el objetivo de repoblar de flora y fauna la zona mediante un vivero inteligente. Toda la biogranja sería también una estación ecológica y filogeográfica.

El mismo año en que abrió sus puertas “El Infierno”, el científico fue expulsado definitivamente del Centro de Investigaciones Marinas de la Universidad de La Habana. Motivo declarado: “fraude interinstitucional por el incumplimiento del plan de trabajo mientras Ruiz Urquiola cumplía una estancia laboral en Alemania”.

La postura contestataria e intransigente, y sus investigaciones enjuiciadoras habrían condenado a Ruiz Urquiola. Mediante un argumento a todas luces obtuso se intentó disimular el ajuste de cuentas gubernamental.

“La seguridad del Estado necesita penalizar a las personas que tengan ese perfil. Un Ariel es muy peligroso, imagínate varios Ariel”, opina Oscar Casanella.

Fuera de la institucionalidad, el biólogo y su familia se consagraron al proyecto de la biogranja.

“Desde que llegó ha hecho un trabajo increíble. Yo que nací en la Sierra no me atrevo a hacer todo eso. Sembró frutales, café, crió animales, y todo eso sin fuerza de trabajo”, comenta Yosvani Chávez, campesino y vecino de la Sierra del Infierno.

Ruiz Urquiola asumió unas tierras que llevaban 20 años sin que nadie las trabajara; un paraje silvestre, y lo convirtió en poco tiempo en un paraíso donde caballos y vacas se asoman a la casa sin puertas —literal— de su dueño y toman comida de la cocina, o lo que se les antoje.

Gansos, patos, gallos y gallinas, ocas, guineos, viven sueltos y huyen revoloteando de quien camina por los alrededores. El tocororo, escurridiza ave nacional, se posa en las ramas del pinar que se eleva frente a la finca.

Hay sembrados allí 17 variedades de plátanos, kingrás morado y verde, naranja blanca y roja, naranja Valencia, frutabomba amarilla, caña balila, mamey, café caturra rojo y amarillo, café robusta, y variedades de caoba antillana junto a los frutales injertados.

Ruiz Urquiola, además, comenzó a combatir las ilegalidades y las violaciones ecológicas que se cometen en el parque nacional. Denunció la caza furtiva de aves y otras especies, así como el turismo salvaje. En un solo día recogió 82 jaulas para cazar jutías. Pero nunca recibió respuesta ni ayuda de las autoridades, sino todo lo contrario.

Su activismo medioambiental puso en jaque a varios campesinos y a las instituciones de la zona. Entonces, la persecución al científico llegó hasta “El Infierno”.

Antes, puercos asilvestrados de una finca colindante empezaron a invadir los límites de la biogranja, destrozaron los cultivos y contaminaron el agua de un arroyo natural. Un cazador de jutías lo amenazó con una escopeta cuando Ruiz Urquiola le salió al paso. Grupos de turistas robaron sus frutas. Cuatro vacas fueron asesinadas. Una yegua fue encontrada con cortes pronunciados en cada una de sus patas delanteras y con heridas sangrantes en el lomo. “El Infierno” quedó excluido del plan de electrificación de la Sierra y por eso aún hoy solo cuenta con un panel solar para abastecerse de energía.

En la mañana del 3 de mayo pasado, Ruiz Urquiola trabajaba junto a su ayudante Joseilis Varela. Terminaban de apuntalar la cerca perimetral de la finca cuando dos oficiales del cuerpo de guardabosques del MININT llegaron allí para verificar los documentos que autorizaban dicha actividad y la tenencia de los instrumentos de trabajo.

Ruiz Urquiola les pide que lo acompañen a su casa para mostrarles los papeles en regla. En el camino discuten. El biólogo increpa a los oficiales argumentando que cuando él ha denunciado ilegalidades, ellos, la autoridad, nunca se habían presentado en el lugar.

Uno de los guardabosques se saca el pene y comienza a orinar en pleno altercado. Ruiz Urquiola se exalta aún más y, mientras graba un audio con su teléfono, les exige que se identifiquen. El científico utiliza el término de “guardia rural” para referirse a los oficiales y estos se sienten ofendidos por el calificativo. Previo a 1959, así se le llamaba a la policía represiva de los campos de Cuba.

Sirilo Seara Carrasco y Alexander Blanco Calzadilla, los guardabosques, acusan a Ruiz Urquiola de desacato a la autoridad. Ese mismo día en la tarde, es detenido y llevado a un calabozo de la unidad de la policía de Viñales.

Cinco días más tarde, durante los cuales estuvo privado de comunicación con su familia, le comunican que lo sacarán de la celda para que se entreviste con su abogado, Amaury Delgado. Un par de horas después se celebra el juicio sumario.

“Sin bañarme, sin lavarme los dientes, me montan en una patrulla, esposado, y me llevan al tribunal”, relata.

Previo a la vista oral, el abogado tampoco tuvo acceso al expediente del acusado.

“Todo fue un espectáculo montado, sin pruebas, absurdo, surrealista”, asevera el biólogo Elier Fonseca, quien asistió al juicio.

