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Opinión

27 de Septiembre de 2018

Te dedico esta canción [o el primer cumpleaños de un muerto]

El 13 de septiembre fue el primer cumpleaños de mi papá muerto. Semanas antes, la viuda de mi papá pidió un cambio de sector en el cementerio. Le dieron como fecha de traslado el jueves 13 de septiembre. Fue una coincidencia. El día de su cumpleaños viviríamos otra vez su entierro. Desde inicios de septiembre […]

Arelis Uribe
Arelis Uribe
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El 13 de septiembre fue el primer cumpleaños de mi papá muerto. Semanas antes, la viuda de mi papá pidió un cambio de sector en el cementerio. Le dieron como fecha de traslado el jueves 13 de septiembre. Fue una coincidencia. El día de su cumpleaños viviríamos otra vez su entierro.

Desde inicios de septiembre que sentía miedo de este día. Tenía miedo de pasar su cumpleaños sin él. Tenía miedo de ver la lápida con su fecha de nacimiento [13-09-1961] junto a la fecha de su muerte [17-02-2018]. Tenía miedo de volver a sentir el dolor que sentí cuando murió, ese rayo que me partió por dentro. Además, sería mi primera vez visitándolo en el cementerio. Aunque también añoraba la fecha, quería mostrarle —de una forma ilusa pero honesta— que estoy aprendiendo a tocar la guitarra que él me regaló; que ahora, igual que él, puedo cantar lo que siento.

Con mi hermana siempre nos acordamos de mi cumpleaños 25, mis papás ya llevaban varios años separados. Mi papá agarró la guitarra y cantó mirando a mi mamá a los ojos: “ella, ella ya me olvidó, yo, yo la recuerdo ahora”. En la casa quedamos en shock, yo le grité: Uribe, eres muy carerraja.

Desde que agarré la guitarra he pensado mucho en situaciones como esa. He pensado en el amor que los compositores ponen en la creación de la música y en cómo toda canción es una canción de amor. He pensado en lo inexplicable y hermoso de que una canción creada por alguien que no conocemos exprese exactamente lo que sentimos. Es el desborde de la coincidencia, algo que parece brujería: cómo es posible que palabras y melodías ajenas puedan usarse como propias.

Igual que mi papá, he dedicado canciones. En mi adolescencia llamaba por teléfono a un chico para cantarle “Angie” de los Rolling Stones, él me la pedía, decía que lo calmaba antes de dormir. Todavía cuando la escucho me quedó en la frase “you can’t say we never tried” [no puedes decir que no lo intentamos], porque es cierto. No escribimos la canción pero nos representa totalmente.

Ahora que aprendí guitarra puedo interpretar yo misma las canciones que dedico. Este último tiempo he vivido encuentros y desencuentros y para todos hay una canción. En citas en parques, juntas en mi living o conversaciones por whatsapp, la música fluye para explicarnos. Me han cantado “I feel it coming”, de The Weekend, “Inoportuna”, de Drexler, y “Mareo”, de Babasónicos. Yo he cantado “Súbitamente”, de Dulce y Agraz, “Linger”, de Cranberries, y “Maldigo del alto cielo”, de Violeta Parra. Ni ellos ni yo somos músicos expertos, nuestra belleza no está en la perfección, sino en una torpeza fuerte que grita: no sé cantar pero tengo ganas de cantarte, no sé querer pero tengo ganas de quererte.

Todas las canciones que he sacado en guitarra las he aprendido pensando en gente que amo, incluyendo a mi papá.

El 13 de septiembre salí rumbo al cementerio con la guitarra al hombro. Allí, nos reunimos alrededor de su nueva tumba y le cantamos cumpleaños feliz con una torta que tenía una vela de número cero. En un momento, mi hermana dijo: ya pues, cante. Agarré la guitarra y toqué “El Jardinero”, de María Elena Walsh, y “De la ausencia y de ti”, de Silvio Rodríguez. Mi hermana se largó a llorar, a mí se me quebró la voz un poquito. Aprendí ambas canciones imaginando que algún día las tocaría sobre la tumba de mi papá. Imaginé que hacerlo sería triste, pero finalmente fue bonito. Le canté lo que siento con una canción que no es mía. Ocurrió la coincidencia, la brujería.

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