El 8 de mayo, Ariel Ruiz Urquiola, Dr. en Ciencias Biológicas, es condenado por el Tribunal Municipal de Viñales a un año de privación de libertad por el delito de desacato a la autoridad, y es encarcelado en la prisión provincial de Pinar del Río.

Cuando su caso trasciende las fronteras de la isla, Amnistía Internacional lo declara “prisionero de conciencia”. Heather Nauert, portavoz del Departamento de Estado norteamericano, expresa preocupación por su caso y exige su liberación al gobierno de Cuba. Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos, se pronuncia en términos similares. Al reclamo también se suman representantes de la Iglesia Católica cubana.

Un mes y algunos días después de su encarcelamiento, Ruiz Urquiola es trasladado al campamento penal “Cayo Largo”, donde sin embargo le niegan su derecho al trabajo. Entonces, el 16 de junio, se declara en huelga de hambre y sed. El día de su cumpleaños 45, Omara recibe la llamada de un preso y este lee por teléfono una nota de su hermano. Una de las frases escritas por el científico dice: “la liberación o el nirvana”.

Ruiz Urquiola estará 16 días sin beber agua y sin comer. Lo sacarán del campamento y lo llevarán de vuelta a la prisión provincial de Pinar del Río, pero no a una de sus barracas colectivas, sino a una celda aislada de castigo. Un calabozo inclemente, sin luz, sin agua, con ratas, y donde solo puede tenderse en posición diagonal.

Al sexto día de huelga, le pondrán las esposas y lo trasladarán a la sala “K”, cama 26 del Hospital Provincial “Abel Santamaría” de Pinar del Río. Allí le pondrán sueros de rehidratación y las enfermeras serán amables, pero los militares lo tentarán con el olor de los alimentos, lo amenazarán con un violento regreso a la prisión y le impedirán recibir visitas de sus amigos y familiares.

Ruiz Urquiola enfrentará todo con su única arma: la meditación vipassana. Y seguirá con su intransigente huelga. El 2 de julio de 2018, la Comisión de Aptitud para Regímenes Penitenciarios de la Comisión Médica Militar de Pinar del Río, adscrita a los servicios médicos del Minint, le otorgará una licencia extrapenal que, desde luego, no anula la condena, pero consiente su cumplimiento en libertad.

¿De qué país eres?:

“Estaba buscando algo que mitigara el dolor”, recuerda un Ruiz Urquiola con la piel pegada a los huesos.

Ha logrado salir de la prisión y su cabeza está rapada. Habla y tose mientras habla; por supuesto que se le ve débil después de 16 días sin ingerir alimentos ni beber agua. Pasa las horas en el cuarto de su hermana Omara, sobre un colchón que le han colocado en el suelo. Cuando va a trasladarse se auxilia de un bastón porque aún no sostiene el equilibrio.

“Tenía un problema: a veces cojeaba. Nadie sabe por qué, fui a ver a ortopédicos, a fisiatras, pero nunca encontraron ninguna dificultad. Me dolía la cadera y me di fisioterapia, electroterapia, pero no mejoré”, dice el biólogo, que antes de eso, en Cuba, en Alemania, tras cada jornada laboral, salía a correr 10 kilómetros.

Hace cuatro años, buscando en internet, encontró la meditación vipassana. “La definían como una técnica para disminuir el sufrimiento y que no costaba nada aprenderla”, explica.

En Alemania, Ruiz Urquiola y su primo Armando, los mismos que de chicos atravesaban juntos los pinares de Mantua para recolectar especies botánicas, se inscribieron en un curso de esa técnica.

Cuando llegaron allí, les explicaron que duraría 10 días, que en ese tiempo no podrían hablar absolutamente nada con nadie, que el curso era una especie de claustro, que solo en momentos determinados tendrían una interacción con el maestro.

También les advirtieron que solo comerían alimentos ligeros, comidas a las que la mayoría de las personas no están adaptadas, y que en condiciones normales aquello sería pasar hambre. Solo vegetales, frutas, líquidos; no carnes, no quesos.

“El curso se basa —explica— en concentrarse en el ritmo respiratorio. Es 24 horas por 24 horas. Los primeros tres días te ponen una grabación de un gran meditador y al principio te distraes en tu propio pensamiento; la mente comienza a irse hacia cualquier sitio; es un proceso de abstracción total durante el cual te vienen imágenes de cuando eras niño, imágenes más sentidas, menos sentidas…”.

Ruiz Urquiola enseña la postura de la meditación: se sienta, cruza los pies y los abre en posición de mariposa, se yergue, coloca el cuerpo lo más recto posible, sobre un mismo eje, relaja la pelvis y mira hacia el frente.

“Mucha gente aborta y abandona el curso. En mi cubículo éramos cuatro personas y se fueron tres. Solo se duerme de 11:00 pm a 5:00 am, el resto del tiempo es meditando en un salón donde todos los alumnos están sobre esteras. Al mediodía puedes caminar por un bosque, te encuentras a gente, pero no puedes hablar con ellos”, cuenta.

Al quinto día del curso, Ruiz Urquiola entró en una crisis de sensibilidad, explotó. Las sensaciones fueron tan fuertes que desataron en el biólogo un llanto incontrolable. “Lloraba y lloraba sin parar —dice—, no tenía ninguna imagen en la cabeza, rompí la meditación, el equilibrio”.

La profesora se acercó entonces al científico e hizo una pregunta: “¿De qué país eres?”. “Cuba”, respondió él. “A partir de hoy vas a recibir una ración extra de comida”, dijo ella.

El último día del curso, los alumnos sobrevivientes se reunieron y compartieron sus experiencias. Durante la sesión, la profesora se acerca a Ruiz Urquiola y le presentó a una muchacha judía. Le comentó que ella había sufrido sus mismos padecimientos a partir del quinto día.

La profesora les explicó: “Hay personas que, debido a su procedencia, llegan aquí con un historial de sufrimiento mucho más grave que el de otros, que vienen por desamor, por rechazo, los conflictos más comunes en Alemania”.

Ruiz Urquiola se dirigió luego a su compañera: “¿Qué te preguntó cuándo te vio llorando?”. “¿De qué país eres?”, respondió la chica de Israel.

El triángulo 

Los regresos son siempre angustiosos. El retorno es siempre un reto porque es preciso asumirlo sabiendo que ya nada será igual. Quizá por ello, Ruiz Urquiola esté algo nervioso, como en suspenso. Sus ademanes tal vez no sean los acostumbrados.

Después del calvario de los últimos meses, el biólogo regresa a Viñales. Vamos en el asiento trasero de un taxi amarillo, junto a su hermana Omara: delante, nos acompaña su madre, Isabel. Salimos de La Habana, donde Ruiz Urquiola estuvo recuperándose tras su liberación, y ahora volamos sobre la carretera. Durante un rato, reina el silencio. Los Urquiola parecen viajar al pasado.

La madre se consagró a sus dos hijos. En 1980 se divorció del padre de Ariel y Omara, el oficial Ruiz Matoses, y decidió no ponerles jamás un padrastro a los niños.

“Mi hermano era un niño muy demandante de tiempo. No era un niño que parqueabas delante del televisor y resolvías el asunto”, me contó, alguna vez, Omara.

Sin embargo, Ruiz Urquiola asumió pronto la responsabilidad de ser el eje de la familia. Siendo un chico, fue el hombre de casa. Fue albañil, plomero, carpintero, hizo viajes interprovinciales, en un mismo día, para matar animales en la finca de su abuelo y regresar a casa con algo de comida. Por su parte, Isabel alternó la docencia con el fogón. Tuvo que hacer dulces y croquetas para vender en la calle; también tuvo que coser y limpiar casas ajenas.

El ambientalista perdió un año de universidad. En los años 90, cuando las cosas no iban bien, abandonó la carrera de Biología para ganar un sueldo y ayudar a su madre y a su hermana. Trabajó durante un año en el Zoológico Nacional. Pasado ese tiempo, una profesora lo fue a buscar para que continuara sus estudios. Le había resuelto una beca.

“Somos una tríada, un triángulo, y mi hermano se siente responsable por nosotras dos”, me ha dicho Omara.

El taxista rompe el silencio. Dice que es pinareño y que justo la semana pasada estuvo en Viñales. Va muy a menudo a cazar pájaros: “Negritos sobre todo”.

Ruiz Urquiola, con el rostro transfigurado, contesta: “Mira, ese pájaro que tú llamas Negrito es el Melopyrrha nigra, y es nativo de Cuba y de Gran Caimán. Yo tengo una finca, y si te veo cazando en ella, te saco a palos de allí”. Luego sonríe.

El biólogo va junto a una ventanilla. Mira el paisaje en fuga y parece que no repara en un enorme cartel propagandístico: “Eficientes y comprometidos”. Ruiz Urquiola dice: “Esas que están ahí son las palmas barrigonas. Donde único las hay en el mundo es en el occidente de Cuba, pero han cortado las más gordas para hacer muebles y vasijas de agua, por eso ya las únicas que quedan son esas flaquitas, una barbaridad lo que han hecho…”.

“Unidad y Victoria”, se lee en otra valla a un lado de la carretera. El científico se dirige al taxista: “Sabes, el Negrito no es el pájaro más bonito en el Valle de Viñales. Allá arriba, en mi finca, hay uno que me encanta, el Arriero, y el Totí, que es negro igual y se llama Ptiloxena atroviolacea, es un gran pájaro, pero los cubanos lo discriminan; es endémico de aquí”.

“Patria o Muerte, Venceremos”; la consigna más enigmática de Fidel Castro y su Revolución. Junto a la carretera hay árboles caídos, con las raíces afuera. Ariel Ruiz Urquiola, Dr. En Ciencias Biológicas, comenta: “Esos árboles son tecas. Se ve que estaban taladrados por el comején; por aquí pasó un rabo de nube”.

*Este artículo fue publicado en Revista Estornudo. El texto fue escrito por Abraham Jiménez.

Temas relevantes

#Ariel Ruiz Urquiola#cuba

Notas relacionadas